Francesc Ramis Darder
La Escritura transmite
pocos datos sobre la personalidad de Isaías. A tenor de los datos bíblicos
deducimos que debió nacer hacia el año 760 a.C., durante el reinado de Ozías
(767-739 a.C.). Su padre se llamaba Amós (Is 1,1; 2,1). La Escritura alude a la
identidad de su esposa, la denomina la “profetisa” (Is 8,3); el texto señala
que el profeta tuvo al menos dos hijos, a los que impuso nombres simbólicos:
“Sear Yasub” y “Maher Salal Jas Baz” (Is 7,3; 8,1) La terminología precisa del
lenguaje del profeta permite intuir el bagaje propio de una cultura elevada, y
una relación profunda con los ambientes cultuales y aristocráticos de
Jerusalén. Tres elementos teológicos principales entretejen el mensaje del
profeta: la elección divina de Jerusalén, la elección de la dinastía de David,
y la exigencia de conversión.
1.2.1. La elección de Jerusalén
Como relata la
Escritura, el rey David hizo transportar el arca de la alianza a la ciudad que
había conquistado y que consideraba como su propiedad particular, Jerusalén
(2Sm 6). David percibió que mientras él vivía en un palacio el arca de Dios
moraba en una tienda, entonces intuyó la necesidad de construir un templo al
Señor (2Sm 7,2). Sin embargo Dios, por medio del profeta Natán, disuadió a
David de la construcción del templo; por eso la tarea de la edificación del
santuario quedó en manos del sucesor de David, Salomón (1Re 5,15-6,38).
Dijo el Señor a David
por medio de Natán: “El (Salomón) construirá una casa para mi Nombre y yo
(Dios) consolidaré el trono de su realeza para siempre” (2Sm 7,1-16.13; 1R
9,18). El término “casa” constituye una metáfora del “templo de Jerusalén”, y
la mención del “Nombre” se refiere a la “presencia divina”; pues, en algunas
fases de la historia, la mentalidad semita sustituyó el sustantivo “Dios” por
la palabra “Nombre”. En ese sentido, “construir una casa para mi Nombre”,
significa, edificar un santuario para Dios, es decir, un templo.
Salomón hizo construir
el templo de Jerusalén (1Re 5,15-8,66). Una vez acabado, el Señor dijo a
Salomón: “He escuchado la plegaria y la súplica que has pronunciado ante mí.
Consagro este templo que has construido para poner en él mi Nombre para
siempre; mis ojos y mi corazón estarán en él por siempre” (1Re 9,3).
El templo disponía de
una morada denominada “el Santo de los Santos”, donde se depositó el arca de la
alianza protegida bajo las alas de los querubines. El arca de la alianza era el
signo visible de la presencia de Dios (Nm 10,35; 1S 4,7; 1R 8,11), y
especialmente de la intervención divina a favor del pueblo (Nm 10,33-36). ¿Qué
contenía el Arca? La Escritura afirma que “en el arca no había más que las dos
tablas de piedra que Moisés depositó allí, en el Horeb; las tablas de la
alianza que Yahvé estableció con los israelitas cuando salieron de la tierra de
Egipto” (1Re 8,7-9). Tras la colocación del arca en el Santo de los Santos,
Salomón, dirigiéndose a Yahvé, dijo: “He querido erigirte una morada
principesca, un lugar donde habites para siempre” (1Re 8,13).
Desde la perspectiva
teológica, la presencia del arca en el templo confería sacralidad al recinto;
y, a su vez, la solemnidad del templo irradiaba en Jerusalén la presencia del
Señor. Jerusalén se denomina también la Ciudad Santa, porque la presencia del
arca en el espacio más sagrado del templo difundía en la urbe la santidad divina.
David conquistó
Jerusalén por razones políticas. La ciudad pertenecía a los jebuseos (una de
las tribus cananeas que habitaban el país antes de la conquista israelita),
David la tomó para convertirla en la capital de su reino (2Sm 5,6-12). No
obstante, la Escritura realiza una lectura teológica de la hazaña de David;
pues afirma sin ambages que el mismo Señor quien eligió Jerusalén. Dice el
Deuteronomio: “Respecto de Yahvé vuestro Dios [...] sólo iréis a buscarlo al
lugar elegido por Yahvé vuestro Dios, de entre todas la tribus, para poner allí
su Nombre […]. Allí llevaréis vuestros sacrificios de comunión” (Dt 12,5-6). A
tenor del relato teológico presente en la Escritura, la elección del Jerusalén
y la construcción del templo sigue el proceso siguiente: el Señor elige el
lugar de su morada (Dt 12,5-6), más tarde David lo conquista (2Sm 5,6-12); y,
finalmente, Salomón erige un templo como estancia del Señor (1Re 9,13) que
convierte Jerusalén en la Ciudad Santa.
