Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
El Señor envió al profeta Jeremías al taller del
alfarero para que viera la delicadeza del artesano para modelar vasijas. De
pronto, un cuenco se rajó en el torno, pero el alfarero no lo desechó,
recomenzó la obra con el mismo fango. Entonces, dijo el Señor: “Como está la
arcilla en manos del alfarero, así estáis vosotros en mis manos, pueblo de
Israel” (Jr 18,6). La metáfora sugiere la espiritualidad del Antiguo
Testamento: Dios, el alfarero, tiene nombre propio, el Señor; la bondad y la
misericordia evocan las manos de Dios que, como buen artesano, modela a su
pueblo; la arcilla simboliza la identidad de Israel, el pueblo de Dios;
mientras el torno insinúa la historia humana, el escenario donde el Señor
cincela su comunidad.
Ahora bien,
¿qué aspecto desea conferir a su pueblo? El libro de Isaías ofrece la
respuesta: “Así dice el Señor […] el que te formó, Israel […] que creé para mi
gloria” (Is 43,1-7). Cuando el Señor, eco del alfarero, modela Israel no forma
una comunidad cualquiera, sino al pueblo que refleja la gloria de Dios en la
sociedad humana.
Las manos con que Dios configura Israel son
espirituales; así lo subraya el libro del Éxodo: “Dios clemente y
misericordioso, paciente, lleno de amor y fiel” (Ex 34,6). En hebreo, la
palabra “misericordia” señala “el seno materno”; y en sentido metafórico, alude
al sentimiento amoroso que vincula a las personas por lazos de sangre o de
corazón, como la madre y el padre con sus hijos, o a un hermano con otro.
Aunque el Señor quiere modelar a su pueblo,
Israel es reacio a la misericordia divina. Así lo lamentó el Señor ante Moisés:
“¿Hasta cuándo este pueblo se negará a creerme después de todos los prodigios
que he realizado en su presencia?” (Nm 14,11). Sin embargo, Moisés intercedió
ante el Señor: “Perdona el pecado de este pueblo por tu gran misericordia”; y
Dios respondió: “Le voy a perdonar como tú dices” (Nm 14,19-20). La clemencia
representa la constancia de Dios por modelar al pueblo que rechaza su caricia,
manifiesta la “paciencia” de Dios por tornear Israel a su imagen y semejanza.
Ahondando en la cuestión, el Señor también
es “fiel” y “lleno de amor”. Como sabemos, la decisión de amar a alguien
entraña el compromiso de buscar su bien. Así lo manifestó Dios a su pueblo en el
desierto: “El Señor […] os eligió […] no
porque fuerais más numerosos que los demás pueblos […] sino por el amor que os
tiene” (Dt 7,7-8). Cuando la Escritura sentencia que Dios ama con fidelidad,
certifica que es posible fiarse siempre de su bondad. Misericordia y clemencia,
amor y fidelidad son las manos con que Dios modela a su pueblo para convertirlo
en testigo de la bondad divina en la sociedad humana.
No obstante, tanto el alfarero como el
Señor topaban con el mismo problema: si el fango no está húmedo, se desgarra y
se rompe. ¿Qué simboliza la sequedad del fango? La sequedad ilustra la
desgracia del hombre seducido por los falsos dioses (Is 1,28).
Cuando queremos saber quienes son los
falsos dioses, escuchamos el
Deuteronomio: “Cuando el Señor,
tu Dios, te introduzca en esa tierra buena [...] no te olvides del Señor tu
Dios [...] cuando se multiplique tu ganado, tu plata, tu oro, y todos tus
bienes, que no se engría tu corazón y te olvides del Señor […] Y no digas: ‘Con
mis propias fuerzas he conseguido todo esto’. Acuérdate del Señor; él es quien
te ha dado la fuerza” (Dt 8,7-18). Los falsos dioses son tres, a saber, el afán
de poder: “con mis propias fuerzas he conseguido todo esto”; el ansia por
acaparar bienes sin medida: “cuando se multiplique tu ganado”; y el
engreimiento por aparentar lo que no somos: “Y no digas”.
La idolatría consiste en huir de las manos
de Dios para entregarse al poder, el tener y la apariencia; por eso la
idolatría es pecado, pues aleja al hombre del regazo divino para destruirlo
entre las garras de los falsos dioses. La idolatría acarrea la infelicidad,
pues por mucho que medremos, siempre hay alguien más poderoso, más pudiente y
con más prestancia que nosotros; esta infelicidad se denomina en la Biblia “sequedad”,
la consecuencia del pecado que deshace el alma de cualquier persona.
Ahora bien, la huella del pecado y la
impronta de la misericordia divina no pesan igual en el aspecto del ser humano,
lo crucial es el reflejo del amor de Dios y no las heridas del pecado. Cuando el fango reseco se rompía, el
alfarero no lo desechaba, volvía a transformarlo en un vaso mejor (Jr 18,1-10).
Cuando Israel huía de Dios para abrazarse a los ídolos, quedaba seco; pero el
Señor no lo abandonaba, le perdonaba para devolverle la vida. Al parangonar la
historia de Israel con nuestra vida, podemos mirar los golpes del pecado desde
la perspectiva divina, pues a los ojos de Dios incluso las marcas del pecado
son el contraluz del perdón que nos ha concedido.
La ternura y la misericordia de Dios
modelaron la historia de Israel y cincelan la vida cristiana. Quien opta por el
amor vivirá siempre en las manos del Señor, el Alfarero de la Vida: “Nos
hiciste Señor para ti, y nuestro corazón no descansará hasta que repose en ti”
(s. Agustín).
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