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Blog de Francesc Ramis Darder sobre literatura, teología, historia, arqueología del Oriente antiguo y su relación con la Biblia.
domingo, 27 de septiembre de 2015
LUCAS, EVANGELISTA DE LA TERNURA DE DIOS
viernes, 18 de septiembre de 2015
¿QUÉ DICE EL SEGUNDO ISAÍAS? Is 40-55 Primera parte
EL SEGUNDO ISAIAS. LA ZARZA
CONVERTIDA EN CIPRES (Is 40-55).
Francesc Ramis Darder.
(Sumario).
La palabra profética no es un recuerdo del
pasado, sino la voz de Dios que, cuando halla eco en nuestra vida, nos
transforma de raíz. El Segundo Isaías describe poéticamente cómo la Palabra de
Dios transformó a Israel devastado, y lo convirtió en el pueblo capaz de
proclamar la gloria de Dios ante las naciones. La voz de Dios no sólo habló a
Israel antiguo, sino que se dirige hoy a todos nosotros y nos comunica su fuerza
liberadora.
EL
SEGUNDO ISAIAS: LA PALABRA LIBERADORA (Is 40-55).
Nuestra existencia cae a menudo en el
desaliento. También Israel experimentó ese sentimiento y percibió su vida
sumida en la sequedad. Ante las dificultades, sólo Dios permanece fiel con su
Palabra. La fuerza de la Palabra transformó a Israel yermo en el pueblo que manifiesta la gloria de Dios.
INTRODUCCION.
El inicio del Segundo Isaías describe al
Israel agostado. El pueblo es un desierto (40, 3), hierba seca y flor marchita
(40, 7); mientras Jerusalén ha sufrido la amarga consecuencia de su pecado (40,
3).
Dios no se resigna ante la muerte de su
pueblo, sino que decide regenerarlo: "Consolad, consolad a mi pueblo,
dice vuestro Dios, hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido
su condena y que está perdonada su culpa ... entonces se revelará la gloria del
Señor y la verán todos los hombres" (40, 1-5).
La
transformación que Dios pretende no es superficial, alcanza la entraña de
Israel: "Hablad al corazón de Jerusalén" (40, 2). El
corazón representa el eje de la persona, el lugar donde se asienta la relación
con Dios, y la morada de los sentimientos humanos. Cuando Dios habla al corazón
troca a Israel de raíz, el pueblo de hierba marchita (40, 7) manifestará
la gloria de Dios (40, 5).
El pueblo, quizás, esperara la reforma con
prodigios externos: un templo esplendoroso o un monarca brillante. Dios
sorprendre a Israel y adopta el medio inusitado de la Palabra: "Hablad
al corazón de Jerusalén" (40, 2).
Alguien oye una voz, la voz de Dios, que le
dice "¡Grita!" (40, 6). Quién siente la invitación de Dios a
proclamar la Palabra, se detiene a contemplar la realidad de su pueblo. Al ver
la desolación de Israel, responde a Dios con desazón: "¿Qué voy a
decir? ¡si todo el pueblo es hierba y su ilusión está marchita como la
flor del campo!" (40, 7). A quien Dios ha llamado, le parece imposible
que el pueblo se levante de la postración; desde la perspectiva humana no hay
nada que hacer "Así es, el pueblo es hierba" (40, 7).
Más adelante, quien siente el impulso
divino de proclamar la Palabra, comienza a percibir las personas y las cosas
con los ojos de Dios. Vuelve a observar a su pueblo, y constata que,
humanamente, hay poco que hacer "se agosta la hierba y se marchita la
flor ..." (40, 8). Aun así, su mirada no se detiene en la superficie,
sino que alcanza la profundidad de la vida "... pero la palabra de
nuestro Dios permanece para siempre" (40, 8).
Ese "pero" es
significativo. Indica la lectura creyente de la realidad. Quién capta la
llamada de Dios, observa la desidia de su pueblo; pero junto al desaliento
humano intuye lo esencial: la misma presencia de Dios que con su palabra mudará
a Israel desde el hondón de su vida.
Quien oyó una voz (40, 6) y luego aprendió
a leer la vida con los ojos de Dios (40, 8), deviene profeta (40, 9-11). El
profeta no hace cábalas sobre el futuro, para eso están los nigromantes y
adivinos. Profeta es aquel que, sintiéndose forjado por la Palabra, comunica a
los hombres de su tiempo; con lo que piensa, dice y hace, el designio liberador
de Dios.
El profeta sube a un monte y anuncia a las
ciudades de Judá la Buena Nueva: "Aquí está vuestro Dios ... llega con
poder ... su recompensa le precede ... como un pastor apacienta su rebaño, su
brazo lo reúne, toma en brazos a los corderos y hace recostar a las
madres" (40, 9-11). Sobre un pueblo ajado, el profeta vierte la Palabra.