La voz profética de
Isaías confiesa la presencia perpetua del Señor en Jerusalén. El profeta
certifica que el Señor nunca abandonará la Ciudad Santa (Is 31,5). Cuando
Rasín, rey de Siria, y Pécaj, rey de Israel, intentaron conquistar Jerusalén;
el profeta anunció el fracaso de la intentona, dijo: “Eso no pasará, no será
así” (Is 7,7). Más tarde, en torno al año 701 a.C., cuando Senaquerib, rey de
Asiria, asedió Jerusalén, Isaías exclamó: “Por eso así dice Yahvé respecto del
rey de Asiria: ‘No entrará en esta ciudad, no lanzará flechas contra ella [...]
volverá por la ruta que ha traído, no entrará en esta ciudad” (Is 37,33-34). La
salvación de Jerusalén radica en la protección que el Señor le confiere: “Yo
protegeré esta ciudad para salvarla, por quien soy yo y por mi siervo David”
(Os 37,35). El mensaje de Isaías trasluce la confianza cierta de que el Señor
ha establecido su morada eterna en la Cuidad Santa.
1.2.2.La elección de la dinastía de David
Como recalca la
Escritura, Samuel ungió a Saúl como primer rey de Israel (1Sm 10,1). No
obstante, Saúl disgustó a Samuel (1Sm 13,7b-15); y, más tarde, el Señor también
le rechazó (1Sm 15). Según narra la Escritura, en vida de Saúl, el Señor eligió
a David como rey, y el profeta Samuel le confirió la unción (1Sm 16,1-13).
Después David entró al servicio de Saúl y realizó grandes proezas (1Sm
18,6-15). Tras la muerte de Saúl en la batalla de Gelboé (1Sm 31), David se
convirtió en rey de Judá y gobernó el reino desde la ciudad de Hebrón (2Sm
2,1-7). Más tarde fue ungido, también en Hebrón, rey de Israel (2Sm 5,1-5). De
ese modo David se convirtió en soberano de dos reinos: Judá, al sur, e Israel,
al norte. Como decíamos en el apartado anterior, David conquistó Jerusalén
convirtiéndola en la capital de sus estados (2Sm 5,6-12). El monarca trasladó
el arca a Jerusalén y decidió edificar un templo al Señor, pero el profeta
Natán, inspirado por Dios, le disuadió de comenzar la construcción del
santuario (2Sm 7,5-7).
El Señor rechazó la
edificación de un templo, pero dijo a David por medio de Natán: “Yahvé te
anuncia que Yahvé te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y
te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá
de tus entrañas, y consolidaré el trono de tu realeza para siempre [...] tu
casa y tu reino permanecerán para siempre ante ti; tu trono estará firme,
eternamente” (2Sm 7,11-13.16).
Como subraya la
Escritura, la promesa anunciada por el Señor a David se confirma en la persona
de Salomón. El rey Salomón construyó un templo espléndido y lo consagró
solemnemente (1Re 8,1-66). Tras bendecir el templo, Salomón dirigió su plegaria
al Señor y dijo: “Ahora, pues, Yahvé, Dios de Israel, mantén a tu siervo David,
mi padre, la promesa que le hiciste diciendo: Nunca te faltará uno de los tuyos
en mi presencia que se siente en el trono de Israel, siempre que tus hijos
guarden su camino, procediendo ante mí como tu has procedido” (1Re 8,25). El
Señor respondió a Salomón diciéndole: “Afianzaré el trono de tu realeza sobre
Israel para siempre, como prometí a David tu padre: No te habrá de faltar
alguno de los tuyos, que se siente sobre el trono de Israel. Pero si vosotros y
vuestros hijos [...] no guardáis los mandamientos y decretos que os he dado
[...] arrancaré Israel de la superficie de la tierra [...] retiraré de mi
presencia el templo que he consagrado a mi Nombre, e Israel se convertirá en
ejemplo y escarnio entre todos los pueblos” (1Re 9,5-6).
Isaías defiende la
solvencia y la inviolabilidad de la dinastía de David, pues la entereza de la
Casa de David procede de la elección divina (2Sm 7,11-12.16). Cuando Ajaz y
Ezequías sufrieron el oprobio de la invasión asiria, el profeta invitó a Ajaz
(Is 7,1-9) y Ezequías (Is 37,9b-35) a depositar su confianza en el Señor. El
motivo de la confianza, como especifica la Escritura, estriba en que el Señor
nunca abandonará la alianza trabada con su siervo David: “Yo protegeré esta
ciudad para salvarla, por quien soy yo y por mi siervo David” (Is 37,35).
1.2.3. La exigencia de conversión
La elección de Jerusalén
como morada santa y la permanencia del linaje de David en el trono, no son
incondicionales. Salomón tras bendecir el templo dirige su plegaria al Señor en
los términos siguientes: “Yahvé, Dios de Israel, [...] mantén a tu siervo
David, mi padre, la promesa que le hiciste diciendo: Nunca te faltará uno de
los tuyos en mi presencia que se siente en el trono de Israel, siempre que tus
hijos guarden su camino, procediendo ante mí como tu has procedido” (1Re 8,23-25).
