jueves, 6 de abril de 2017

¿QUIÉN ES DAVID?






                                       Francesc Ramis Darder
                                       bibliayoriente.blogspot.com


La fiesta central de los cristianos es la Pascua; el tiempo en que celebramos con gozo la presencia de Jesús resucitado entre nosotros. La Pascua es tan importante que dedicamos la Cuaresma a prepararnos para vivirla intensamente; y este esfuerzo de preparación, siempre con la ayuda de Dios, se llama “conversión”. La lectura del profeta Samuel que acabamos de escuchar ofrece una pauta de conversión; nos dice: “en la vida no te conformes con ser un individuo superficial; procura ser una persona espiritual, una persona que sabe mirar a los demás con los mismos ojos con que Dios nos mira”. Samuel era un profeta. Su nombre, “Samuel”, significa “el que está acostumbrado a escuchar a Dios”; recordemos que los lugares donde escuchamos la voluntad de Dios son sobre todo en el ámbito de la oración y en la atención que dedicamos a los necesitados. Un profeta es precisamente eso: “la persona acostumbrada a escuchar a Dios y que sabe transmitir la voluntad divina a la gente de su tiempo”.

 Dios envió a Samuel al pueblo de Belén, a casa de Jesé. Dios quería que uno de los hijos de Jesé fuese rey de Israel. Cuando Samuel llegó, Jesé le presentó a sus hijos. Comenzó presentándole al mayor, Eliab. Como sugiere el texto, tenía aspecto de guerrero, era alto y de gran talla, cualidades muy valoradas en el mundo antiguo. Luego pensó Samuel, “este tiene que ser el rey de Israel, pues, ¿quién mejor que un guerrero, alto y de gran talla, para defender al pueblo?”. Pero, dijo Dios al profeta: “No te fijes en su aspecto exterior. Yo, Dios, he descartado a Eliab como rey de Israel”; y añadió el Señor: “Lo que ve el hombre no es lo que vale; el hombre ve las cosas externas, el aspecto superficial de las cosas, pero Dios mira siempre con profundidad, porque ve lo que hay en el corazón de cada persona”. Samuel era un profeta, sabía escuchar la voz de Dios y sabía comunicarla al pueblo; pero aún le faltaba un largo camino de conversión, tenía que aprender a mirar a las personas con los ojos de Dios, los ojos que ven lo que hay en el corazón de cada uno de nosotros.

 Más tarde, Eliab presentó a Samuel a su hijo pequeño, David. Su aspecto era distinto al de su hermano; pues no era alto ni de gran talla; era pequeño, no era un guerrero sino un pastorcillo, tenía el cabello rubio y los ojos bellos, como dice la Escritura “daba gusto de verlo”. Luego, Dios dijo a Samuel: “Quiero que David sea el rey de Israel”. Como decíamos antes, Dios no se fija en el aspecto externo de las personas; no se satisfizo con la altura y la talla de Eliab, y tampoco se satisfizo con el aspecto externo de David, aunque fuese tan bello. Dios, como hace siempre, miró en el corazón de David, allí vio la gran virtud que Dios quiere que tengamos. ¿Cuál es? El propio nombre de “David” nos lo explica; la palabra “David” quiere decir “el que quiere vivir amando”. Y Dios, conocedor del “corazón humano”, eligió a David, “el que quiere vivir amando", para rey de Israel. Lo que nos hace grandes ante Dios no es nuestra talla, grande como Eliab o pequeña como David, es nuestra capacidad de amar; porque, a los ojos de Dios, solo es grande e importante lo que se hace con amor y por amor. Acostumbrado a escuchar a Dios, Samuel ungió a David como rey. Como se hacía entonces, vertió una jarra de aceite perfumado sobre la cabeza de David diciéndole: “este aceite significa la ayuda que Dios te da para que puedas ser un buen rey”; y añadía aún: “recuerda que además de gobernar con justicia, debes cuidar especialmente a los pobres, los enfermos, las viudas y los huérfanos”; los marginados de entonces.


 En casa de Jesé, Samuel siguió convirtiéndose. Aprendió a mirar a las personas con los ojos de Dios. Cuando miramos a los demás con la mirada del Señor, aprendemos a ver bajo el rostro de cada persona a un hermano amado; y esta nueva forma de mirar es la conversión cristiana. Que esta Eucaristía abra nuestros ojos a la mirada misericordiosa de Dios hacia la humanidad entera. 

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