martes, 9 de febrero de 2021

TERNURA

 

                                                       Francesc Ramis Darder

                                                       bibliayoriente.blogspot.com

 

El Señor envió al profeta Jeremías al taller del alfarero para que viera la delicadeza del artesano para modelar vasijas. De pronto, un cuenco se rajó en el torno, pero el alfarero no lo desechó, recomenzó la obra con el mismo fango. Entonces, dijo el Señor: “Como está la arcilla en manos del alfarero, así estáis vosotros en mis manos, pueblo de Israel” (Jr 18,6). La metáfora sugiere la espiritualidad del Antiguo Testamento: Dios, el alfarero, tiene nombre propio, el Señor; la bondad y la misericordia evocan las manos de Dios que, como buen artesano, modela a su pueblo; la arcilla simboliza la identidad de Israel, el pueblo de Dios; mientras el torno insinúa la historia humana, el escenario donde el Señor cincela su comunidad.

 

    Ahora bien, ¿qué aspecto desea conferir a su pueblo? El libro de Isaías ofrece la respuesta: “Así dice el Señor […] el que te formó, Israel […] que creé para mi gloria” (Is 43,1-7). Cuando el Señor, eco del alfarero, modela Israel no forma una comunidad cualquiera, sino al pueblo que refleja la gloria de Dios en la sociedad humana.

 

    Las manos con que Dios configura Israel son espirituales; así lo subraya el libro del Éxodo: Dios clemente y misericordioso, paciente, lleno de amor y fiel” (Ex 34,6). En hebreo, la palabra “misericordia” señala “el seno materno”; y en sentido metafórico, alude al sentimiento amoroso que vincula a las personas por lazos de sangre o de corazón, como la madre y el padre con sus hijos, o a un hermano con otro.

 

    Aunque el Señor quiere modelar a su pueblo, Israel es reacio a la misericordia divina. Así lo lamentó el Señor ante Moisés: “¿Hasta cuándo este pueblo se negará a creerme después de todos los prodigios que he realizado en su presencia?” (Nm 14,11). Sin embargo, Moisés intercedió ante el Señor: “Perdona el pecado de este pueblo por tu gran misericordia”; y Dios respondió: “Le voy a perdonar como tú dices” (Nm 14,19-20). La clemencia representa la constancia de Dios por modelar al pueblo que rechaza su caricia, manifiesta la “paciencia” de Dios por tornear Israel a su imagen y semejanza.

 

    Ahondando en la cuestión, el Señor también es “fiel” y “lleno de amor”. Como sabemos, la decisión de amar a alguien entraña el compromiso de buscar su bien. Así lo manifestó Dios a su pueblo en el desierto: “El Señor  […] os eligió […] no porque fuerais más numerosos que los demás pueblos […] sino por el amor que os tiene” (Dt 7,7-8). Cuando la Escritura sentencia que Dios ama con fidelidad, certifica que es posible fiarse siempre de su bondad. Misericordia y clemencia, amor y fidelidad son las manos con que Dios modela a su pueblo para convertirlo en testigo de la bondad divina en la sociedad humana.

 

    No obstante, tanto el alfarero como el Señor topaban con el mismo problema: si el fango no está húmedo, se desgarra y se rompe. ¿Qué simboliza la sequedad del fango? La sequedad ilustra la desgracia del hombre seducido por los falsos dioses (Is 1,28).

 

    Cuando queremos saber quienes son los falsos dioses, escuchamos el  Deuteronomio: “Cuando el  Señor, tu Dios, te introduzca en esa tierra buena [...] no te olvides del Señor tu Dios [...] cuando se multiplique tu ganado, tu plata, tu oro, y todos tus bienes, que no se engría tu corazón y te olvides del Señor […] Y no digas: ‘Con mis propias fuerzas he conseguido todo esto’. Acuérdate del Señor; él es quien te ha dado la fuerza” (Dt 8,7-18). Los falsos dioses son tres, a saber, el afán de poder: “con mis propias fuerzas he conseguido todo esto”; el ansia por acaparar bienes sin medida: “cuando se multiplique tu ganado”; y el engreimiento por aparentar lo que no somos: “Y no digas”.

 

    La idolatría consiste en huir de las manos de Dios para entregarse al poder, el tener y la apariencia; por eso la idolatría es pecado, pues aleja al hombre del regazo divino para destruirlo entre las garras de los falsos dioses. La idolatría acarrea la infelicidad, pues por mucho que medremos, siempre hay alguien más poderoso, más pudiente y con más prestancia que nosotros; esta infelicidad se denomina en la Biblia “sequedad”, la consecuencia del pecado que deshace el alma de cualquier persona.

   

    Ahora bien, la huella del pecado y la impronta de la misericordia divina no pesan igual en el aspecto del ser humano, lo crucial es el reflejo del amor de Dios y no las heridas del  pecado. Cuando el fango reseco se rompía, el alfarero no lo desechaba, volvía a transformarlo en un vaso mejor (Jr 18,1-10). Cuando Israel huía de Dios para abrazarse a los ídolos, quedaba seco; pero el Señor no lo abandonaba, le perdonaba para devolverle la vida. Al parangonar la historia de Israel con nuestra vida, podemos mirar los golpes del pecado desde la perspectiva divina, pues a los ojos de Dios incluso las marcas del pecado son el contraluz del perdón que nos ha concedido.

 

    La ternura y la misericordia de Dios modelaron la historia de Israel y cincelan la vida cristiana. Quien opta por el amor vivirá siempre en las manos del Señor, el Alfarero de la Vida: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón no descansará hasta que repose en ti” (s. Agustín).


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