jueves, 24 de octubre de 2013

¿QUÉ SIGNIFICA LA CREACIÓN? CREACIÓN DEL CIELO Y LA TIERRA

                                                                           Francesc Ramis Darder   


 El libro del Génesis nos cuenta en sus primeras páginas (Gn 1 - 2, 4a) la creación del Cielo y la Tierra. Dios creó el Mundo en seis días, y durante el séptimo día descansó. Las ciencias defienden una posición muy distinta: el mundo se originó a partir de una gran explosión (big-bang) hace unos quince mil millones de años y ha llegado a su situación actual tras un largo período de evolución.

    La Biblia nos presenta certezas de fe, pero las muestra envueltas en el lenguaje cultural del tiempo en que se escribieron los libros bíblicos. La narración de la creación nos muestra una certeza de fe: la verdad de que en el origen del Mundo Dios estaba presente. Pero esta verdad revelada se describe utilizando el pensamiento babilónico propio del siglo VI a.C. que explicaba el origen del Mundo en un período de seís días.

    Observemos bien este detalle: la verdad revelada consiste en creer que Dios creó el Mundo; es decir, que de alguna manera estuvo presente en el origen de la realidad. La descripción del origen del Mundo en seis días; no es otra cosa, sino una opinión de la cosmología antigua. Nuestra fe debe centrarse en aquellas verdades reveladas, en este caso la naturaleza creadora de Dios; pero no debe darse valor de verdades de fe a lo que son opiniones filosóficas o constataciones científicas.

    Las ciencias deben explicarnos el origen y la evolución del Universo. La fe cristiana ha de ayudarnos a descubrir la presencia de Dios en nuestro Mundo, junto al sentido de la evolución que nos describen las ciencias. 

martes, 15 de octubre de 2013

PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO II. METÁFORA DE LA TERNURA DE DIOS: Lc 15,11-32.


                                                                                    Francesc Ramis Darder


Constituye el segundo y último artículo de una serie de dos artículos.


2.3. La actitud el Padre hacia el hijo menor.

    El hijo menor vuelve a casa con el amargo sabor de la derrota y la mala conciencia del pecado. Ha destruido su vida y ya sólo aspira, con suerte, a ser un jornalero más. Pero la actitud del padre con ese hijo es del todo diversa. El evangelio destaca en el padre una actitud interna: "se le conmovieron las entrañas"; y, dos actitudes externas: "celebremos una fiesta", y "le besó afectuosamente". Comentaremos escuetamente cada una de estas disposiciones del ánimo.  

    * " ... se le conmovieron las entrañas ... ".

    El hecho de "conmoverse las entrañas" refleja el aspecto maternal del amor y la ternura. A una madre, en el momento de dar a luz a su hijo se le conmueven las entrañas. Es el mismo sentimiento de Jesús en situaciones importantes del evangelio. Cuando contempla la aflicción de la viuda de Naïm ante el féretro de su hijo, se le conmueven las entrañas y, dirigiéndose al  cadáver exclama: "¡levántate!", y entrega al hijo vivo a su madre (Lc 7,11-17). Jesús se hace solidario de aquella mujer; cuando ella alumbró a su hijo "se le conmovieron las entrañas"; al Señor "se le conmueven las entrañas" ante el padecimiento de la madre desconsolada, y lo devuelve ora vez vivo a su madre, de alguna manera lo engendra de nuevo.

    El padre de nuestra parábola siente en su seno la experiencia del amor maternal. También a él "se le conmueven las entrañas"; y recoge de nuevo en su regazo al hijo perdido. Fijémonos en el texto evangélico: "Lo vio de lejos, salió corriendo, se le echó al cuello, lo cubrió de besos". De alguna manera, todas estas acciones "vuelven a introducir en las entrañas del padre" al hijo que se fue y ahora regresa desangelado.

* "... celebremos una fiesta ...".

    La actitud interior de "conmoverse las entrañas" tiene un correlato externo. En todos los gestos se manifiesta el amor "paternal" con el hijo. El padre le vuelve a otorgar la categoría correspondiente en el seno de la familia. El traje, los criados que le visten, el anillo en el dedo, las sandalias en los pies; dibujan la manera con la que el padre restituye a su hijo la dignidad familiar  destruida.

    * "... le besó afectuosamente...".

    Cuando hablábamos del amor "maternal" del padre recogíamos esta expresión, pero también es posible completarla desde un matiz peculiar. La amistad adulta entre dos hombres se expresaba, a menudo, mediante  un beso. Cuando Pablo parte de viaje, los discípulos de Efeso le despiden con un beso (Ac 20,37); Jesús recrimina al fariseo que le ha invitado, el hecho de no haberle recibido con un beso (Lc 7,45), mientras que la mujer pecadora si lo ha hecho (Lc 7,38).

