Francesc Ramis Darder
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El libro de los Jueces
abre sus páginas con unas consideraciones generales sobre el establecimiento de
los israelitas en el País de Canaán (Jc 1,1-3,6), después se adentra en la
epopeya particular de casa juez (Jc 3,7-16,31), y concluye delineando la
confusión que la ausencia de un rey para regir el país provocaba en Israel (Jc
17-21).
A nuestro entender, el libro persigue dos
objetivos complementarios. En primer lugar, subraya que la fidelidad a los
preceptos de la Ley propicia el bienestar del pueblo, mientras la desobediencia
precipita la comunidad en la desgracia; el bienestar palpita bajo el buen
gobierno del juez, y la desgracia bajo la tiranía de un déspota extranjero. En
segundo término, la obra describe la turbulencia política de la época de los
jueces para urgir, de ese modo, la instauración de la monarquía, el sistema
político que, según sentencia el redactor del libro, conferirá solidez al a
comunidad israelita.
Ateniéndonos a la segunda sección del libro
de los Jueces (Jc 3,7-16,31), apreciamos como el relato señala el papel de los
doce jueces que liberaron Israel del yugo extranjero. Según la extensión con
que el libro cuenta la historia de cada personaje, la tradición los conoce como
mayores o menores. Jueces mayores: Otniel, Ehúd, Débora-Barac, Gedeón, Jefté y
Sansón. Jueces menores: Sangar, Tolá, Yaír, Ibsán, Elón y Abdón. A tenor de la
información, Débora es un juez mayor, es la única mujer juez, y desempeña su
tarea en colaboración con un varón, Barac. Adentrémonos en el relato que
describe las gestas de Débora.
Como señala la narración, tras la muerte
del juez Ehúd, los israelitas ofendieron de nuevo al Señor con su conducta, y
el Señor los entregó en poder de Yabín, rey cananeo de Jasor; el jefe del
ejército de Yabín era Sísara que residía en Jaróset Goim. Los israelitas clamaron
al Señor, porque Yabín, que tenía novecientos carros de guerra, llevaba
oprimiéndolos veinte años.
Débora, una profetisa, mujer de Lepidot,
era juez de Israel por aquel tiempo. La mujer mandó llamar a Barac, hijo de
Abinóam, y le dijo: “El Señor, Dios de Israel, ordena que vayas a alistar gente
y reúnas en el monte Tabor a diez mil guerreros de Neftalí y de Zabulón. Yo
haré que Sísara, jefe del ejército de Yabín, vaya hacia ti al torrente Quisón
con sus carros y sus tropas, y te los entregaré” (Jc 4,4-7).
Con la intención de apreciar la grandeza de
Débora, vamos a detenernos un instante en la historia de Ehúd, el juez que la
precedió en la dirección de varias tribus (Jc 7,12-30). Como señala el relato,
los israelitas ofendieron al Señor con su conducta; entonces, el Señor
precipitó sobre ellos la furia de Eglón, rey de Moab, que los oprimió dieciocho
años. Hartos del oprobio, clamaron al Señor. Dios, atento al penar de su
pueblo, les suscitó un libertador: Ehúd, hijo de Guerá. Acaudillados por Ehúd,
los israelitas quebraron la tiranía de Eglón y vivieron en paz durante ochenta
años.
Notemos que el relato se desarrolla en cinco
etapas. En primer lugar, menciona el pecado del pueblo; después insiste en el
castigo divino; a continuación, muestra la clemencia de Dios que suscita un
libertador; seguidamente, señala la ocasión en que el juez elegido libera al
pueblo sometido; finalmente, subraya el largo período de paz que disfruta el
pueblo liberado. En líneas generales, los relatos referentes a los jueces
mayores recorren la cadencia de estos cinco apartados. Sin embargo, la epopeya
de Débora presenta peculiaridades relevantes. Veámoslas.
