Los domingos de Adviento leemos la profecía
de Isaías. Cuando Isaías predicaba, en la segunda mitad del siglo VIII aC,
alentaba a los israelitas a prepararse para la venida del Mesías. Con una
proclama intensa, les pedía que abandonasen a los falsos dioses para poder
encontrarse con el Señor, el Dios del amor. Como señala el Antiguo Testamento,
los ídolos que nos separan de Dios son tres, bien conocidos. El afán de poder,
representado per la figura del sol, el astro rey; el ansia de poseer bienes sin
medida, figurada por la multitud de las estrellas, tan numerosas en el cielo; y
el afán de aparentar lo que no somos, ídolo simbolizado por la luna, el astro que
cada día cambia de cara, el astro que engaña.
Sin duda, los tres ídolos están bien
representados en la Sagrada Escritura. Ahora bien, poco a poco va entrando en
nosotros un cuarto ídolo que Isaías no había previsto del todo; y que, de
manera muy callada, se infiltra hasta deshacer muy sutilmente la vida
cristiana. ¿Cuál es este cuarto ídolo? Dicho en palabras sencillas, es la falta
de tiempo; o dicho con palabras más profundas, la superficialidad humana. A
menudo tenemos tiempo para todo, menos para lo que es verdaderamente
importante; tiempos para estar con nosotros mismos en silencio; tiempo para
estar con Dios en la plegaria; y tiempo para compartir de corazón a corazón
nuestra vida con los hermanos.
Cuando dejamos de gozar del silencio interior,
dejamos de pensar y de reflexionar; entonces nuestra vida gusta la sombra de la
confusión. Cuando dejamos de tener tiempo para Dios, dejamos de orar, y nuestra
vida pierde el aliento de la trascendencia. Cuando dejamos de tener tiempo para
compartir la vida de corazón a corazón con los hermanos, nace la soledad, la
plaga de nuestra época que resquebraja la existencia humana. He aquí las
heridas del ídolo de la superficialidad: la confusión personal, la soledad y la
falta de trascendencia.
Adviento es el tiempo de la esperanza; el
tiempo de rehacer nuestra vida para poder encontrarnos en Navidad con Jesús, el
Dios hecho hombre. Rehacer nuestra vida consiste en hallar tiempo para estar
con nosotros mismos y así poder crecer como personas; tiempo para estar con
Dios en la plegaria para reencontrar la trascendencia; buscar las ocasiones
para compartir nuestra vida con los hermanos y gustar el tesoro de la amistad,
virtud tan preciada en la Sagrada Escritura. El Adviento es la ocasión que Dios
nos da para salir de la superficialidad y aprender a vivir con la profundidad
que nos pide la fe cristiana.
Pongamos nuestra vida
bajo el manto de la Virgen, modelo cristiano del Adviento; que Ella, como buena
madre, oriente nuestra vida por los caminos del Evangelio. Así rebrotará
nuestra capacidad de pensar, el deseo de orar y la fuerza para amar: el tejido
del cristiano que espera la llegada de Jesús, la presencia de Dios en la
historia humana.
Que
así sea.
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