    El beso afectuoso con que el padre recibe a su hijo adquiere la connotación del "amor amical". El padre ha mostrado un amor "maternal" y "paternal", pero manifiesta, también, con esa postura la perspectiva "amical del amor". Tomás de Aquino decía que la amistad es la forma privilegiada del amor, porque es una relación que brota de la libertad. El padre es "padre" por naturaleza pero se convierte en "amigo" por opción. 

    En ningún momento ha aplicado el padre, como suponía el hijo menor, una justicia basada en modelos humanos. Según esos esquemas el hijo no tendría derecho a porción alguna de los bienes familiares. En cambio, el padre no le pide explicaciones sobre su comportamiento ni le reprocha a traición, sino que le acoge como hijo mediante la triplicidad del amor que hemos descrito.


2.4. La relación con el hijo mayor.

    El hijo mayor había estado siempre con su padre obedeciendo sus mandatos; pero seguramente habría permanecido cerrado a su actitud amorosa. Como las piedras sumergidas en el fondo del mar que rodeadas de agua por todas partes continuan resecas en su interior. El mayor habiendo estado imbuido en el amor paterno no ha percibido nunca la ternura de su cariño. Notemos la cruel respuesta que profiere contra su padre: "... jamás me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos ...".

    El hermano menor se marchó de casa destruyendo la hacienda. El mayor no quiere entrar en casa para disfrutar de la fiesta; de ese modo, también se niega a gozar del amor paterno. El padre le dice: "¡si tú estás conmigo y todo lo mío es tuyo!". Este hermano había estado siempre en contacto con el padre pero carecía de lo más esencial: la experiencia del contacto personal con él. No dejarse querer por Dios es una manera muy sutil de huir de la casa del Padre, y revela otra manera con la que se echa a perder el amor de Dios.


3. La actitud profunda de los personajes.

    Hemos descrito las situaciones contrapuestas del padre y los hijos. En el fondo de estas actitudes late una opción distinta: El Padre representa la opción que hace nacer la vida, mientras  los hijos muestran la opción que les conduciría a la muerte.

    Apreciemos las palabras del padre respecto del menor: "... porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida". Y también lo que le dice al mayor: "... este hermano tuyo que estaba muerto ha vuelto a la vida". Nuestro Dios es el Señor de la vida. La  opción más profunda del padre por sus hijos es la vida; él desea que vivan plenamente. Notemos la gran diferencia con las palabras de los criados: "... a tu hermano tu padre lo ha recobrado sano"; a Dios, representado por el padre, no le basta la salud física de sus hijos, él desea la profundidad y la intensidad en la vida.

    El Padre de la vida cree en la libertad, pues no hay vida sin libertad. Por eso respeta la decisión del menor de marcharse de casa y no se enfrenta agriamente con el mayor, cuando, henchido por la ira, se niega a entrar en el hogar. Simplemente les recuerda que él es vida, vida expresada mediante el perdón, la acogida, la ternura, y la fiesta.

    La descripción de los hermanos dispone ante nuestros ojos la negativa a participar de la vida nacida de las entrañas del padre. El menor se marcha de casa; y la vida que había disfrutado en el hogar adquiere el sabor amargo del desamparo en tierras lejanas. El mayor había vivido siempre en casa pero no disfrutado de la vida de su padre. Ahora, al oír los aires de fiesta, ve la naturaleza íntima del padre y se niega a entrar. La cerrazón ha hecho de su existencia una vida triste y mezquina.

    La actitud del hijo mayor guarda todavía otra lección. El que ha vivido siempre en el nido paterno y no ha sabido gustar la ternura del padre, se queja por no haber recibido un regalo banal: "nunca me diste un cabrito ...". El premio de los discípulos de Cristo consiste en estar en la casa del Padre: "¡si todo lo mío es tuyo!" le recuerda el padre a su hijo.

    ¡Cuántas veces en nuestra vida nos sabe a poco tener a Dios por Padre, y perseguimos otros premios: el poder, el tener, o el aparentar! El amor con amor se paga, el gozo de ser cristiano radica en serlo; y nuestra suerte sólo es una: sabernos en manos del Dios de la ternura. La búsqueda de cualquier otra recompensa nos hace salir de la casa, como le sucedió al hijo menor; o nos impide entrar en ella, como al menor.

    Sin ambargo contamos con una certeza: ni la mezquindad del mayor ni la traición del más joven, tienen poder para derrotar la fuerza del amor del padre. La muerte nunca puede con la vida; ese es el mensaje del evangelio: "Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado" (Mc 16,6). La ternura y la misericordia del padre ha reengendrado a los dos hermanos y los ha introducido de nuevo en el seno de la vida.  


4. Síntesis final.

    La parábola del hijo pródigo tiene una única finalidad: Presentarnos la intimidad del Dios que nos invita a seguirle. El rostro de Dios Padre tiene los rasgos de la vida. Él es quien engendra la vida en aquellos que devienen discípulos suyos. Dios genera  la vida porque Él es amor. La ternura y la misericordia de Dios no constituyen un concepto, sino que se palpan desde la experiencia de habitar en casa del Padre.