Los israelitas ofendían al Señor con su
conducta. Dios, airado con su pueblo, los sometió a la furia de las tropas de
Yabín, comandadas por Sísara. El pueblo, dolido de la fusta extranjera, clamó a
Yahvé. Hasta aquí la historia de Débora es análoga a la de Ehúd, pero en
adelante reviste particularidades notables. Así como era Dios quien suscitaba a
Ehúd, es Débora quien mandó llamar a Barac para anunciarle el encargo divino:
“El Señor, Dios de Israel, ordena que vayas a alistar gente” (Jc 6). Notemos el
detalle, Débora asume el papel que detentaba el mismo Dios en la elección del
libertador de su pueblo.
Barac asiente, pero exige la presencia de
Débora en el combate. Débora se aviene, pero sentencia: “Iré contigo, pero ya
no será tuya la gloria, porque el Señor entregará a Sísara en manos de una
mujer” (Jc 4,9). Por si fuera poco, la narración enfatiza el liderazgo de
Débora en el combate, en detrimento del supuesto protagonismo del general,
Barac. De ese modo, la voz de Débora no cesa de animar al ejército hasta que se
cumple el pronóstico: “El Señor desbarató a Sísara […] todo el ejército de
Sísara fue pasado a cuchillo, no quedó ni uno” (Jc 4,15-15). Finalmente, y como
única ocasión en el libro de los Jueces, Débora y Barac entonan el cántico
solemne para celebrar la victoria de su pueblo (Jc 5).
Como acabamos de apreciar, los cinco
apartados que entretejían la historia de Ehúd varían y acrecen su contenido al
describir la hazaña de Débora. Desde esta perspectiva, cabe entender que la
Escritura quiere ensalzar la gesta de Débora, profetisa y juez, mentora de la
proeza de Barac, general del ejército. La relevancia de Débora en un estamento
político y militar conformado por varones enfatiza la impronta de su tarea en
la historia de Israel. De ahí que el autor del libro corone la gesta de Débora
con títulos relevantes: en la sección narrativa del libro de los Jueces, la
denomina juez y profetisa (Jc 4), mientras los versos del Cántico la reconocen
como madre de Israel (Jc 5). Detengámonos un instante en cada uno de los dos
apartados.
2.1Sección narrativa:
Jc 4.
A lo largo del libro, el término “juez”
califica el oficio de un varón; sólo una vez denota la actividad de una mujer:
Débora, “la que juzga a Israel” (Jc 4,4). Entre las líneas del AT, el
significado básico de la palabra “juez” señala la identidad de quien dirime
litigios. Sin embargo, en el libro de los Jueces evoca, propiamente, la
situación de “quien conduce al pueblo en la batalla”; es decir, la raíz
“juzgar” alude a la decisión de “liberar” o “salvar” a Israel de la opresión de
los enemigos.
De ese modo, los jueces no solo “juzgaron”
a Israel dirimiendo pleitos, sino, sobre todo, “saliendo a combatir” para
liberar al pueblo del yugo extranjero. Un ejemplo elocuente lo ofrece la
historia de Otniel: “El espíritu del Señor se apoderó de él (Otniel), fue juez
de Israel para ‘salir a combatir’ contra Cusán Risataín, rey de Edom” (Jc
3,10). Con toda certeza, los jueces también dirimían litigios y aconsejaran a
la comunidad, pero su tarea esencial radicaba en redimir a Israel de la
opresión extranjera.
El relato enfatiza que Débora se sentaba
bajo una palmera, la palmera de Débora, entre Ramá y Betel, en la montaña de
Efraín; los israelitas acudían a ella en busca de justicia. El interés de los
israelitas por “buscar justicia” puede referirse a la confianza del pueblo en
la sagacidad de Débora para solventar las disputas tribales o las rencillas
entre vecinos.
