Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
La fiesta central de los cristianos es la Pascua; el tiempo en que celebramos
con gozo la presencia de Jesús resucitado entre nosotros. La Pascua es tan
importante que dedicamos la Cuaresma a prepararnos para vivirla intensamente; y
este esfuerzo de preparación, siempre con la ayuda de Dios, se llama “conversión”.
La lectura del profeta Samuel que acabamos de escuchar ofrece una pauta de
conversión; nos dice: “en la vida no te conformes con ser un individuo
superficial; procura ser una persona espiritual, una persona que sabe mirar a
los demás con los mismos ojos con que Dios nos mira”. Samuel era un profeta. Su
nombre, “Samuel”, significa “el que está acostumbrado a escuchar a Dios”;
recordemos que los lugares donde escuchamos la voluntad de Dios son sobre todo
en el ámbito de la oración y en la atención que dedicamos a los necesitados. Un
profeta es precisamente eso: “la persona acostumbrada a escuchar a Dios y que sabe
transmitir la voluntad divina a la gente de su tiempo”.
Dios envió a Samuel al pueblo de Belén,
a casa de Jesé. Dios quería que uno de los hijos de Jesé fuese rey de Israel. Cuando
Samuel llegó, Jesé le presentó a sus hijos. Comenzó presentándole al mayor,
Eliab. Como sugiere el texto, tenía aspecto de guerrero, era alto y de gran
talla, cualidades muy valoradas en el mundo antiguo. Luego pensó Samuel, “este tiene
que ser el rey de Israel, pues, ¿quién mejor que un guerrero, alto y de gran
talla, para defender al pueblo?”. Pero, dijo Dios al profeta: “No te fijes en
su aspecto exterior. Yo, Dios, he descartado a Eliab como rey de Israel”; y
añadió el Señor: “Lo que ve el hombre no es lo que vale; el hombre ve las cosas
externas, el aspecto superficial de las cosas, pero Dios mira siempre con
profundidad, porque ve lo que hay en el corazón de cada persona”. Samuel era un
profeta, sabía escuchar la voz de Dios y sabía comunicarla al pueblo; pero aún
le faltaba un largo camino de conversión, tenía que aprender a mirar a las
personas con los ojos de Dios, los ojos que ven lo que hay en el corazón de
cada uno de nosotros.
Más tarde, Eliab presentó a Samuel a
su hijo pequeño, David. Su aspecto era distinto al de su hermano; pues no era
alto ni de gran talla; era pequeño, no era un guerrero sino un pastorcillo, tenía
el cabello rubio y los ojos bellos, como dice la Escritura “daba gusto de verlo”.
Luego, Dios dijo a Samuel: “Quiero que David sea el rey de Israel”. Como decíamos
antes, Dios no se fija en el aspecto externo de las personas; no se satisfizo con
la altura y la talla de Eliab, y tampoco se satisfizo con el aspecto externo de
David, aunque fuese tan bello. Dios, como hace siempre, miró en el corazón de
David, allí vio la gran virtud que Dios quiere que tengamos. ¿Cuál es? El propio
nombre de “David” nos lo explica; la palabra “David” quiere decir “el que quiere
vivir amando”. Y Dios, conocedor del “corazón humano”, eligió a David, “el que quiere
vivir amando", para rey de Israel. Lo que nos hace grandes ante Dios no es
nuestra talla, grande como Eliab o pequeña como David, es nuestra capacidad de
amar; porque, a los ojos de Dios, solo es grande e importante lo que se hace con
amor y por amor. Acostumbrado a escuchar a Dios, Samuel ungió a David como rey.
Como se hacía entonces, vertió una jarra de aceite perfumado sobre la cabeza de
David diciéndole: “este aceite significa la ayuda que Dios te da para que puedas
ser un buen rey”; y añadía aún: “recuerda que además de gobernar con justicia, debes
cuidar especialmente a los pobres, los enfermos, las viudas y los huérfanos”; los
marginados de entonces.
En casa de Jesé, Samuel siguió convirtiéndose.
Aprendió a mirar a las personas con los ojos de Dios. Cuando miramos a los
demás con la mirada del Señor, aprendemos a ver bajo el rostro de cada persona a
un hermano amado; y esta nueva forma de mirar es la conversión cristiana. Que
esta Eucaristía abra nuestros ojos a la mirada misericordiosa de Dios hacia la humanidad
entera.
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