El Señor no es indiferente al sufrimiento de Israel yermo, es el Dios próximo
que toma en brazos a su pueblo y lo hace revivir.
El Segundo Isaías narra una bella historia.
En el prólogo (40, 1-11), el profeta grita la Palabra de Dios al pueblo endeble
como hierba (40, 1-11). El eco de la voz divina, engendrada en los labios del
profeta, retumba en los oídos de Israel y, a lo largo del libro, lo convierte
en pueblo nuevo (40, 12 - 55, 5). Al final, el epílogo constata que la Palabra
ha renovado a Israel desde los cimientos: "En vez de zarzas crecerá el
ciprés; en vez de ortigas, crecerán mirtos;
serán el renombre del Señor y monumento perpetuo imperecedero" (55,
13): El pueblo quebradizo y fugaz, zarza y ortiga, deviene verde y longevo como
mirto y ciprés.
La mediación divina para cambiar al pueblo
es la Palabra: "Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven
allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar ...
así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará
mi voluntad y cumplirá mi encargo" (55, 10-11). ¿ Qué significa la
Palabra?.
La zona más sagrada del Templo de Jerusalén
se llamaba "Debir", conocido después como "Santo de los
Santos": el sector reservado a Yahvé donde reposó el Arca de la Alianza.
El término "Palabra" se pronuncia en hebreo "Dabar".
Notemos la semejanza entre las voces "Debir" y "Dabar" al
tener idénticas consonantes. El término "Dabar" recoge, como el "Debir",
la profundidad y santidad del pensamiento de Dios. El "Dabar" es la
Palabra que nace de Dios, alcanza el interior de la persona y la renueva. La
Palabra de Dios no es cualquier palabra; es la expresión de la fuerza y la
voluntad divina que, si la libertad humana lo permite, llega a lo más profundo
del corazón y trastoca a la persona de raíz.
La presencia de la Palabra regenera a
Israel en cuatro etapas: 1ª El combate contra la idolatría (40, 12 - 44, 23).
2ª La misión de Ciro y la caída de Babilonia (44, 24 - 48, 22). 3ª El misterio
del sufrimiento (49, 1 - 53, 12). 4ª Jerusalén reconstruida (54, 1 - 55, 5).
¿QUÉ DICE EL SEGUNDO ISAÍAS? is 40-55 Segunda parte
Francesc Ramis Darder
EL COMBATE CONTRA LA IDOLATRÍA (40, 12 - 44, 23).
EL COMBATE CONTRA LA IDOLATRÍA (40, 12 - 44, 23).
La palabra profética anuncia al pueblo que
Dios viene a cuidarlo (40, 9.11); pero, la voz del profeta, topa con una
dificultad: Israel está lejos de Dios y apegado a los ídolos. El profeta se ve
en la necesidad de recordar la identidad de Dios y comentar sus maravillas. Yahvé
es Creador, Señor de la Historia y Liberador de Israel. En contraposición a la
grandeza divina; los ídolos son ridículos, efímeros, e incapaces de salvar.
1.Yahvé es Señor de la Creación (40,
12-31).
Dios crea los Cielos (40, 26) y la Tierra
(40, 28), y es señor de la Historia (40, 28). Habita más allá del círculo de la
Tierra (40, 22) pero no se desentiende del avatar humano, sino que fortalece al
cansado y da energía a quien desfallece (40, 29). Ni el mundo (40, 11-12), ni
las naciones (40, 15) son comparables a Dios, y ni siquiera el culto sondea su
grandeza (40, 16). Frente a la magnificencia de Dios, señor del Cosmos y la
Historia, los ídolos son entidades ridículas (40, 19-20): pequeñas figuras de
fundición (oro, plata, madera), forjadas
en el taller del orfebre.
2.Yahvé conduce la Historia (41, 1 - 42,
13).
Ciro el Grande (555-529) conquistó
Babilonia (538) y libero a Israel del dolor de su exilio (587-538). La lectura
creyente de la realidad enseña que la Historia no es fruto del azar, sino que
acontece según el proyecto de Dios. La ascensión de Ciro no es fortuita, sino
que brota del designio divino (41, 2.25). Sólo Yahvé presagió de antemano las
proezas de Ciro (41, 26), mientras los falsos dioses no pudieron anunciar el
porvenir (41, 21-22), y fueron incapaces de cualquier acción (41, 24).
Dios guía la Historia en favor de Israel.