    El hijo menor representa al discípulo orgulloso que se aparta del camino. Fuera de la casa del Dios de la vida sobreviene la desgracia de los ídolos de muerte. El discípulo decide volver a la senda y allí experimenta la profundidad de la vida. El padre lo acoge de nuevo, de alguna manera vuelve a engendrarlo. El amor maternal, paternal y amical del Padre, devuelven a aquel hombre  vencido la certeza de sentirse querido.

    El hermano mayor es el prototipo de cristiano que ha creído estar siempre en el camino, pero le ha faltado lo más importante: el encuentro personal con Dios. Durante toda su existencia, aquel hijo, había habitado la casa y había trabajado con afán en sus campos; pero no había experimentado el hondo gozo del amor del Padre.

    Nuestro Dios es el Señor de la Vida. Cuando nos apartamos de él, como el hijo menor, nos sale al encuentro la experiencia del abandono; cuando nos cerramos a él, como el hijo mayor, nos acontece la rutina del sinsentido y la tristeza. Pero lo más importante no es ni nuestra huida ni nuestra cerrazón. Lo crucial es que junto a nosotros está un Dios que es Padre, cuyo rostro es la ternura, y cuya opción es hacernos vivir. El darnos cuenta de que estamos en la buenas manos del Dios de la vida, constituye nuestra suerte y, a la vez,  el reto de nuestra existencia.


lunes, 14 de octubre de 2013

PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO I. METÁFORA DE LA TERNURA DE DIOS: Lc 15,11-32.


                                                                           Francesc Ramis Darder 



Constituye el primero de dos artículos sobre el Hijo Pródigo.



Dante Alighieri afirmaba con razón: “Lucas es el evangelista de la ternura de Dios”. Efectivamente, el Tercer Evangelio es el que con más delicadeza presenta las entrañas misericordiosas del Padre. Intentemos deslindar el rostro del Dios de la ternura a partir de la parábola del hijo pródigo


1. Situación del episodio en el conjunto del evangelio.

Las palabras de Jesús son importantes pero también es significativo el lugar que ocupan en el evangelio. Nuestra parábola se halla en la segunda sección del evangelio: El viaje de Jesús con sus discípulos desde Galilea hasta Jerusalén (9,51-19,27).

Si consideramos el conjunto de la sección observaremos que Jesús se dedica principalmente a instruir a sus discípulos. También lleva a cabo otras tareas, pero su cometido prioritario consiste en "enseñar" las características del verdadero discípulo: La oración, el amor, la justicia, el perdón, etc. De alguna manera, en la segunda sección, Jesús deviene "Palabra"; una Palabra que siembra en el corazón de los apóstoles la semilla del Reino.

Hagamos, aun, otra observación. La parábola (15,11-32) está, más o menos, en la parte central de la segunda sección (9,51-19,27). Advirtamos ese detalle: La segunda sección describe las peculiaridades del auténtico discípulo; pero en la zona céntrica, se encuentra la "parábola del hijo pródigo" que explica la naturaleza íntima de Dios: la ternura y la misericordia. Jesús enseña a sus amigos a ser buenos discípulos, pero en el centro de su enseñanza coloca la descripción de las entrañas misericordiosas de Dios.

Nuestra narración parangona la actitud del padre, ternura y misericordia, con la de los hijos, mezquindad y traición. Mostrando la trivialidad de la perspectiva humana nos hace obliga a discernir la profundidad de la mirada de Dios. La misericordia de Dios es infinitamente más poderosa que el pecado y la estrechez de los hombres.

Los discípulos, durante la pasión, abandonaran el camino de Jesús y olvidarán la ruta del amor. Pero a pesar del pecado humano, el Señor, al igual que el padre de la parábola, permancerá atento al retorno de sus hijos; y, sin que ellos lo sepan, velará la senda de su regreso.


2. Elementos del texto.

2.1. La actitud del hijo menor.

a. La decisión de abandonar la casa del Padre.

El derecho israelita sostiene que sólo los hijos varones accederán a la herencia. Entre ellos, el mayor detenta una posición privilegiada y recibe el doble que los demás (Dt 21,17). Sin embargo, en nuestro texto, es el hijo menor quien pide al padre su parte de la heredad.

El menor, el que tenía menos derechos, no se limita a "pedir" sino que "exige", pues se dirige a su padre con el imperativo "dame". No habla con su padre mediante una súplica, lo hace exigiendo una prerrogativa. El padre respeta la libertad del hijo; y, sin replicar nada, reparte los bienes entre los dos hermanos. Después, el hijo menor, reuniendo todo lo suyo, abandona la casa paterna y se encamina a un país lejano.

b. La experiencia de una vida que se destruye.

