Francesc Ramis Darder
El proceso de redacción del libro de Isaías
fue largo y complejo; ahora bien, a nuestro entender vio la luz definitiva
entre las manos de un grupo erudito, a mediados de la primera parte del período
helenístico, en Jerusalén (siglo III a.C.). La profecía hunde sus raíces en la
vida y en la predicación del mismo profeta. El texto isaiano sitúa cronológica
y geográficamente el marco del ministerio de Isaías en Judá y Jerusalén (Is
1,1; 2,1), durante el reinado de Ozías, Jotán, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá
(Is 1,1); en definitiva, la predicación de profeta, como expusimos en el
apartado anterior, aconteció en el Reino del sur durante la segunda mitad del
siglo VIII a.C.
Las
palabras proclamadas por Isaías fueron recogidas, transmitidas y ampliadas por
sus discípulos para aplicarlas, a modo de relectura, a las nuevas situaciones
con que debían enfrentarse los judaítas tras la muerte del profeta. Los
discípulos aplicaron, tal vez crípticamente, las invectivas del Vocero de Dios
para denunciar la corrupción política y religiosa que ensombreció Judá durante
el reinado de Manasés y Amón (2Re 21) (687-640 a.C.). No cabe duda de que el
círculo profético, evocando la memoria de Isaías, interpretó los avatares de la
reforma de Josías (640-609 a.C.); y, con toda certeza, analizó teológicamente
los sucesos luctuosos que tiñeron de sangre Judá y Jerusalén durante la
agresión babilónica y las deportaciones sucesivas (597.587.582 a.C.).
Hacia la mitad del
destierro babilónico (561/0 a.C.), resonó entre los deportados la voz de un
personaje anónimo, el Profeta del Consuelo. El hombre de Dios, buen conocedor
del mensaje de Isaías trasmitido por sus discípulos, proclamó palabras de
esperanza entre los judaítas sometidos a la cierna del exilio. La predicación
del Profeta del Consuelo, amplia y profunda, reposa sobre dos cuestiones
capitales. Por una parte, desde la perspectiva teológica, el profeta supo
discernir en el hondón de los acontecimientos que propiciaron la ascensión de
Ciro y la caída de Babilonia, la actuación liberadora de Dios a favor de su
pueblo; según la opinión del profeta, ambos sucesos no proceden de la
casualidad, nacen del designio de Yahvé, el exclusivo señor de la Historia (Is
41,21-29; 43,11; 48,12-15). Por otra, el heraldo divino (o sus discípulos)
acuñó un vocablo teológico decisivo, la palabra “creación (br’)”. Los
discípulos recogerán la predicación del Maestro y comenzarán a redactar, en
Jerusalén y tras el regreso del exilio, el denominado “Segundo Isaías” (Is
40-55).
La teología de Is 40-55,
eco postrero de la voz del Profeta del Consuelo, entiende el proceso de
la creación (br’) como la relación nueva que Dios establece con su
criatura, gracias a la cual la criatura percibe su identidad de un modo
distinto, pues la contempla desde la relación nueva que el Creador ha establecido
con ella; es decir, el pueblo hebreo, deja de concebir su historia como si
fuera fruto del azar o del capricho de los ídolos, para entenderla desde la
grandeza de Dios, exclusivo señor de la Historia, que elije a su pueblo durante
el oprobio del exilio. Durante
los últimos años del destierro se fue conformando, lentamente, una pequeña
comunidad convocada por la palabra del Profeta del Consuelo. Como relata la
Escritura, cuando Ciro el Grande conquistó Babilonia (539 a.C.), proclamó un
decreto por el que los judíos deportados podían volver a Sión (Esd 1,1-4); aún
así, conviene precisar que a tenor de los datos históricos, el retorno de los
judíos sólo tuvo lugar de forma significativa durante los primeros años del
reinado de Darío I (521-486 a.C.). Zorobabel, pretendiente legítimo del trono
de David, y Josué, sumo sacerdote, regresaron a Jerusalén en compañía de un
conjunto significativo de judíos.
La entereza de los
deportados que volvieron a pisar los umbrales de Jerusalén, ilusionados por la
reconstrucción del antiguo reino sobre los parámetros teológicos elaborados en
el exilio, se precipitó en el abismo del sinsentido tras la muerte de
Zorobabel, el monarca legítimo que debía sentarse en el trono de Sión. La
muerte de Zorobabel determinó la desaparición de la dinastía de David. A partir
de entonces los persas asumieron plenamente el control de la región, sólo
concedieron a los judíos cierta jurisdicción sobre las cuestiones inherentes a
la celebración del culto en el recinto del templo y sobre la interpretación de
las cuestiones más específicas de la religión judía; Josué y sus sucesores
asumieron, bajo la aquiescencia aquémida, el control de la cuestión religiosa.
Los persas convirtieron el territorio del extinto reino de Judá en la provincia
de Yehud, integrada en la satrapía de Transeufratina. Sin embargo, la desgracia
no consiguió mermar la entereza de quienes habían vuelto del destierro; quienes
habían regresado de Babilonia, unidos a quienes habían permanecido en Judá y
habían abandonado la senda errada de la idolatría, conformaron una comunidad
religiosa reunida al abrigo del templo de Sión.