No obstante, a tenor del significado de la
raíz “juzgar” en el libro de los Jueces, el ansia de justicia denota el clamor
de los israelitas para encontrar alguien que les libre de la tiranía de Yabín,
el déspota. La comunidad oprimida reconoce bajo el manto de Débora la identidad
de la mujer “que juzga”; es decir, el rostro de la mujer capaz de “hacerse
cargo de la batalla” para salvar a Israel de la ferocidad del ejército de
Sísara, general de Yabín.
Débora no es una mujer extraña para la
comunidad oprimida. El relato señala con exactitud el lugar donde el pueblo la
encuentra: en la montaña de Efraín, entre Ramá y Betel, bajo la palmera de
Débora. La precisión topográfica enfatiza que Débora era muy conocida y
valorada entre la comunidad; era el referente moral del pueblo sometido a la
bota de Yabín, la mujer a quien los oprimidos imploraban la salvación. Cuando
el relato señala que era la mujer de Lapidot, asimila la existencia de Débora a
la forma de vida propia de la mujer israelita antigua, el matrimonio y la vida
familiar.
En definitiva, los israelitas veían en el
semblante de Débora tanto al referente ético como al juez que podía librarles
de las zarpas de Yabín. Ahora bien, el protagonismo de la mujer era imposible
en una sociedad regida por varones; así pues, Débora, con la intención de
“hacerse cargo de la batalla”, jugó la baza del espíritu profético al estilo de
María y Aarón, hermanos de Moisés.
Como dijimos en su momento, la voz de María
recogía el llanto de la comunidad hebrea que padeció la esclavitud y soportaba
la prepotencia de Moisés durante la ruta del desierto. Mientras María sufría en
Egipto, Moisés crecía en palacio, o contraía matrimonio en Madián; por esa razón,
concluido el paso del Mar, María entona el canto con las mujeres, metáfora de
la comunidad oprimida, y, durante la travesía del desierto, encauza la queja
del pueblo contra la prepotencia de los dirigentes, ocultos tras la figura de
Moisés. María es quien mejor conoce el penar de los esclavos y el padecer del
pueblo peregrino, por eso es capaz de enfrentarse a a la autoridad de Moisés y
convertirse en la voz de las mujeres que, aun acalladas injustamente por los varones,
también han cruzado el mar a pie enjuto.
De
modo análogo, Débora conoce el penar de los israelitas oprimidos por Yabín,
pues, como subraya el relato, el pueblo acudía a la palmera de Débora para
implorar justicia contra los atropellos de las tropas de Sísara. Débora, cono
sucediera con María, conoce de primera mano el penar del pueblo y, como hiciera
la hermana de Moisés, intenta ponerle remedio; por eso reclama la intervención
de Barac, diciéndole: “El Señor, Dios de Israel, ordena que vayas a alistar
gente […] yo (el Señor) haré que Sísara […] vaya hacia ti […] y te lo
entregaré” (Jc 4,6).
Como expusimos, el libro del Éxodo
establece la relación entre Moisés y Aarón. Dijo Dios a Moisés: “Mira yo te
hago un dios para el faraón y tu hermano Aarón será tu profeta; tú le dirás
cuanto yo te mande; y Aarón tu hermano, se lo dirá al faraón, para que deje
salir a los israelitas de su país” (Ex 7,1-2). Aarón es un profeta porque
escucha la voz de Moisés, eco de la voluntad de Dios, y la trasmite al faraón
para que deje salir a los israelitas esclavos en Egipto.
De modo parejo, Débora escucha, junto a la
palmera, el penar israelita y se lo comunica a Barac para que empuñe las armas
contra los opresores. Débora es la profetisa del pueblo, pues hace saber a
Barac el dolor de los israelitas que buscan quien les “juzgue”; o sea, quien
“se haga cargo de la batalla” que desembocará en la liberación del yugo
extranjero.
Apurando el sentido de la metáfora, aún
podemos apreciar otra analogía entre la tarea de Aarón y la misión de Débora.