La elección de Jerusalén
y la permanencia de la dinastía de David están condicionadas al cumplimiento de
los preceptos divinos por parte del rey y del pueblo. Por esa razón, Isaías
arremete con dureza contra la nación y el monarca cuando desobedecen los
mandamientos del Señor. El profeta exige el cumplimiento radical de la voluntad
de Dios. Ahora bien, la actitud de Isaías no procede del voluntarismo. La
actitud de Isaías se origina en la respuesta del profeta a la llamada de Dios.
La vida de Isaías es la respuesta entregada de un hombre a la llamada exigente
del Señor.
Según narra la
Escritura, Isaías fue llamado por Dios al ministerio profético en el mismo año
de la muerte del rey Ozías (Is 6,1). El Señor contemplaba con tristeza el mal
comportamiento de la nación y el despotismo de sus gobernantes (Is 3,1-15), y
deseaba enviar un mensajero que exigiera la conversión del pueblo pecador.
Isaías, en el templo, escuchó la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré?”
(Is 6,9). Isaías respondió al Señor con decisión: “¡Aquí estoy yo, envíame! (Is
6,8). En el momento de la vocación en el templo, Dios regala al profeta la
experiencia que le permite descubrir la santidad divina, y también le revela la
hondura del pecado de la nación elegida. Desde el momento de su vocación,
Isaías se convirtió en la voz exigente del Señor en medio de su pueblo.
El profeta, en nombre
de Dios, condenó la injusticia (Is 10,1-4) y desenmascaró la falsedad de un
culto sin compromiso con la transformación positiva de la sociedad (Is
1,14-17). Auguró que la injusticia y la idolatría provocarían la destrucción
del país (Is 5,26-30). Exigió la conversión al pueblo descarriado (Is 1,18-20),
pero también anunció, a modo de contrapunto, la salvación de la nación
convertida (Is 4,2-6).
La predicación de Isaías
no se limitó a los discursos. Su vida personal corroboró la fuerza de su
predicación. El profeta contrajo matrimonio y denominó a su esposa “la
profetisa” (Is 8,3). De ese matrimonio nacieron al menos dos hijos a quienes
Isaías puso, como hemos mencionado, nombres simbólicos: “Sear Yasub”, que
significa “un resto volverá” (Is 7,3); y “Maher-Salal-Jas-Baz” que equivale a
“pronto el saqueo, rápido el botín” (Is 8,3-4). ¿Por qué Isaías impone a sus
hijos nombres tan extraños?
El rey Ajaz gobernaba
Judá cuando sufrió la amenaza del rey de Siria, Rasín, y del rey de Israel,
Pécaj. Antes de que tuviera lugar un enfrentamiento sangriento, Isaías se
entrevistó con Ajaz. El profeta desaconsejó a Ajaz cualquier conflicto con los
invasores, y conminó el rey judaíta a depositar toda la confianza en Dios.
Isaías acudió a entrevistarse con el rey en compañía de su hijo Sear Yasub. La
presencia del hijo denota un profundo contenido simbólico. Como decíamos antes,
las palabras Sear Yasub significan “un resto volverá”. El profeta, mediante el
nombre de su hijo, indica al rey que por compleja que sea la contienda bélica,
la ayuda divina será más eficaz que el ataque invasor; pase lo que pase siempre
sobrevivirá “un resto” del pueblo judío entre los muros de Sión (Is 8,6-9).
Sin embargo, Ajaz no
hizo caso del consejo de Isaías y solicitó la ayuda de Asiria. La gran potencia
libró a Ajaz de la amenaza de Pécaj y Rasín, pero sometió al monarca judaíta al
más duro tributo. Isaías comprendió que el impuesto se convertiría en una carga
insoportable para la nación, e intuyó que cuando el pueblo no pudiera pagar,
los asirios intervendrían militarmente contra Judá. Isaías no iba desencaminado
en su pronóstico. El sucesor de Ajaz, Ezequías, sufrió la invasión del
emperador asirio Senaquerib (701 a.C.). La invasión asiria devastó Judá.
Isaías preveía que la
sumisión ante Asiria tendría consecuencias funestas para Judá; y, por eso,
llamó a otro hijo con el extraño nombre de Maher-Salal-Jas-Baz: “pronto el
saqueo, rápido el botín”. Isaías intuía la rapidez con que las garras de Asiria
se cebarían sobre Judá, y lo anunció imponiendo a un hijo suyo un nombre
metafórico.
No podemos decir nada
más de la vida del profeta, su muerte debió acaecer después del año 701 a.C.,
tras el intento fracasado de Senaquerib, cuando intentó tomar Jerusalén (Is
36-37). Ante la invasión de Senaquerib, Isaías intentó convencer al rey y al
pueblo; el profeta no se dejó abatir por las contrariedades ni por las fieras
amenazas del invasor. La palabra apasionada de Isaías se convirtió en la voz
del Señor que defendía a los oprimidos, huérfanos y viudas (Is 1,17) y protegía
al pueblo explotado por los gobernantes inicuos (Is 3,12-15).
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