Lejos de la casa paterna las condiciones devienen adversas. Para explicar el estado del hijo menor la narración se vale de frases muy duras:

* "Se ajustó con uno de los habitantes del país". Aquel hijo que había abusado de su derecho al obligar a su padre a repartir la herencia; ahora tiene que "ajustarse" a las condiciones que le impone un desconocido en tierra extranjera y en tiempo de hambre. ¡La existencia se hace más dura cuando debemos adaptarnos a las leyes del mundo por haber abandonado los preceptos de Dios!

* “... lo mandó a sus campos a guardar cerdos". Guardar cerdos era para la religión judía algo degradante e inaceptable. La legislación prohibía comer su carne y el AT considera al cerdo animal impuro (Dt 14,8). El NT, para destacar la repugnancia judía hacia el cerdo, narra la curación del endemoniado de Gerasa (Lc 15,26-39): Los demonios salidos del enfermo penetran en el cuerpo de los puercos, es decir, en lo más inmundo. La situación del hijo menor es peor que la de los cerdos, pues estos comen algarrobas mientras él ni siquiera puede probarlas, pues nadie se la da.

c. La decisión de rehacer la vida.

Cuando la situación es desesperada; el hijo decide volver a la casa paterna. Pero fijémonos, con atención, en las razones que le impulsan a regresar al hogar.

* La primera motivación, la más profunda y la más real, es el hambre. La razón por la cual piensa volver no es por amor al padre ni para reconstruir la familia. La actitud por la que retorna es "porque no tiene donde caerse muerto", como diríamos en lenguaje coloquial. Se dice a si mismo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí estoy muriéndome de hambre".

* Una vez que ha sentido el hambre y el abandono, aparece una segunda reflexión: "He pecado contra el cielo y contra ti". La expresión "pecar contra el cielo" equivale a afirmar: "pecar contra Dios". Durante el siglo I, los judíos no citaban el nombre de Dios, sólo lo pronunciaba con voz temblorosa el Sumo Sacerdote cuando, una vez al año, entraba en el recinto más sagrado del Templo.

Esa segunda reflexión es crucial. El hijo menor percibe que ha pecado. Su situación no es fruto de la casualidad ni de la mala suerte. Él mismo ha desordenado su vida. Precisamente eso es el pecado: romper nuestra propia vida; hacer añicos el proyecto de Dios para con nosotros y destrozar la relación con los hermanos. La cornada del hambre le revela cómo ha malbaratado propia existencia y arruinado el proyecto del padre en favor suyo.

* Consciente de su pecado, no se deja hundir en la desesperación, sino que toma la única decisión lúcida: "Levantándose, volvió a su padre". El pecado ha dejado secuelas en su vida, ya no se sentirá ante su padre como "hijo", se presentará como "jornalero". El hijo menor vuelve pero ya nada será como antes, tan sólo aspira a sobrevivir, a ser un asalariado más. Pero ignora lo más importante: La ternura del padre está muy por encima del pecado y la traición que él ha cometido.


2.2. La actitud del hijo mayor.

Vamos a apreciar las características del mayor contraluz de la forma de vida del hermano menor.

a. “Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa ...

El hijo mayor tenía preferencia en los derechos de herencia. En cambio constató como era el menor quien exigía sus privilegios y se marchaba de casa con la mitad de los bienes. Él siguió trabajando en las tareas del campo, mientras su hermano dilapidaba la fortuna viviendo licenciosamente. Durante largos años sirvió a su padre sin desobedecer una sola orden; pero nunca disfrutó de un cabrito con el que celebrar una fiesta con los amigos. Ahora ve como el hermano menor, que ha devorado la hacienda con prostitutas, es festejado con un ternero cebado.

La historia del hijo menor es la experiencia de una vida truncada por el orgullo y la traición; pero la vida del hijo menor describe la rutina de una existencia triste y cerrada a la bondad del padre.

b. ... él se irritó y no quería entrar”.

Desde la perspectiva externa, el hijo mayor, ha obrado con rectitud. Seguramente debía exigir en los demás la misma rigidez por la que, él mismo, tanto se esforzaba. Popr eso cuando aparece el menor y el padre le acoge con amor intenso, el mayor no puede entenderlo.

El odio hacia el hermano menor es inmenso. Dice al padre: "... ese hijo tuyo "; una frase que denota una gran dosis de rabia, pero que refleja, sobre todo, la ruptura entre los hermanos. El mayor no dice "... ese hermano mío”; esa frase denotaría, aun, una relación fraternal. La locución "... ese hijo tuyo" indica que el mayor quiebra la relación con el menor; éste ya no es su hermano, es solamente hijo de su padre. El hermano mayor siente la ira que le corroe y la manifiesta negándose a entrar en casa.


lunes, 7 de octubre de 2013

¿QUÉ SIGNIFICÓ EL EXILIO EN BABILONIA?