Como hemos citado, el contenido de Ex 7,1-2 establece la relación entre Moisés
y Aarón. Aun así, otro relato paralelo afina aún más la cuestión; dijo Dios a
Moisés: “Tú (Moisés) le hablarás (a Aarón) y pondrás las palabras (de Dios) en
su boca (Aarón); yo (Dios) estaré en tu boca (Aarón) y en la suya (Moisés)” (Ex
4,15-16). Aarón es la boca de Moisés, pero en la boca de Aarón también resuena
la voz de Dios; Aarón no sólo es profeta de Moisés, también es profeta de Dios.
Desde esta perspectiva, el contenido de Ex
7,1-2 señala que Aarón trasmite al faraón las palabras que Dios pone en labios
de Moisés; pero cuando Ex 4,15-16 subraya que el Señor también pone su propia
palabra en labios de Aarón, especifica con claridad que Aarón no es un simple
transmisor de información, sino un profeta de Dios.
El motivo del redactor del libro del Éxodo
para presentar dos veces la relación entre Moisés y Aarón es difícil de saber.
A tenor de nuestro criterio, sugerimos que el escriba deseó subrayar que toda
persona que clama por la liberación de los oprimidos, es un profeta de Dios. En
este sentido, Aarón no sería sólo el profeta de Moisés, sino también el profeta
de Dios, pues su función mediadora apunta al horizonte de la liberación del
pueblo esclavizado. Como hemos señalado, Débora es la profetisa del pueblo, la
que trasmite a Barac el penar israelita; pero la función de la mujer juez no se
constriñe al papel de trasmitir a Barac el dolor israelita, sino que también compromete
su vida en la liberación de su pueblo. Desde este prisma, la opción de Débora
por alentar la liberación de la comunidad oprimida la convierte en profetisa de
Dios, como sucediera con Aarón.
Perfilemos la cuestión, desde un horizonte
complementario. Los jueces asumen su misión por designio divino; así consta en
la elección de Otniel: “Yahvé suscitó un libertador […] Otniel […] fue juez de
Israel” (Jc 3,9-10). Sin embargo, Débora, al decir del relato, no asume su
tarea por encargo divino, sino por encargo del pueblo: “los israelitas acudían
a ella […] Débora mandó llamar a Barac […] y le dijo […]” (Jc 4,5-6). Mientras
Otniel recibe el encargo de Dios, Débora recibe la encomienda del pueblo, ¿a
qué se debe la diferencia? Algunos comentaristas la atribuyen al protagonismo
que los autores bíblicos adjudican al varón en menoscabo de la mujer; sin negar
la posición, creemos que puede haber una interpretación alternativa.
La tradición hebrea acuña una sentencia
célebre: “Dios cuenta las lágrimas de las mujeres”; y da la razón: “porque,
inmiscuidas en la realidad cotidiana, ya sea desde la situación más humilde o
desde la cuna más alta, sufren más al compartir y al comprender el penar de la
vida”. Desde esta perspectiva, el relato no necesita especificar que es Dios
quien suscita a Débora para que se “haga cargo de la batalla”, como sucediera
con Otniel. La mujer juez, sentada a la sombra de la palmera, ha llorado el
dolor de sus vecinos y lo ha trasmitido a Barac para que empuñe la espada
contra las huestes de Sísara.
Ahora bien, la Escritura recalca sin cesar
la solidaridad de Dios con quienes sufren. Cuando José, el hijo de Jacob
vendido por sus hermanos, sufría el oprobio en Egipto, sentencia la Escritura:
“el Señor estaba con José” (Gn 39,2); sin duda, el corazón de Dios late en el
pecho de los más afligidos. Desde esta perspectiva y aunque el texto lo
silencie, Débora, juez y profetisa, atenta como mujer al penar de su pueblo,
percibió entre las lágrimas de Israel la voz de Dios que le exigía el
compromiso por la liberación de su pueblo. El relato quizá no necesita decir
que Dios suscita a Débora porque el dolor del pueblo, eco de la voz de Dios,
determina el compromiso de la profetisa. Así pues, Débora es la profetisa del
pueblo, pero, al recoger el clamor de los pobres para alentar la liberación del
oprimido se convierte también en profetisa de Dios.