A lo largo del período
persa (538.522-331 a.C.), los discípulos del Profeta del Consuelo fueron dando
forma literaria a la predicación del Maestro del exilio; ahora bien, también
fueron aplicando el contenido de la reflexión a la condición social y a la
situación teológica por la discurría la vida de la comunidad creyente reunida
al amparo del templo. La reflexión de los discípulos del Profeta del Consuelo
fue conformando, en relación con la asamblea convocada junto al templo, el
entramado del Segundo Isaías (Is 40-55); cabe pensar que el texto alcanzara su
forma, casi definitiva, entre los últimos lustros del período persa y los
primeros del helenístico, entre los muros de Sión.
Adoptando una
perspectiva pedagógica, podríamos afirmar que durante la segunda mitad del
período persa y la primera del helenístico (398-198 a.C.), la teología isaiana
había adquirido un desarrollo amplio y complejo. La predicación del profeta
Isaías (siglo VIII a.C.) fue desarrollada y aplicada por sus herederos a la
situación social y religiosa de Judá. Más tarde, durante el exilio, el Profeta
del Consuelo, reinterpretó y adaptó el mensaje isainao a las condiciones
adversas del destierro (siglo VI a.C.); una vez en Jerusalén, los discípulos
del Vocero de Dios adaptaron el mensaje de su mentor a las nuevas condiciones
en que se encontraba la comunidad, asentada en Yehud. La segunda etapa del
período persa y la primera del helenístico contemplaron como la comunidad
asentada en Jerusalén continuaba desarrollando la teología isaiana; a medida
que el helenismo ganaba terreno, la comunidad judía vio como emergía desde su
propio seno otra corriente teológica relevante, la apocalíptica. Sin duda, el
alba de la apocalíptica (250-225 a.C.) empujó quines estaban imbuidos por la
espiritualidad isaiana, a reflexionar sobre la situación social y teológica de
Yehud (Is 24-27); después, aún afloraron meditaciones y glosas que enriquecieron
al patrimonio del la comunidad leal, asociada al espíritu isainano.
Podríamos decir que los
herederos de la profecía isaiana, fueron confeccionando un proyecto teológico
que aspiraba a conseguir tres objetivos complementarios. En primer lugar,
deseaban ahondar, desde la óptica teológica, en el corazón de la identidad
judía; en segundo término, aspiraban a confeccionar un proyecto de conversión
con que poder insertar a los judíos, sojuzgados por las zarpas idolátricas, en
el regazo de la comunidad reunida al amparo del templo de Sión; y, en último
término, se planteaban la forma de atraer a las naciones a la adoración de
Yahvé, el único Señor de la historia, en la cima del Monte Santo.
A mediados del siglo III
a.C., durante la primera mitad de la etapa helenística (331-198 a.C.), algún
autor, miembro erudito de quienes estaban adheridos a la espiritualidad
isaiana, emprendió en Jerusalén la tarea de componer de forma definitiva el
libro, magno y denso, de Isaías (Is 1-66). El redactor releyó y retocó en
profundidad la reflexión iniciada por los discípulos del Gran Isaías (siglo
VIII a.C.). Sin duda, también matizó y reinterpretó algunos aspectos teológicos
de la obra entretejida por los discípulos del Profeta del Consuelo; y,
evidentemente, consideró la reflexión, plural y honda, de los herederos del
Maestro que moraban en Sión, durante el ecuador de la primera etapa del período
helenista. Debemos recordar, a pesar de la evidencia, que la redacción del
libro de Isaías tuvo lugar en relación intertextual con los demás libros del
Antiguo Testamento hebreo.
El redactor no se limitó
a aunar los textos que había reunido y trabajado; una vez reelaborados en
profundidad, les confirió el sentido argumental y les dotó del arte literario
que destila la obra isaiana. El libro de Isaías, como hemos insinuado, ofrece
un proyecto de conversión dirigido al pueblo idólatra para que encauce su vida
por la acequia de la alianza, es decir, para que pueda insertarse en la
asamblea constituida por la comunidad fiel al Señor, reunida al cobijo del
templo, a la vez que invita a las naciones, admiradas por la fidelidad
religiosa de la comunidad remida, a dirigirse a Jerusalén para adorar a Yahvé,
el único señor de la Historia, sobre la cima del Monte Santo.
El planteamiento global del libro de Isaías
presenta un proceso teológico profundo: muestra cómo el pueblo hebreo,
caracterizado al principio por un culto que Dios no soporta (Is 1,10-20), llega
a convertirse, con el auxilio divino (Is 43,1-7), en el pueblo transformado que
revela ante las naciones paganas la gloria de Dios (Is 66,7-14) para atraerlas
a la cumbre del Monte Santo, metáfora del santuario de Sión, para postrarse
ante Yahvé, el único dueño de la Historia (Is 66,18-23). A través de la
profecía isaiana, la comunidad fiel al Señor, invita a todos los israelitas a
introducirse en la senda de la conversión; les incita a insertarse de nuevo en
la alianza eterna que el Señor trabó con su pueblo para que pudiera gozar de la
bendición divina y fuera capaz de reunir a todas las naciones en Sión para la
alabanza de Yahvé.
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