lunes, 27 de octubre de 2014

SEMBLANZA DEL PROFETA ISAÍAS. Libro de Isaías: Primera parte



                                                                                Francesc Ramis Darder


      La Escritura transmite pocos datos sobre la personalidad de Isaías. A tenor de los datos bíblicos deducimos que debió nacer hacia el año 760 a.C., durante el reinado de Ozías (767-739 a.C.). Su padre se llamaba Amós (Is 1,1; 2,1). La Escritura alude a la identidad de su esposa, la denomina la “profetisa” (Is 8,3); el texto señala que el profeta tuvo al menos dos hijos, a los que impuso nombres simbólicos: “Sear Yasub” y “Maher Salal Jas Baz” (Is 7,3; 8,1) La terminología precisa del lenguaje del profeta permite intuir el bagaje propio de una cultura elevada, y una relación profunda con los ambientes cultuales y aristocráticos de Jerusalén. Tres elementos teológicos principales entretejen el mensaje del profeta: la elección divina de Jerusalén, la elección de la dinastía de David, y la exigencia de conversión.


1.2.1. La elección de Jerusalén

    Como relata la Escritura, el rey David hizo transportar el arca de la alianza a la ciudad que había conquistado y que consideraba como su propiedad particular, Jerusalén (2Sm 6). David percibió que mientras él vivía en un palacio el arca de Dios moraba en una tienda, entonces intuyó la necesidad de construir un templo al Señor (2Sm 7,2). Sin embargo Dios, por medio del profeta Natán, disuadió a David de la construcción del templo; por eso la tarea de la edificación del santuario quedó en manos del sucesor de David, Salomón (1Re 5,15-6,38).

     Dijo el Señor a David por medio de Natán: “El (Salomón) construirá una casa para mi Nombre y yo (Dios) consolidaré el trono de su realeza para siempre” (2Sm 7,1-16.13; 1R 9,18). El término “casa” constituye una metáfora del “templo de Jerusalén”, y la mención del “Nombre” se refiere a la “presencia divina”; pues, en algunas fases de la historia, la mentalidad semita sustituyó el sustantivo “Dios” por la palabra “Nombre”. En ese sentido, “construir una casa para mi Nombre”, significa, edificar un santuario para Dios, es decir, un templo.

     Salomón hizo construir el templo de Jerusalén (1Re 5,15-8,66). Una vez acabado, el Señor dijo a Salomón: “He escuchado la plegaria y la súplica que has pronunciado ante mí. Consagro este templo que has construido para poner en él mi Nombre para siempre; mis ojos y mi corazón estarán en él por siempre” (1Re 9,3).

     El templo disponía de una morada denominada “el Santo de los Santos”, donde se depositó el arca de la alianza protegida bajo las alas de los querubines. El arca de la alianza era el signo visible de la presencia de Dios (Nm 10,35; 1S 4,7; 1R 8,11), y especialmente de la intervención divina a favor del pueblo (Nm 10,33-36). ¿Qué contenía el Arca? La Escritura afirma que “en el arca no había más que las dos tablas de piedra que Moisés depositó allí, en el Horeb; las tablas de la alianza que Yahvé estableció con los israelitas cuando salieron de la tierra de Egipto” (1Re 8,7-9). Tras la colocación del arca en el Santo de los Santos, Salomón, dirigiéndose a Yahvé, dijo: “He querido erigirte una morada principesca, un lugar donde habites para siempre” (1Re 8,13).

     Desde la perspectiva teológica, la presencia del arca en el templo confería sacralidad al recinto; y, a su vez, la solemnidad del templo irradiaba en Jerusalén la presencia del Señor. Jerusalén se denomina también la Ciudad Santa, porque la presencia del arca en el espacio más sagrado del templo difundía en la urbe la santidad divina.

    David conquistó Jerusalén por razones políticas. La ciudad pertenecía a los jebuseos (una de las tribus cananeas que habitaban el país antes de la conquista israelita), David la tomó para convertirla en la capital de su reino (2Sm 5,6-12). No obstante, la Escritura realiza una lectura teológica de la hazaña de David; pues afirma sin ambages que el mismo Señor quien eligió Jerusalén. Dice el Deuteronomio: “Respecto de Yahvé vuestro Dios [...] sólo iréis a buscarlo al lugar elegido por Yahvé vuestro Dios, de entre todas la tribus, para poner allí su Nombre […]. Allí llevaréis vuestros sacrificios de comunión” (Dt 12,5-6). A tenor del relato teológico presente en la Escritura, la elección del Jerusalén y la construcción del templo sigue el proceso siguiente: el Señor elige el lugar de su morada (Dt 12,5-6), más tarde David lo conquista (2Sm 5,6-12); y, finalmente, Salomón erige un templo como estancia del Señor (1Re 9,13) que convierte Jerusalén en la Ciudad Santa.