Yahvé trasformará el desierto, metáfora de Israel devastado, en vergel, símbolo
del pueblo reconstruido (41, 17-20). Al contraluz de Dios que forja la Historia
para bien de su pueblo; aparecen los idólatras que elaboran, con mucho
esfuerzo, imágenes incapaces de toda
acción (41, 6-7).
3.Yahvé libera a Israel (42, 14 - 44, 23).
Dios concreta su poder sobre el Cosmos y
la Historia en la Liberación de Israel. Yahvé es el "goel" de Israel
(43, 14; 44, 6). En la sociedad israelita, el "goel" es el pariente
más próximo de una persona que se encuentra obligado a defenderla y proteger
sus derechos. Cuando un israelita vende bienes para pagar deudas, es preceptivo
que el "goel" adquiera lo vendido y restablezca la propiedad del clan
(Lv 25, 25-34); también, al venderse un israelita como esclavo a un extranjero,
el "goel" debe rescatarlo (Lv 25, 47-54).
Israel es un pueblo saqueado y
despojado (42, 22). Yahvé, "goel" de Israel, le rescata (43, 1-7), y
le otorga nueva vida (43, 14-21). No sólo actúa por la obligación que impone
ser "goel", sino porque ama a su pueblo (43, 4.14). La vida nueva de
Israel, engendrada por amor, es tan distinta a la anterior (42, 18-25) que se
entiende como nueva creación (43, 4.15). Israel liberado, creado de nuevo,
manifestará a las naciones la gloria de Dios (43, 7) y proclamará la alabanza
del Señor (43, 21).
En oposición a Yahvé que libera y
vivifica a Israel; los idólatras destruyen la naturaleza, para elaborar
imágenes muertas, incapaces de liberar a quien las invoca (44, 9-20).
LA
MISION DE CIRO Y LA CAIDA DE BABILONIA (44, 24 - 48, 22).
La Palabra cala en el pueblo. La verdad no
está en los ídolos, sino en Yahvé, que actúa para propiciar la Liberación de
Israel. El pueblo podría inquirir: ¿dónde acontece la actuación de Dios?.
Israel esperaría captar la divinidad con las mediaciones del AT: sacerdote,
profeta y rey. La palabra profética sorprende. Dios no actúa sólo con los
medios propios del AT, acontece también en los signos de los tiempos. Ciro es
el instrumento de Yahvé para salvar a Israel; Babilonia, el paradigma de la
opresión y de la ausencia de Dios; e Israel, el testigo de la liberación del
Señor.
1º Ciro: mediación de Yahvé para salvar a
Israel (44, 24 - 45, 19).
Yahvé suscita a Ciro para liberar a
Israel y posibilitar la reedificación de Jerusalén y las ciudades de Judá (44,
28; 45, 13). La elección de Ciro es tan crucial que se le llama
"pastor" (44, 28) y "ungido" (45, 1). Israel se asombra de
la elección de Ciro, un rey pagano, para su liberación (45, 9-11). Yahvé ama a
Israel (45, 4) y lo engendra (45, 10), rige el universo y crea al hombre (45,
12); por eso tiene el mejor criterio para elegir la vía de liberación, y ese
camino es Ciro (45, 9-13). Mediante la elección de Ciro, Yahvé probará que sólo
él es Dios, y afirmará que donde acontece la liberación se manifiesta la
actuación de Yahvé.
Israel era un pueblo pequeño, aferrado a su
Dios. Yahvé le revela que no sólo es Dios de Israel sino de todos los pueblos.
Yahvé dirige la actuación de Ciro, un rey extranjero, hacia la salvación de
Israel; con lo que demuestra el poder de su divinidad, no sólo sobre Israel,
sino sobre todas las naciones. Yahvé dice a Ciro: "te he dado
autoridad, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no
hay otro Dios fuera de mí: Yo soy el Señor y no hay otro" (45, 5.6).
Yahvé no es un dios entre otros. El único Dios, es el Dios de Israel "Sólo
en ti se halla Dios, y no hay más dioses" (45, 14).
La lección que nos da 44, 24 - 45, 19 es muy clara: Donde hay
liberación social y humana actúa Dios. La acción de Ciro engendra la liberación
de Israel, y los pueblos acuden a Israel liberado para encontrar al Salvador
(45, 14-17).
2º Babilonia: paradigma de la ausencia de
Dios (45, 20 - 47, 15).
Yahvé es el Dios único (45, 21) que
guía la Historia (45, 21; 46, 9.10), para liberar a Israel (46, 3-4) y todos
los pueblos (45, 22). La Palabra profética muestra en Ciro la presencia de Dios
y en Babilonia la ausencia de Dios. El pueblo podría esperar el vacío divino
con símbolos del AT: mal rey o falsos profetas. Yahvé elige un signo de los tiempos
para recalcar su ausencia: Babilonia. ¿Por qué?.