Barac asiente a la exigencia de Débora,
pero pone una condición: “Si vienes conmigo, iré; pero si no vienes, no iré”; a
lo que responde la juez: “Iré contigo, pero ya no será tuya la gloria, porque
el Señor entregará a Sísara en manos de una mujer” (Jc 4,9). Conviene notar que
la narración no confiere el título de juez a Barac, sino a Débora; en ese
sentido, adjudica a la mujer la misión de “llevar la batalla”. Débora marchó
con Barac a Cades y, como señala el relato, la autoridad de la juez determinó
el inicio del combate. Entonces Barac, obediente a la autoridad femenina,
venció al ejército de Sísara, y el país quedó tranquilo durante cuarenta años
(Jc 4,2-15; 5,31).
Débora no sólo determina el inicio de la
batalla, percibe también entre el fragor de la lucha la intervención de Dios en
bien de su pueblo. Como señala la juez, el Señor exige de Barac el compromiso
militar para que dirija el ejército contra las tropas cananeas. La mención de
Dios entre el fragor de la batalla señala otro aspecto de la dimensión
profética en que Débora ejerce la judicatura; pues el texto encomia a la mujer
que sabe percibir entre los avatares de la lucha el compromiso de Dios con el
pueblo doliente.
Entre las páginas del libro de los Jueces,
sorprende la implicación de Dios en hechos de armas; sin embargo, la
intervención de Dios propicia siempre la liberación del oprimido. De ese modo,
el redactor del libro enfatiza que Dios está siempre de parte de los pobres;
Débora, profetisa y juez, certifica con su palabra y su compromiso la
solidaridad de Dios con quienes sufren bajo la bota de los prepotentes.
El relato sentencia la derrota de las
tropas cananeas, pero adscribe la muerte de Sísara a la astucia de otra mujer,
Yael, la esposa de Jéber, el quenita (Jc 4,11.17-22). ¿Quién es Jéber? A decir
de la Escritura, los hijos de Jobab, el quenita, suegro de Moisés, subieron con
los de Judá, desde la Ciudad de las Palmeras hasta el desierto de Judá (Jc
1,16). A tenor de la información bíblica, las relaciones entre la estirpe de
Jobab y los israelitas eran buenas.
No obstante, Jéber, el quenita, se había
separado de los hijos de Jobab y había plantado su tienda en torno a la encina
de Saananín, cerca de Cades (Jc 4,11); además, como precisa el relato, había
buenas relaciones entre Yabín, rey de Jasor, y la familia de Jéber, el quenita
(Jc 4,17). Cabe suponer, por tanto, que Jéber había cercenado las buenas
relaciones que el resto de los hijos de Jobab mantenían con los israelitas
(Judá), para trenzar lazos con Yabín; de ese modo, aunque fuera indirectamente,
Jéber toleraría la opresión de Yabín contra los israelitas.
Ateniéndonos a las costumbres antiguas,
Yael, esposa de Jéber, no tenía más alternativa que asumir la posición política
de su marido, favorable a los cananeos y adversa a los israelitas. Sin embargo,
asume la determinación de acabar con la vida de Sísara, presunto aliado de su
marido, para salvar a los israelitas ¿Cómo lo hace?
Mientras sucumbía el ejército cananeo,
Sísara buscó refugio en la tienda de Yael. La mujer, ateniéndose al buen
entendimiento entre Yabín y Jéber, acogió a Sísara, pero cuando el sueño venció
al general, le mató clavándole una estaca en la sien para coronar así la
victoria israelita sobre los cananeos. Más tarde, cuando Barac llegó a la
tienda, Yael le mostró el cadáver de Sísara. La astucia de Yael pudo sugerirle que la
victoria israelita acarrearía dificultades al clan de su marido, aliado de
Yabín; por esa razón, habría matado a Sísara para granjearse así el favor
israelita, el beneplácito del ejército vencedor.