    La voz profética de Isaías confiesa la presencia perpetua del Señor en Jerusalén. El profeta certifica que el Señor nunca abandonará la Ciudad Santa (Is 31,5). Cuando Rasín, rey de Siria, y Pécaj, rey de Israel, intentaron conquistar Jerusalén; el profeta anunció el fracaso de la intentona, dijo: “Eso no pasará, no será así” (Is 7,7). Más tarde, en torno al año 701 a.C., cuando Senaquerib, rey de Asiria, asedió Jerusalén, Isaías exclamó: “Por eso así dice Yahvé respecto del rey de Asiria: ‘No entrará en esta ciudad, no lanzará flechas contra ella [...] volverá por la ruta que ha traído, no entrará en esta ciudad” (Is 37,33-34). La salvación de Jerusalén radica en la protección que el Señor le confiere: “Yo protegeré esta ciudad para salvarla, por quien soy yo y por mi siervo David” (Os 37,35). El mensaje de Isaías trasluce la confianza cierta de que el Señor ha establecido su morada eterna en la Cuidad Santa.


1.2.2.La elección de la dinastía de David

    Como recalca la Escritura, Samuel ungió a Saúl como primer rey de Israel (1Sm 10,1). No obstante, Saúl disgustó a Samuel (1Sm 13,7b-15); y, más tarde, el Señor también le rechazó (1Sm 15). Según narra la Escritura, en vida de Saúl, el Señor eligió a David como rey, y el profeta Samuel le confirió la unción (1Sm 16,1-13). Después David entró al servicio de Saúl y realizó grandes proezas (1Sm 18,6-15). Tras la muerte de Saúl en la batalla de Gelboé (1Sm 31), David se convirtió en rey de Judá y gobernó el reino desde la ciudad de Hebrón (2Sm 2,1-7). Más tarde fue ungido, también en Hebrón, rey de Israel (2Sm 5,1-5). De ese modo David se convirtió en soberano de dos reinos: Judá, al sur, e Israel, al norte. Como decíamos en el apartado anterior, David conquistó Jerusalén convirtiéndola en la capital de sus estados (2Sm 5,6-12). El monarca trasladó el arca a Jerusalén y decidió edificar un templo al Señor, pero el profeta Natán, inspirado por Dios, le disuadió de comenzar la construcción del santuario (2Sm 7,5-7).

    El Señor rechazó la edificación de un templo, pero dijo a David por medio de Natán: “Yahvé te anuncia que Yahvé te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de tu realeza para siempre [...] tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante ti; tu trono estará firme, eternamente” (2Sm 7,11-13.16).

    Como subraya la Escritura, la promesa anunciada por el Señor a David se confirma en la persona de Salomón. El rey Salomón construyó un templo espléndido y lo consagró solemnemente (1Re 8,1-66). Tras bendecir el templo, Salomón dirigió su plegaria al Señor y dijo: “Ahora, pues, Yahvé, Dios de Israel, mantén a tu siervo David, mi padre, la promesa que le hiciste diciendo: Nunca te faltará uno de los tuyos en mi presencia que se siente en el trono de Israel, siempre que tus hijos guarden su camino, procediendo ante mí como tu has procedido” (1Re 8,25). El Señor respondió a Salomón diciéndole: “Afianzaré el trono de tu realeza sobre Israel para siempre, como prometí a David tu padre: No te habrá de faltar alguno de los tuyos, que se siente sobre el trono de Israel. Pero si vosotros y vuestros hijos [...] no guardáis los mandamientos y decretos que os he dado [...] arrancaré Israel de la superficie de la tierra [...] retiraré de mi presencia el templo que he consagrado a mi Nombre, e Israel se convertirá en ejemplo y escarnio entre todos los pueblos” (1Re 9,5-6).

    Isaías defiende la solvencia y la inviolabilidad de la dinastía de David, pues la entereza de la Casa de David procede de la elección divina (2Sm 7,11-12.16). Cuando Ajaz y Ezequías sufrieron el oprobio de la invasión asiria, el profeta invitó a Ajaz (Is 7,1-9) y Ezequías (Is 37,9b-35) a depositar su confianza en el Señor. El motivo de la confianza, como especifica la Escritura, estriba en que el Señor nunca abandonará la alianza trabada con su siervo David: “Yo protegeré esta ciudad para salvarla, por quien soy yo y por mi siervo David” (Is 37,35).


1.2.3. La exigencia de conversión

    La elección de Jerusalén como morada santa y la permanencia del linaje de David en el trono, no son incondicionales. Salomón tras bendecir el templo dirige su plegaria al Señor en los términos siguientes: “Yahvé, Dios de Israel, [...] mantén a tu siervo David, mi padre, la promesa que le hiciste diciendo: Nunca te faltará uno de los tuyos en mi presencia que se siente en el trono de Israel, siempre que tus hijos guarden su camino, procediendo ante mí como tu has procedido” (1Re 8,23-25).