Yahvé es señor de la Historia (40, 28),
pero Babilonia quiso ejercer el dominio de la Historia: "Decía: Por
siempre seré soberana" (47, 7). Sólo Yahvé es Dios "yo soy
Dios y no hay otro" (45, 22), pero Babilonia deseó ser su propio
absoluto "Yo y sólo yo" (47, 8.10). Babilonia se disfraza de
Dios; pero no es Dios, porque su actuación no libera: "no te apiadaste,
abrumaste con tu yugo a los ancianos" (47, 6). Donde florece la
liberación y la verdad, Ciro, actúa Yahvé (46, 4); donde acontece la opresión
(47, 6) y la superstición, Babilonia, mora la idolatría.
3º Israel: testigo de la divinidad de Yahvé
(48, 1 - 22).
El Israel devastado figura como
desierto (40, 3) y hierba (40, 7). La postración no es casual, se debe a la
injusticia (48, 1), infidelidad y rebeldía del pueblo (48, 8). Incluso el
abatimiento permite al profeta la lectura creyente de la realidad. La sima en
la que ha caído Israel por su pecado, desde la óptica divina, es la ocasión
para que Israel vuelva a Yahvé y sea un pueblo nuevo: "Te he
purificado, y no como se hace con la plata, sino que te he probado en el crisol
de la desgracia" (48, 10).
Israel deviene para todos los pueblos
signo de la liberación de Yahvé: "Decid: el Señor ha rescatado a su
siervo Jacob" (48, 20). Ahora comenzará para Israel lo difícil, la
decisión de levantar el país siguiendo los criterios de Dios; que, como toda
opción valiosa, implicará decisión y esfuerzo.
EL
SUFRIMIENTO: MISTERIO DE FECUNDIDAD (49, 1 - 53, 12).
La Palabra voceada por el profeta va
trocando al pueblo que es hierba (40, 7) en mirto y ciprés (55, 13). La Palabra
ha revelado que Yahvé es el Liberador de Israel. El pueblo podría conformarse
con su descubrimiento; pero el encuentro con Dios no adormece la existencia,
sino que la proyecta hacia el futuro: la vida se vive hacia adelante.
La Palabra descubre a Israel su intimidad
con Dios, pero le desvela un desafío apasionante: la necesidad de convertirse
en pueblo nuevo, plasmado en la reconstrucción de Jerusalén. La opción por
crecer como pueblo implica confianza en Dios, ilusión por construir el futuro,
y decisión para dejar el lastre del pasado.
1º Israel: La pasividad ante el futuro.
Soñar un futuro esplendente es fácil,
construirlo con el sudor cotidiano, difícil. Jerusalén teme el esfuerzo del
crecimiento personal, y atribuye su desidia al designio divino: "Me ha
abandonado Dios, el Señor me ha olvidado" (49, 14). Sión se complace
en su desidia: "No hay nadie que la guíe entre los hijos que dio a luz,
nadie que la lleve de la mano" (51, 18). Jerusalén sumida en su pesar
se acomoda a su fracaso.
2º Yahvé: el Dios fiel.
Yahvé no es culpable de la ruina de
Israel. El Señor aclara la causa de la aflicción de su pueblo. La quiebra de
Israel no se debe al capricho divino, sino a la infidelidad del pueblo: "Si
habéis sido vendidos como esclavos se debe a vuestros crímenes ... es por culpa
de vuestros pecados" (50, 1).
El ocaso de Israel no es definitivo, Yahvé
anima al pueblo a alzarse: "¡Despiértate Jerusalén, despiértate y ponte
en pie ... ponte tus vestidos de fiesta ... sacúdete el polvo y
levántate!" (51, 17; 52, 1-2). Lo definitivo es el alba que Dios
anuncia para su pueblo: "Consuela el Señor a Sión y a sus ruinas;
convertirá su desierto en Edén, su estepa en jardín del Señor" (51,
3).
Cuando el pueblo decida edificar su
futuro Dios estará a su lado con amor apasionado. Aunque una madre pudiera olvidar
el fruto de sus entrañas, Yahvé nunca olvidará a Israel (49, 15), porque Sión
es su pueblo (51, 16). Yahvé es fiel (49, 7), no defrauda (49, 23), cobija a
Israel en sus manos (51, 16), defiende su causa y lo salva (49, 26).
3º El Siervo: La opción por engendrar el
pueblo nuevo.
Dios alienta la nueva vida de Israel,
pero engendrar el futuro conlleva sufrimiento y esperanza. Implica abandonar el
anclaje del pasado y comprometerse en la construcción de la nueva Jerusalén.