                                                                                              Francesc Ramis Darder


    El exilio es el período en que parte del pueblo hebreo vivió desterrado en Babilonia (597-538 aC.). Tiempo difícil y apasionante: posibilitó la vivencia más auténtica de la fe.

    Nabucodonosor, rey de Babilonia, conquistó Jerusalén (597 aC.), deportó a los dirigentes y artesanos a la capital de su Imperio, y sometió a la Ciudad Santa a tributo. Diez años más tarde, Sedecías, rey de Jerusalén, rehusó pagar el impuesto. Nabucodonosor arremetió contra Sión (587 a C.): destruyó las murallas, deportó otro grupo de población, e impuso al gobernador Godolías. Los hebreos se rebelaron contra Godolías. Nabucodonosor intervino (582 aC.): desterró otro contingente judío, y acabó con el estado de Israel incorporándolo a la provincia babilónica de Transeufratina. Posteriormente, Ciro el Grande, rey de medos y persas, conquistó Babilonia (538 a.C); y permitió a los judíos volver a Palestina (2Cr 36, 22-23).

    El exilio de Babilonia (597-538 aC.) fue muy duro para el pueblo hebreo: perdió la tierra, el Templo, las fiestas religiosas, el rey, y los signos de su identidad. El destierro fue un tiempo difícil, como toda experiencia crítica, fue la época privilegiada para reflexionar sobre la fe y buscar nuevas mediaciones para vivirla.

    El pueblo dijo: Perdimos al rey, intentemos que Dios sea el auténtico rey y guía de Israel. No tenemos Templo para celebrar la fe, creemos la Sinagoga como lugar de plegaria. Es imposible oficiar el culto esplendoroso de nuestras fiestas, potenciemos el Sábado como día sagrado para honrar el Señor. Carecemos de Tierra, intentemos agruparnos en fraternidades donde vivir la fe. Hemos perdido los signos de nuestra cultura,  hagamos de la circuncisión la señal externa de nuestra identidad.

    Nuestra vida cristiana pasa, a veces, por épocas de destierro. Momentos en que parece que nuestra fe se extingue. La prueba es difícil, pero puede provocar nuestro crecimiento cristiano. En épocas de desanimo acerquémonos el Señor de la misericordia, busquemos el consejo de los hermanos,  y seamos solidarios con quienes sufren más que nosotros. Así, convertiremos las etapas de dificultad en una buena ocasión para hacer crecer los valores que Dios ha sembrado en nuestro corazón para bien de la humanidad entera.

martes, 1 de octubre de 2013

LA COMUNIDAD JUDÍA DE ALEJANDRÍA VII. LIBRO DE LA SABIDURÍA.



                                                                                         Francesc Ramis Darder


Constituye la séptima entrega sobre la "Comunidad judía de Alejendría".



4.4.El pálpito de la Sabiduría en la Historia humana: Sab 10,1-19,20.

    Como hemos propuesto, el libro de la Sabiduría constituye, entre otros aspectos, el proyecto de conversión que la comunidad hebrea, fiel a la Ley, propone a la comunidad judeoalejandrina, atenazada por la idolatría, para que se injerte plenamente en el árbol de la alianza hasta convertirse en la asamblea inmortal que rige el destino del Humanidad hacia la meta de la inmortalidad. El libro comienza analizando el papel de la Sabiduría como senda que conduce a al inmortalidad (Sab 1,16-6,21), para adentrarse luego en la esencia de la Sabiduría e impetrarla como dádiva divina (Sab 6,22-9,18).   Ahora bien, la adquisición de la Sabiduría, prenda de inmortalidad, lleva de la mano la práctica de la justicia y presupone, a modo de contrapartida, el rechazo de la idolatría, manto cultual de la injusticia. En ese sentido, el autor, eco de la comunidad fiel, alienta la vivencia de la justicia y proscribe la idolatría para que la comunidad judía se injerte de lleno en el tronco de la alianza y adquiera, de ese modo, la gracia de la inmortalidad (Sab 10,1-19,20).

   A lo largo de la tercera parte (Sab 10,1-19,20), el libro reflexiona sobre la tradición hebrea para descubrir el rumor de la Sabiduría en el cauce de la Historia. Desde el prisma literario, Sab 10,1-19,20 está entretejido por una introducción seguida de siete dípticos entre los que despuntan dos reflexiones, na sobre la misericordia y la omnipotencia divinas (Sab 11,15-12,27), y otra sobre la idolatría (Sab 13-15).