Aun así, cabe una explicación alternativa
que radica en el empeño de Yael por la instauración de la justicia. Los
ejércitos de Yabín llevaban veinte años oprimiendo Israel; como sabemos, los
israelitas clamaron ante Débora quien alentó la decisión de Barac para acabar
con las tropas enemigas. Yael, esposa de Jéber, aliado de Yabín, antepuso la
lucha por la justicia a la inveterada sumisión a su marido, partidario de Yabín,
por eso, contravino los pactos de Jéber con los cananeos y acabó con la vida de
Sísara. Así, Yael supo desprenderse de la sumisión a su marido para orientar su
vida por el compromiso personal que deshace la maldad para implantar la
justicia. El laurel no cubre las sienes de Barac, sino la cabeza de Débora y
Yael. Como señala la Escritura, el Señor ha desjarretado los carros de Yabín
por el empeño de Débora y ha vencido a Sísara por mano de Yael.
La magnificencia de Débora puede
parangonarse con la grandeza de Samuel. Ambos fueron profetas y jueces,
aconsejaron al pueblo, y suscitaron líderes que salvaron Israel: Débora suscitó
a Barac y Samuel a Saúl (Jc 4,6; 1Sm 7,8). En una sociedad regida por varones,
la mujer constituye la metáfora de quienes cuentan poco, pero, como enfatiza el
relato, el papel de Débora y Yael, resulta decisivo para la instauración de la
justicia.
2.2.Cántico de Débora y
Barac: Jc 5.
Al decir de los
estudiosos, el poema es muy antiguo. Sin duda, el redactor del libro de los
Jueces puso el cántico en labios de Débora y Barac para recalcar cómo ambos
personajes encomian la actuación del Señor que salva a su pueblo y acaba con
los enemigos. Los versos destacan la magnificencia del Señor, como verdadero
protagonista de la victoria israelita; al lado de Dios, Débora y Barac se
convierten en instrumentos de la voluntad divina.
Desde este horizonte, el poema destaca la
libertad de Dios para elegir a los redentores de su pueblo. En el seno de una
sociedad regida por varones, parecería lógico que Dios eligiera un hombre para
salvar Israel, pero Dios, señor de la historia, se vale de la grandeza de
Débora y Yael. El poema reivindica solemnemente el papel decisivo de la mujer,
oculto por la prepotencia masculina, en la construcción política de la sociedad
israelita.
La victoria israelita sobre las huestes
cananeas traspira el empeño de Dios por salvar a su pueblo. La mentalidad
antigua concebía los astros como el ejército divino. El ejemplo más elocuente
figura en libro de Josué, donde el paladín grita: “¡Sol, detente en Gabaón! ¡Y
tú luna, sobre el valle de Ayalón! Y el sol se detuvo y la luna se paró hasta
que el pueblo se vengó de sus enemigos” (Js 10,13). Atento a esta perspectiva, el
Cántico de Débora interpreta el triunfo israelita desde la conjunción de los
astros, metáfora del poderío divino, para conceder a Israel la victoria: “Desde
los cielos combatieron las estrellas, desde sus órbitas combatieron contra
Sísara” (Jc 5,20).
La mentalidad arcaica el suelo de la tierra
como un arma divina contra los adversarios de Dios. Un ejemplo significativo
figura en la historia de Coré, Datán y Abirón. Cuando los tres personajes se
amotinaron contra Moisés y Aarón, “la tierra abrió sus fauces y se los tragó, a
ellos y a sus familias, junto con los secuaces de Coré y sus bienes” (Nm
16,32). En ese sentido, el cántico de Débora celebra la fiereza del torrente
Quisón, símbolo del envite contra las tropas de Sísara: “El torrente Quisón los
barrió (al ejército de Sísara)” (Jc 5,21).