Israel renunció a la institución antigua que denotaba la presencia de Dios: la
Dinastía de David. En el exilio de Babilonia (587-538) fenecen los reyes
descendientes de David. Israel opta por edificarse sobre bases nuevas: Yahvé
será su rey (43, 15; 52, 7), y el mismo pueblo (43, 1-7) manifestará el
destello de Dios en su seno (43, 7).
El Siervo de Yahvé es un personaje
misterioso que aparece en cuatro poemas del Segundo Isaías (42, 1-4; 49, 1-6;
50, 4-9; 52, 13 - 53, 12). Los comentaristas atribuyen al Siervo identidades
diversas: Israel, el Israel fiel al Señor, Jeremías, Ciro, el mismo profeta,
Zorobabel, etc. En lugar de indagar su identidad, maticemos su significado: El
Siervo representa el misterio del sufrimiento.
El término "misterio" alude
en el lenguaje cotidiano a lo intrincado y oscuro. La significación es distinta
en el vocabulario religioso: misterio es el ámbito donde acontece el encuentro
entre Dios y el hombre, encuentro que implica siempre el crecimiento personal y
comunitario. No hay amor sin dolor, ni nacimiento sin llanto. La Palabra de
Dios penetra en Israel y lo acrece convirtiéndolo en pueblo nuevo. La Palabra
no actúa mecánicamente, su eficacia depende de la libertad humana. La opción de
la libertad implica dolor: dejar la carga del pasado y desplegar velas al
futuro. El siervo representa el sufrimiento por crecer; la opción por
desprenderse de las ataduras del pasado, y la decisión por dejar actuar la
Palabra que transformará en mirto las ortigas de Israel (cf. 55, 13).
El Siervo se deja tomar por la Palabra.
Con su opción anula la desidia de Israel que se cerraba a la fuerza de Dios y
se condenaba a ser un pueblo vencido. La decisión del Siervo acarrea un
padecimiento tan intenso que cambia su semblante: "No había en él belleza
ni esplendor, su aspecto no era atractivo" (53, 3). La angustia del
Siervo no pasa desapercibida al resto del pueblo: "eran nuestras
rebeliones las que lo traspasaban, y nuestras culpas las que lo trituraban.
Sufrió el castigo por nuestro bien y con sus llagas nos curó" (53,
5-6).
La decisión del Siervo por imbuirse de
la Palabra, en contra de la abulia de Jerusalén, hace triunfar el proyecto de
Dios: "Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá
descendencia, prolongará sus días, y por medio de él, tendrán éxito los planes
del Señor" (53, 10).
Desde la perspectiva humana la opción
del Siervo carecía de sentido. "Jerusalén piensa para sus
adentros: Si no tengo hijos y soy estéril ... si he estado desterrada y
repudiada ... si quedé del todo sola" (49, 21): ¿para qué el esfuerzo
de abrise a la Palabra de Dios?. Desde la óptica de Dios, la decisión del
Siervo, el esfuerzo por dejarse transformar por la Palabra, es lo único que permitirá
la reconstrucción de Jerusalén: "Dice Dios: Después de una vida
de aflicción comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos
la salvación" (53, 11).
El misterio del sufrimiento revela que
la Palabra es eficaz pero no actúa mecánicamente, sino a través de la decisión
humana de permitirle entrar en el carazón y transformarnos.
JERUSALEN
RECONSTRUIDA (54, 1 - 55, 5).
La opción por abrir la libertad al eco de
la Palabra implica dolor, pero posibilita engendrar la nueva Jerusalén. La
novedad de la Ciudad no reside sólo en su reedificación material. Decía Yahvé a
Israel: "Ahora te revelo cosas nuevas, secretos que tú no conoces"
(48, 6). Las "cosas nuevas" que hacen de Jerusalén una ciudad
distinta son sus nuevos esponsales con Dios, sobre los que crece la ciudad
reconstruida y la alianza inquebrantable del Señor.
1º El nuevo desposorio de Yahvé con
Jerusalén (54, 1-10).
Jerusalén es la ciudad estéril y
abandonada, avergonzada de su soltería y afrentada de su viudez (54, 1.4). Dios
le dice: "Por un breve instante te abandoné, pero ahora te acojo con
cariño inmenso. En un arrebato de ira te oculté mi rostro por un momento, pero
mi amor por ti es eterno" (54, 7-8). El sufrimiento ha dispuesto el
corazón del pueblo para recibir con plenitud al esposo (cf. 48, 10), un marido
especial:: "tu esposo es tu Creador, su nombre es el Señor
todopoderoso; tu libertador es el Santo de Israel, se llama Dios de toda la
Tierra" (51, 5).