    La introducción (Sab 10,1-11,1) narra como Dios, por medio de la Sabiduría, actúo a favor de su pueblo durante una larga etapa de la historia, desde Adán hasta Moisés. El texto ensalza los grandes personajes y encomia la prestancia del pueblo. En ese sentido, el poema califica como “justos” a los personajes más notables: Noé, Abrahán, Lot, Jacob y José, el “justo” vendido (Sab 10,4.5.6.10.13); conoce a Moisés como “servidor del Señor (Sab 10,16) y “santo profeta” (Sab 11,1), y define al pueblo liberado de Egipto como “pueblo santo” (Sab 10,15), “linaje intachable” (Sab 10,15) y comunidad de “justos” (Sab 10,20). El instinto poético intuye bajo el ropaje que caracteriza tanto al pueblo como a los grandes personajes, la identidad teológica de la comunidad fiel al Señor, “justa, intachable y santa” que, amenazada por el hechizo helenista, permanece fiel a la Ley. La comunidad asistida por la Sabiduría (cf. Sab 10,1.3.5.6.10.11; 11,1) que se convierte en destello de la actuación de Dios, con la intención de injertar a la asamblea judeoalejandrina en la obediencia plena de los preceptos divinos.

    La introducción ha señalado algunos mojones de la actuación de Dios, mediada por la Sabiduría, a favor de su pueblo (Sab 10,1-11,1); ahora, el texto mostrará como es el mismo Dios quien ha actuado a lo largo de la historia en bien de la comunidad elegida y en contra de los enemigos de su pueblo (Sab 11,2-19,20). La textura literaria se vale de siete antítesis para subrayar la actuación de Dios en la Historia.

    La primera antítesis alude a la prueba de la sed (Sab 6,4-14; cf. Ex 7, 17-25), desde una doble perspectiva. En primer lugar, muestra como el motivo de la sed propició que el Señor bendijera a los israelitas dándoles agua de la roca, mientras que la sed de los egipcios procedía del castigo divino contra la soberbia; como sabemos, el Señor, por medio de Moisés, trocó en sangre el caudal del Nilo con lo que el agua dejó de ser potable. En segundo término, el poema matiza el sentido del castigo; el Señor sometió al pueblo peregrino al suplicio de la sed para que la comunidad aprendiera a depositar su confianza sólo en Yahvé, mientras agredió a los egipcios, enturbiando las aguas, para que palparan la dureza de la ira divina.

    Ahora bien, la antítesis ofrece una doble reflexión sobre la desgracia que afligió a los egipcios. Por una parte, el oprobio de la sed provocó que reconocieran el exclusivo señorío del Señor sobre los acontecimientos y, por otra, determinó que admiraran la grandeza de Moisés a quien antaño habían despreciado. Así el poema enfatiza la doble función de la comunidad fiel; será el testigo privilegiado de la actuación de Dios a favor de su pueblo, a la vez que muestra como la fidelidad de la comunidad provocará que las naciones, en este caso los egipcios, reconozcan el exclusivo señorío de Yahvé.

    A continuación de la primera antítesis, aparecen dos digresiones. La primera alude a la moderación con que actuó Dios contra Egipto y Canaán (Sab 11,15-12,27), la segunda recoge una crítica acibarada contra la religiosidad pagana (Sab 13,1-15,19).

    Como enfatiza la primera digresión, aunque el Señor hubiera fustigado la idolatría egipcia, no aniquiló el país del Nilo; pues la intención divina no estriba en la destrucción de Egipto sino en que los egipcios reconozcan la soberanía del Señor, el Dios de Israel (Sab 12,2.27). De modo parejo acontece con el país de Canaán, el Señor flageló con moderación los fetiches cananeos para dar ocasión al arrepentimiento de los idólatras. A nuestro entender, la conclusión del relato apunta hacia dos horizontes complementarios. Por una parte, apreciamos bajo el manto idolátrico de Egipto y Canaán una alusión simbólica a la perfidia idolátrica que atenaza la existencia de Israel; aunque el Señor pudiera haber destruido al pueblo pecador, difiere el extermino para darle ocasión de arrepentirse. Por otra, el relato apunta a las naciones; el Señor pospone el justo castigo contra la torpeza pagana a la espera de que los gentiles reconozcan el exclusivo señorío del Dios de Israel sobre el destino del Mundo.

    La segunda digresión denuncia la estulticia de la idolatría (Sab 13-15). El envite censura la estupidez de los idólatras: hombres necios que, escrutando la creación, han sido incapaces de reconocer al Artífice de todas las cosas (Sab 13,1-5). El autor maldice a los idólatras, pues con los bienes de la creación han tallado ídolos inútiles, vanos y ridículos (Sab 13,6-14,31; 15,7-19). No obstante, en contraposición a la mendacidad de los idólatras, el relato ensalza la bondad del Señor y sentencia que el conocimiento del Dios de Israel es la raíz de la inmortalidad (Sab 15,1-6). Así el poema magnifica el exclusivo señorío del Dios de Israel sobre el Cosmos y fustiga sin piedad el proceder de los idólatras con una doble intención. Por una parte, la comunidad fiel advierte a la asamblea judeoalejandrina del peligro que entraña el cerco idolátrico; y por otra, desentraña la banalidad de la idolatría ante la mirada de los paganos.