Ensalzada la función del cielo y de la
tierra, y la fiereza del suelo terrestre, el poema elogia la grandeza de cuatro
personajes que combatieron por la libertad de Israel: Sangar, Débora, Barac y
Yael. El juez Sangar, hijo de Anat, derrotó a los filisteos, a golpes de
aguijada de bueyes salvó Israel (Jc 3,31; 5,6). No obstante, el país cayó en el
oprobio hasta que amaneció la nobleza de Débora; el poema ensalza el prestigio
de la mujer juez mediante el aura del vocativo, “oh Débora”, a la vez que le
confiere el mejor elogio: “madre de Israel” (Jc 5,7).
El título “madre de Israel” subraya el
valor de la naturaleza femenina de Débora. Antes de la irrupción de la mujer juez,
Israel se consumía en el peor sinsentido. La idolatría, disfraz de la
injusticia, imperaba en el país, mientras los enemigos golpeaban las puertas de
las ciudades, pues Sísara, al frente de una coalición de reyes, empujaba el
país a la fosa (Jc 5,19). Cuando Israel caminaba hacia la muerte, apareció
Débora que, simbólicamente, lo engendró de nuevo como guerrero valiente, pues el
compromiso político de la mujer determinó el alzamiento de Barac que batió a
las tropas de Sísara e instauró durante cuarenta años la paz en el territorio.
Desde el prisma de la metáfora, Débora,
madre de Israel, “volvió a engendrar la comunidad israelita”; la asamblea,
sumida en la idolatría y presa del terror cananeo, volvió a nacer, gracias al
empeño de la mujer fuerte. La decisión de la mujer juez “para hacerse cargo de
la batalla” cedió la espada a Barac para batir las filas de Sísara; de ese
modo, el pueblo oprimido y condenado a la extinción pudo nacer de nuevo y gozar
de paz durante cuarenta años.
Al
trasluz de la perspectiva poética, el título “madre de Israel” trae a la
memoria el elogio de Eliseo a su maestro, Elías, cuando le dijo: “Padre mío,
padre mío, carro y auriga de Israel” (2Re 3,4); a la vez que recuerda el
aprecio del rey Joas por Eliseo, cuando le saludó: “¡Padre mío, padre mío,
carro y auriga de Israel!” (2Re 13,14). Mediante la locución “padre mío”, la
Escritura destaca el papel decisivo de ambos profetas en la liberación de
Israel del yugo extranjero. Así como Elías y Eliseo recalcan el cariz masculino
de la política liberadora, el testimonio de Débora, “madre de Israel”, evoca el
papel relevante y silenciado de la mujer en los avatares que tejen la salvación
del pueblo oprimido.
La locución “carro y auriga” evoca el carro
ligero, diseñado en Mesopotamia, que significó una revolución en el arte de la
guerra. El carro ligero llevaba tres guerreros: un auriga, un arquero o
lancero, y un defensor que, portando un escudo, protegía la vida de los otros
dos. El carro ligero llegó a ser tan decisivo que la capacidad de un ejército
se medía por el número de carros; de ahí que la locución “carros y caballos” o
“carros y aurigas” llegara a convertirse en un denominativo del ejército.
Cuando el relato reconoce a Elías y Eliseo
como “carro y auriga de Israel” destaca en ambos profetas la personalidad de
quienes guiaron la lucha, política y militar, que desembocó en la construcción
de la sociedad solidaria e independiente del poder extranjero. La expresión
“padre mío” indica, desde el prisma de la metáfora, el compromiso de Elías por
‘engendrar’, desde la identidad anodina de un labriego de Abel Mejolá, a un
profeta decisivo en la historia de Israel, Eliseo.