Los profetas reflejan con la alegoría
nupcial la relación de amor entre Dios y su pueblo (Os 2, 21-22; Jr 2, 2; Ez
16, 8), pero en 54, 1-10 adquiere un tono singular. Yahvé, por un momento (54, 7)
y a causa del pecado (50, 1), abandona a Jerusalén, su esposa (54, 7). La Ley
prohibe volver a casarse con la mujer repudiada (Dt 4, 4), pero el amor de Dios
por Israel supera toda norma: "¿Podrá ser repudiada la esposa de
juventud? ... aunque los montes cambien de lugar ... no cambiará mi amor por
ti, dice el Señor, que está enamorado de ti" (54, 6.10). El nuevo
semblante de Jerusalén reside en la ternura con que Yahvé la desposa: sólo el
amor apasionado crea las cosas nuevas.
2º La reconstrucción de Jerusalén (54,
11-17).
El amor de Yahvé pone nuevos cimientos
a la ciudad zarandeada que deviene hermosa, próspera y segura (54, 11). La
belleza de Jerusalén aparece en los materiales con que Yahvé la levanta:
malaquita, zafiro, rubíes, diamantes y piedras preciosas (54, 11-12). La
arqueología prueba que Jerusalén no se edificó sobre alhajas, más bien señala
la pobreza de sus edificios. El encanto de la Ciudad no nace de sus piedras,
sino del amor de Quien erige sus muros. Las gemas son metáfora de la presencia
de Dios en Jerusalén: el esposo que desposa la Ciudad y la reconstruye.
La presencia de Dios se manifiesta en
la prosperidad y la seguridad: "Esta es la suerte de quienes sirven al
Señor, la salvación que yo les doy" (54, 17). El bienestar de la
Ciudad brota de la instrucción del Señor a sus hijos (54, 13). Su seguridad es
definitiva, pues nadie la atacará de parte de Dios, y si alguien lo intenta
fracasará (54, 15-16).
3º La alianza inquebrantable del Señor.
Los esponsales de Yahvé y Jerusalén no
son el final de un camino, sino el inicio del proyecto de Dios con la
Humanidad: "Sellaré con vosotros una alianza perpetua, seré fiel a mi
amor por David" (54, 3). Dios marchará siempre con su pueblo, pero no
suplirá la libertad humana. Israel vivirá y se saciará del amor, sólo si
escucha atentamente y bebe el agua que Dios le da (55, 1.2.3). El agua que
colma la sed del pueblo (44, 20; 55, 1) es el espíritu y la bendición de Dios
(44, 3), que derramada sobre el yermo de Israel lo troca en la alameda de Yahvé
(44, 4).
El pueblo que bebe el agua y escucha la
palabra, expresa el honor de Dios y se convierte en su testigo ante las
naciones (54, 4.5): manifiesta a todos los pueblos la gloria de Dios (43, 7).
El pueblo transformado por Dios deviene la mediación para extender la alianza a
todos los pueblos: "llamarás a un pueblo desconocido y un pueblo que te
ignora correrá hacia ti" (55, 5).
CONCLUSION
FINAL.
Israel era un pueblo sumido en el fracaso;
pero más importante que eso, es la certeza de que Dios no abandona a ninguno de
los que ha llamado. El Señor con la fuerza de su Palabra regeneró a Israel
hasta convertirlo en el pueblo que manifestaba la gloria de Dios ante las
naciones. La Palabra de Dios inicia su tarea en el Prólogo (40, 1-11) y la
consuma en el Epílogo (55, 6-13). Entre el Prólogo y el Epílogo figuran las
etapas en que Dios vivifica a su pueblo: Combate contra la Idolatría (40, 12 -
44, 23), Misión de Ciro y caída de Babilonia (44, 24 - 48, 22), el Sufrimiento
como Misterio de Fecundidad (49, 1 - 53, 12), Jerusalén Reconstruida (54, 1 -
55, 5).
miércoles, 9 de septiembre de 2015
¿QUÉ SIGNIFICA TENER FE?
Francesc Ramis Darder
Cuando Jesús predicaba por las comarcas de Palestina, la situación social
era difícil. El despotismo de Poncio Pilato oprimía a la población sin medida. Los
descendientes del rey Herodes vivían en la opulencia mientras los habitantes
del país sufrían la pobreza. Las malas cosechas y algún terremoto sumían la
región en la miseria. La situación era tan adversa que los israelitas imploraban
de Dios la llegada del Mesías. Según la tradición del Antiguo Testamento, el
Mesías era el personaje enviado por Dios que pondría remedio a las penurias que
entenebrecían el país.