    La elección de Jerusalén y la permanencia de la dinastía de David están condicionadas al cumplimiento de los preceptos divinos por parte del rey y del pueblo. Por esa razón, Isaías arremete con dureza contra la nación y el monarca cuando desobedecen los mandamientos del Señor. El profeta exige el cumplimiento radical de la voluntad de Dios. Ahora bien, la actitud de Isaías no procede del voluntarismo. La actitud de Isaías se origina en la respuesta del profeta a la llamada de Dios. La vida de Isaías es la respuesta entregada de un hombre a la llamada exigente del Señor.

    Según narra la Escritura, Isaías fue llamado por Dios al ministerio profético en el mismo año de la muerte del rey Ozías (Is 6,1). El Señor contemplaba con tristeza el mal comportamiento de la nación y el despotismo de sus gobernantes (Is 3,1-15), y deseaba enviar un mensajero que exigiera la conversión del pueblo pecador. Isaías, en el templo, escuchó la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré?” (Is 6,9). Isaías respondió al Señor con decisión: “¡Aquí estoy yo, envíame! (Is 6,8). En el momento de la vocación en el templo, Dios regala al profeta la experiencia que le permite descubrir la santidad divina, y también le revela la hondura del pecado de la nación elegida. Desde el momento de su vocación, Isaías se convirtió en la voz exigente del Señor en medio de su pueblo.

     El profeta, en nombre de Dios, condenó la injusticia (Is 10,1-4) y desenmascaró la falsedad de un culto sin compromiso con la transformación positiva de la sociedad (Is 1,14-17). Auguró que la injusticia y la idolatría provocarían la destrucción del país (Is 5,26-30). Exigió la conversión al pueblo descarriado (Is 1,18-20), pero también anunció, a modo de contrapunto, la salvación de la nación convertida (Is 4,2-6).

    La predicación de Isaías no se limitó a los discursos. Su vida personal corroboró la fuerza de su predicación. El profeta contrajo matrimonio y denominó a su esposa “la profetisa” (Is 8,3). De ese matrimonio nacieron al menos dos hijos a quienes Isaías puso, como hemos mencionado, nombres simbólicos: “Sear Yasub”, que significa “un resto volverá” (Is 7,3); y “Maher-Salal-Jas-Baz” que equivale a “pronto el saqueo, rápido el botín” (Is 8,3-4). ¿Por qué Isaías impone a sus hijos nombres tan extraños?

    El rey Ajaz gobernaba Judá cuando sufrió la amenaza del rey de Siria, Rasín, y del rey de Israel, Pécaj. Antes de que tuviera lugar un enfrentamiento sangriento, Isaías se entrevistó con Ajaz. El profeta desaconsejó a Ajaz cualquier conflicto con los invasores, y conminó el rey judaíta a depositar toda la confianza en Dios. Isaías acudió a entrevistarse con el rey en compañía de su hijo Sear Yasub. La presencia del hijo denota un profundo contenido simbólico. Como decíamos antes, las palabras Sear Yasub significan “un resto volverá”. El profeta, mediante el nombre de su hijo, indica al rey que por compleja que sea la contienda bélica, la ayuda divina será más eficaz que el ataque invasor; pase lo que pase siempre sobrevivirá “un resto” del pueblo judío entre los muros de Sión (Is 8,6-9).

    Sin embargo, Ajaz no hizo caso del consejo de Isaías y solicitó la ayuda de Asiria. La gran potencia libró a Ajaz de la amenaza de Pécaj y Rasín, pero sometió al monarca judaíta al más duro tributo. Isaías comprendió que el impuesto se convertiría en una carga insoportable para la nación, e intuyó que cuando el pueblo no pudiera pagar, los asirios intervendrían militarmente contra Judá. Isaías no iba desencaminado en su pronóstico. El sucesor de Ajaz, Ezequías, sufrió la invasión del emperador asirio Senaquerib (701 a.C.). La invasión asiria devastó Judá.

    Isaías preveía que la sumisión ante Asiria tendría consecuencias funestas para Judá; y, por eso, llamó a otro hijo con el extraño nombre de Maher-Salal-Jas-Baz: “pronto el saqueo, rápido el botín”. Isaías intuía la rapidez con que las garras de Asiria se cebarían sobre Judá, y lo anunció imponiendo a un hijo suyo un nombre metafórico. 


     No podemos decir nada más de la vida del profeta, su muerte debió acaecer después del año 701 a.C., tras el intento fracasado de Senaquerib, cuando intentó tomar Jerusalén (Is 36-37). Ante la invasión de Senaquerib, Isaías intentó convencer al rey y al pueblo; el profeta no se dejó abatir por las contrariedades ni por las fieras amenazas del invasor. La palabra apasionada de Isaías se convirtió en la voz del Señor que defendía a los oprimidos, huérfanos y viudas (Is 1,17) y protegía al pueblo explotado por los gobernantes inicuos (Is 3,12-15).

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