     Bajo los pliegues de ambas digresiones late, a modo de insinuación, la intención teológica de la comunidad hebrea fiel a la Ley. El objetivo de la comunidad observante estriba, por un lado, en ahuyentar la asamblea judía de las fauces de los ídolos para propiciar, a modo de contrapartida, la su adhesión plena a las normas de la alianza; por otro lado, denunciando la estulticia de los fetiches, intenta atraer los paganos hacia el reconocimiento del exclusivo señorío del Dios de Israel sobre la historia humana.

    Concluidas las dos digresiones, aflora la segunda antítesis (Sab 16,1-4). Mientras el Señor castigó con bichos repugnantes la soberbia egipcia (cf. Ex 7,26-8,11), bendijo a su pueblo con las codornices (cf. Ex 16,9-13; Nm 11,10-32). Los egipcios, abrumados por animales deleznables, perdieron el natural apetito, mientras el pueblo peregrino, tras una privación pasajera, saboreó el manjar más exquisito. A través de la antítesis, el texto subraya la diversa cualidad del castigo divino; los paganos sufren el oprobio que implica su soberbia, mientras el penar judío, el hambre, constituye la mediación con que el pueblo apreciará más tarde la magnificencia del Señor, las codornices.

    La tercera antítesis confronta la suerte de hebreos y egipcios (Sab 16,5-13). Aunque las serpientes picaran al pueblo peregrino, los fieles del Señor conservaban la vida, pues miraban el signo de la salvación para recordar los mandamientos de la Ley (Sab 16,5-8; cf. Nm 21,4-9); “el signo de salvación” alude a la serpiente de bronce, fundida por Moisés en el desierto. Aún así, el texto remarca que la salvación no procede del signo prodigioso, sino de la gracia de Dios, el Salvador de todos. El relato enfatiza dos cuestiones. En primer lugar, refiere que el flagelo de las serpientes fue el escarmiento con que Dios fustigó, por un tiempo, el pecado del pueblo; en segundo término, señala que el signo salvador, imagen de la Ley, constituye la mediación para convencer a los enemigos de que sólo el Dios de Israel es capaz de librar del dolor y del mal. En contraposición a los israelitas, los egipcios, picados por las langostas (cf. Ex 10,4-15), encontraban la muerte (cf. Ex 10,4-15; 8,16-20).

    El objetivo del autor del libro, miembro de la comunidad judeoalejandrina fiel a la Ley, apunta a dos dianas concomitantes. Por una parte, induce a la comunidad judeoalejandrina a la observancia de la Ley, como única manera de conservar la vida; sólo el cumplimiento de la Ley permitirá a los hebreos mantener su identidad entre la amenaza helenista, simbolizada tras la aridez del desierto y la violencia de las sierpes. Por otra, la fidelidad de la comunidad judía convencerá a los enemigos, símbolo de los paganos helenistas, de que sólo el Dios de Israel es capaz de librar de cualquier mal; de ese modo, la vivencia fiel del pueblo hebreo provocará la admiración de los paganos ante la grandeza del Señor.

    La cuarta antítesis trae a la memoria el recuerdo del granizo y el maná (Sab 16,15-29). Los egipcios, metáfora de los impíos, sufrieron la furia del brazo del Señor: lluvias, granizadas, aguaceros, fuego implacable y el acoso de las fieras. Ahora bien, el Señor no sólo reprendía la maldad, deseaba también que los impíos vieran que el castigo nacía “del juicio de Dios” (Sab 16,18); sin duda, la expresión evoca uno de los objetivos de las plagas, pues sentencia el texto del Éxodo: “así conoceréis que yo soy Yahvé” (Ex 7,17). De ese modo, podemos intuir bajo el castigo de los impíos una intención teológica de la comunidad judeoalejandrina fiel a Ley: la decisión de insertar en el corazón de los paganos y de los judíos infieles la certeza de que sólo el Dios de Israel gobierna el curso de la historia.

    Al contraluz de la sanción de los egipcios, el relato destaca la bendición del pueblo peregrino: el Señor alimentó a su pueblo con el pan de los ángeles, el maná (Ex 16; Sal 78,25; 105,40), para que aprendiera que no es la variedad de los frutos lo que alimenta al hombre, sino la fuerza de la Palabra; bajo la mención de la Palabra podemos intuir, alegóricamente, la sombra de la Ley, la intervención de Dios en bien de su pueblo. Desde esa óptica, podemos entrever otra intención de la comunidad fiel a la Ley, oculta en los entresijos del relato. La comunidad leal invita a la asamblea judeoalejandrina a buscar el sustento –en sentido teológico- en la observancia de la Ley desdeñando, a modo de contrapartida, el embeleco de la idolatría helenista.