Ahora bien, el Mesías que suspiraba
la gente no era el Mesías prometido en la Antigua Alianza. El Mesías que deseaba
el pueblo tenía tres características claras. La gente quería un Mesías poderoso
que, encabezando un ejército, expulsase a los romanos de Palestina. El pueblo
deseaba un Mesías poseedor de una gran riqueza, capaz de resolver con la fuerza
del dinero todos los problemas. Los israelitas esperaban un Mesías de apariencia
deslumbrante; un Mesías orgulloso que dejase a la gente aturdida de espanto.
Cuando el apóstol Pedro empezó a seguir a Jesús,
tenía la misma idea del Mesías que el resto del pueblo. Embebido en la
religiosidad popular, querría un Mesías poderoso, opulento y de aspecto deslumbrante.
Un Mesías que, llegado del cielo, resolvería los males del mundo, sin que el ser
humano tuviera que esforzarse lo más mínimo para edificar un mundo mejor. Como
señalaba la carta de Santiago, Pedro “tenía una fe sin obras”; tan solo tenía
una creencia en un falso Mesías que le permitía dar la espalda a la miseria del
prójimo; desentendiéndose del compromiso que implica la fe, tenía, como dice Santiago,
una fe muerta.
Cuando Jesús percibe la ignorancia
de Pedro, se acerca para explicarle de qué manera Él es el Mesías esperado.
Como insinúa el evangelio que hemos leído, Jesús diría a Pedro: “Mira, yo soy
el Mesías; pero no soy un Mesías como tú deseas: poderoso, opulento y deslumbrante.”
Afinando lo que explica el Antiguo Testamento, Jesús dice a Pedro: “Yo soy el
Mesías, pero lo soy con las características del Hijo del Hombre.” Notemos la
importancia de la expresión: Jesús es el Mesías, pero lo es a la manera del Hijo
del Hombre. ¿Qué quiere decir la locución Hijo del Hombre?
Jesús no es un Mesías que se
caracterice por el poder, sino por la actitud de servicio; dirá en el evangelio:
“Yo no he venido a ser servido, sino a servir a los demás y entregar la vida por
todos.” Jesús no es un Mesías que destaque por la riqueza, sino por la capacidad
de compartir; el apóstol Pablo citaba un dicho de Jesús que recalcaba la
decisión de compartir, decía: “Hay más alegría en dar que en recibir.” Jesús no
es un Mesías de apariencia deslumbrante; nace en la humildad de la cueva de Belén
y muere en el oprobio de la cruz. He aquí lo que es el Hijo del Hombre: el Hijo
del Hombre es el Mesías que edifica un mundo nuevo; pero no lo hace con los
criterios que el mundo descreído espera, sino con los criterios de la Biblia:
la capacidad de servir, el ansia por compartir y la práctica de la humildad.
Cuando el apóstol Pedro entienda
que seguir el Evangelio no quiere decir solo creer en la existencia de una mano
poderosa, sino que implica servir, compartir y ser humilde, comenzará a tener,
como dice la carta de Santiago, una fe viva; una fe que siembra en el mundo la
buena semilla del Reino de Dios que el Espíritu hace fructificar en el quehacer
diario.
Como todos sabemos, la fuerza
humana no basta para vivir el Evangelio; para vivir el Evangelio necesitamos la
fuerza que Dios nos da. En la Eucaristía, presencia de Dios entre nosotros, pidamos
al Señor la gracia de una fe viva, una fe que transforme nuestra vida en presencia
salvadora de Cristo entre la humanidad sedienta de paz y de concordia.
sábado, 5 de septiembre de 2015
¿CUÁL ES EL SENTIDO RELIGIOSO DE LAS IMÁGENES?
Francesc Ramis Darder
La religión israelita se caracterizó por el culto carente de imágenes (Éx 20,4; Dt 5,8-10); las representaciones que había en el templo (Éx 36,35-36), y más tarde en la sinagoga tenían un sentido decorativo. Durante los cinco primeros siglos, los cristianos continuaron la costumbre judía; por eso las representaciones de escenas bíblicas, o de la figura de Cristo y los santos que aparecen en las catacumbas tenían un sentido más bien instructivo y decorativo.
Sin embargo, algunos concilios locales y varios Santos padres rechazaron la elaboración de imágenes, aun en sentido decorativo (Epifanio, Carta LI, PL XXII, 526). La razón era obvia. Muchos cristianos eran conversos del paganismo, religión fastuosa en cuanto a las imágenes; por eso, pensaban los padres y los concilios, la presencia de imágenes puede favorecer que los cristianos las adoren, como habían hecho mientras eran paganos, creyendo que la imagen tiene por sí misma una fuerza capaz de auxiliar al adorador. Cuando los restos del paganismo antiguo comenzaron a desaparecer, comenzó a valorarse el aspecto catequético de las imágenes; algunos Santos Padres aconsejaban las representaciones bíblicas y las representaciones de los santos como método catequético privilegiado para los analfabetos (Gregorio Magno, Carta 13, PL LXXVII, 1128).