La vivencia de Débora evoca, en buena
medida, el compromiso de Elías y Eliseo. Como ellos fue profetisa. Empeñó su
vida en la militancia política que restauró la dignidad israelita. Desde el
llanto de una comunidad sometida, ‘engendró’ el gozo de un pueblo liberado;
desde la debilidad de un guerrero pusilánime, ‘engendró’ a Barac para salvar a
Israel del flagelo de Sísara. En analogía con Elías y Eliseo, ‘padres y aurigas
de Israel’, Débora, ‘madre de Israel’, empeñó su vida por ‘engendrar’ un pueblo
nuevo, a los héroes que batieron a Sísara a orillas del Quisón.
El Cántico establece la grandeza o
mezquindad de las tribus en relación con la confianza que depositaron en Débora
y en su hijo espiritual, Barac. Los versos bendicen la esplendidez de Efraín,
Benjamín, Zabulón, Isacar y Neftalí, a la vez que ensalzan la valentía de
Maquir. A modo de contrapunto, censuran la ruindad de Dan, Rubén y Aser, al
mismo tiempo que fustigan la estulticia de Galaad y Meroz (Jc 5,14-23ª).
La magnificencia de Débora dejó huella en
el imaginario popular. Aunque el poema sea antiguo, recibió retoques y
adiciones a lo largo del tiempo. Como señalan los comentaristas, cabría
destacar la más relevante: “¡Despierta, Débora, despierta! ¡Despierta, ponte en
pie, entona un cantar!” (Jc 5,12). La expresión recuerda los versos de Isaías
que imploran la intervención divina para restaurar la justicia y la equidad
social: “¡Despierta, brazo del Señor, despierta y ármate de fuerza! ¡Despierta
como antaño, como hiciste en el pasado!” (Is 51,9); y también evoca las
invectivas proféticas para que Jerusalén retome su antigua prestancia:
“¡Despierta, Jerusalén, despiértate y ponte en pie!” (Is 51,17).
Atendiendo a la relación entre el canto de
Débora y el clamor de Isaías, cabe aventurar que la comunidad hebrea, cuando
atravesaba épocas sombrías, rememoraba el cantar de la mujer juez como acicate
para sembrar entre el pueblo el ansia de honestidad y el anhelo de justicia. La
memoria de la profetisa se convirtió en modelo de quienes pugnaban por
‘engendrar’ la comunidad israelita desde los parámetros de la solidaridad y la
justicia.
Al compás de Débora, asoma la figura de Yael,
la mujer que coronó con sus manos la victoria israelita: “¡Bendita entre las
mujeres, Yael!” (Jc 5,24). El encomio de Yael trasluce la valentía de Judit;
pues, cuando hubo cortado la cabeza de Holofernes, Ozías, dirigente de la
ciudad de Betulia, dijo a la mujer: “¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más
que todas las mujeres de la tierra!” (Jt 13,18). Sin duda, la gesta de Yael se
convierte en uno de los modelos con que la Escritura dibuja la grandeza de
Judit. La advertencia de Débora a Barac: “Dios entregará a Sísara en manos de
una mujer” (Jc 4,9), también encuentra su paralelo en la historia de Judit,
pues Dios abatió la soberbia de Holofernes por mano de mujer (Jt 9,10); de modo
análogo la astucia de Yael vuelve a encontrar su correlato en el arrojo de
Judit, cuando decapitó a Holofernes.
La relación estrecha que destila la
actuación de Débora y Yael con la valentía de Judit subraya que las heroínas
del tiempo de los jueces esbozaron el modelo de la mujer comprometida en la
liberación de su pueblo. Algunos comentaristas sugieren que la presencia de
Barac es del todo irrelevante, de ahí intuyen que el relato recogía tan sólo la
actuación de Débora y Yael; sólo más tarde, algún redactor, con la intención de
aminorar el empaque femenino, introdujo en el relato la figura de Barac. Sea lo
que fuere del proceso de redacción, la narración, tal como nos ha llegado,
señala que el papel de ambas mujeres no quedó olvidado en el recuerdo nebuloso
del pasado, sino que se convirtió en el patrón con que cortar el arrojo de
quienes lucharon por la libertad de su pueblo, Israel.