    La quinta antítesis rememora el motivo de las tinieblas y la columna de fuego (Sab 17,1-18,6). Subraya como la magia pagana se muestra incapaz de abatir las tinieblas con que el Señor reprime la obsesión de los egipcios contra la comunidad hebrea (cf. Ex 10,21-23). Al contraluz del baldón egipcio, el relato destaca la luz radiante, metáfora de la presencia de Dios, que ilumina la comunidad de los santos (cf. Ex 10,23), símbolo del pueblo redimido. Los egipcios, desconcertados por el prodigio, felicitan a la comunidad hebrea y le piden perdón por las ofensas con que la injuriaron. Captamos una vez más,  la intención de la comunidad fiel a la Ley, la decisión de insinuar como al final de los tiempos los paganos reconocerán, contemplando al pueblo redimido, el exclusivo señorío del Dios de Israel. Al contraluz de las tinieblas que ofuscan el intelecto pagano, una columna de fuego ilumina la senda del pueblo peregrino (cf. Ex 13,21-23; Sal 121,6); el relato remarca, a modo de colofón, la tarea que Dios encomienda a su pueblo, la misión de ofrecer al Mundo la luz incorruptible de la Ley (Sab 18,4).

    La sexta antítesis contrapone la muerte de los primogénitos egipcios con la liberación de los israelitas, esclavos en el país del Nilo (Sab 18,1-19). A los egipcios que habían decretado la muerte de los hijos de los santos (cf. Ex 1,22-2,10), metáfora de la comunidad hebrea, el Señor les arrebató los primogénitos (Ex 12,29-30) y los hizo perecer en las aguas impetuosas (Ex 14,26-28); así, durante la noche en que el Señor diezmó a los adversarios glorificó a su pueblo. A nuestro entender, el autor extrae de nuevo una doble lección. Por una parte, enfatiza la firmeza con que Dios ha elegido a su pueblo; por otra recalca que la desgracia de los egipcios y la redención de los judíos constituye el proceso por medio del cual Dios provoca que los paganos reconozcan al pueblo redimido con el mejor epíteto: “Hijo de Dios”, es decir, el eco de la presencia de Dios en el Mundo (Sab 18,14; cf. Ex 4,22; Dt 1,31; Os 11,1).

    Concluida la sexta antítesis, despunta un breve episodio (Sab 18,20-25). Durante la travesía del desierto, la asamblea de los justos sorbió la prueba de la muerte; pero, continúa el relato, un hombre irreprochable, Aarón siervo de Dios, se enfrentó a la cólera divina y acabó con los blasfemos (Coré, Dotán y Abirón) (Nm 16,1-17,15). El israelita valiente no detuvo la furia de Dios con la fuerza corporal, sino con las armas de su ministerio, la oración y el incienso expiatorio (Sab 18,21). El texto enfatiza la autoridad del personaje: “Llevaba el mundo entero sobre su vestido talar, los nombres gloriosos de los padres en cuatro hileras de piedras talladas y tu majestad (de Dios) en la diadema de su cabeza” (Sab 18,24; cf. Ex 28,17-21.29.36). Sin duda, el texto reviste al personaje con el traje del sumo sacerdote, pero, como era frecuente en la época helenística, la vestimenta adquiere un simbolismo cósmico, pues la intercesión sacerdotal se muestra capaz de rendir la violencia del “exterminador”, metáfora de cualquier poder que atente contra el pueblo elegido. La intuición poética percibe, bajo el manto del personaje (Aarón) el aura de la comunidad fiel, cuya intercesión ante el Señor impide que las fuerzas del mal, las insidias helenistas, acaben con la vida del pueblo elegido para ser la luz de las naciones.

    La séptima antítesis contrapone el luto egipcio en el Mar Rojo con la luz refulgente del pueblo redimido (Sab 19,1-21). Mientras el pueblo emprendía la ruta hacia la Tierra Prometida, los egipcios, más perversos que los ciudadanos de Sodoma (Sab 19,13-17), encontraban una muerte entre las aguas (Sab 19,5; cf. 18,3). El texto, voz de la comunidad leal, ofrece la razón teológica de la salvación del pueblo: “Toda la creación, obediente a tus órdenes (de Dios), se transformó […] para resguardar salvos a tus hijos (la comunidad hebrea)” (Sab 19,6; cf. 5,17; 16,24). Con intención de poner el mejor colofón a la descripción del pálpito de la Sabiduría en la Historia, la comunidad fiel a la Ley sentencia que el Cosmos está, por designio divino, al servicio de la comunidad de los santos, el pueblo fiel a los preceptos del Señor. De ese modo, la comunidad leal abre la puerta de la salvación a la comunidad judeoalejandrina tentada por la idolatría; pues la adhesión al Señor, manifestada por la comunidad fiel a la Ley, provoca en el creyente la confianza propia de los hijos de Dios (cf. Sab 19,6; 18,13).