Los testimonios primigenios sobre el culto a las imágenes del Señor proceden del siglo VII, acontecen en el marco de los debates teológicos de los concilios que se ocuparon de definir teológicamente la humanidad de Cristo. Recogiendo el debate teológico, el Concilio II de Nicea, en el año 787, aprobó el culto a las imágenes (DS 600-603). Ahora bien, como recalcó el Concilió, cuando se venera una imagen no se venera la materialidad de la representación, sino la realidad representada; cuando se veneras un crucfico, no se adora la materialidad de la madera como si tuviera fuerza salvífica, se adora lo que el crucifijo representa, la entrega redentora de Jesús en la cruz.
La Reforma protestante, atenta a la prohibición del AT (Éx 20,4), proscribió la legitimidad del culto a las imágenes. Respondiendo al desafío, la Reforma católica abordo la aparente contradicción que existe entre las disposiciones del AT la costumbre cristiana de venerar las imágenes del Señor, los santos, o las representaciones de escenas propias de la Escritura. Volvió a establecer, recogiendo el criterio del II Concilio de Nicea, que los gestos de veneración no se dirigen a la materialidad de la representación, sino a quienes están representados por las figuras (Concilio de Trento, año 1563, DS 1823). Como sentenció la Reforma católica, el empeño por creer que en las imágenes existe algún poder divino o alguna presencia de la divinidad constituye, como atestigua la Carta de Jeremías, una actitud propia de paganos, ajena a la espiritualidad cristiana. Los paganos orientan el culto hacia la materialidad del ídolo, mientras los cristianos dirigen la plegaria hacia la persona representada con los trazos de la imagen.
La religión israelita se caracterizó por el culto carente de imágenes (Éx 20,4; Dt 5,8-10); las representaciones que había en el templo (Éx 36,35-36), y más tarde en la sinagoga tenían un sentido decorativo. Durante los cinco primeros siglos, los cristianos continuaron la costumbre judía; por eso las representaciones de escenas bíblicas, o de la figura de Cristo y los santos que aparecen en las catacumbas tenían un sentido más bien instructivo y decorativo.
Sin embargo, algunos concilios locales y varios Santos padres rechazaron la elaboración de imágenes, aun en sentido decorativo (Epifanio, Carta LI, PL XXII, 526). La razón era obvia. Muchos cristianos eran conversos del paganismo, religión fastuosa en cuanto a las imágenes; por eso, pensaban los padres y los concilios, la presencia de imágenes puede favorecer que los cristianos las adoren, como habían hecho mientras eran paganos, creyendo que la imagen tiene por sí misma una fuerza capaz de auxiliar al adorador. Cuando los restos del paganismo antiguo comenzaron a desaparecer, comenzó a valorarse el aspecto catequético de las imágenes; algunos Santos Padres aconsejaban las representaciones bíblicas y las representaciones de los santos como método catequético privilegiado para los analfabetos (Gregorio Magno, Carta 13, PL LXXVII, 1128).
Los testimonios primigenios sobre el culto a las imágenes del Señor proceden del siglo VII, acontecen en el marco de los debates teológicos de los concilios que se ocuparon de definir teológicamente la humanidad de Cristo. Recogiendo el debate teológico, el Concilio II de Nicea, en el año 787, aprobó el culto a las imágenes (DS 600-603). Ahora bien, como recalcó el Concilió, cuando se venera una imagen no se venera la materialidad de la representación, sino la realidad representada; cuando se veneras un crucfico, no se adora la materialidad de la madera como si tuviera fuerza salvífica, se adora lo que el crucifijo representa, la entrega redentora de Jesús en la cruz.
La Reforma protestante, atenta a la prohibición del AT (Éx 20,4), proscribió la legitimidad del culto a las imágenes. Respondiendo al desafío, la Reforma católica abordo la aparente contradicción que existe entre las disposiciones del AT la costumbre cristiana de venerar las imágenes del Señor, los santos, o las representaciones de escenas propias de la Escritura. Volvió a establecer, recogiendo el criterio del II Concilio de Nicea, que los gestos de veneración no se dirigen a la materialidad de la representación, sino a quienes están representados por las figuras (Concilio de Trento, año 1563, DS 1823). Como sentenció la Reforma católica, el empeño por creer que en las imágenes existe algún poder divino o alguna presencia de la divinidad constituye, como atestigua la Carta de Jeremías, una actitud propia de paganos, ajena a la espiritualidad cristiana. Los paganos orientan el culto hacia la materialidad del ídolo, mientras los cristianos dirigen la plegaria hacia la persona representada con los trazos de la imagen.
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