Blog de Francesc Ramis Darder sobre literatura, teología, historia, arqueología del Oriente antiguo y su relación con la Biblia.
viernes, 30 de marzo de 2018
martes, 20 de marzo de 2018
ICONOGRAFÍA DE JEREMÍAS
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
La historia del Arte contempla
múltiples representaciones del profeta Jeremías. La abadía de Moissac (Francia)
fue levantada en 1063 sobre las ruinas de otro templo destruido por los
musulmanes tras la batalla de Poitiers. Las esculturas del claustro y el
pórtico constituyen una de las cimas del románico. La figura del profeta
Jeremías, esculpida en el pórtico aparece con bigote y portando una cinta con
frases del libro. El profeta Jeremías figura con frecuencia en el arte
medieval; entre los ejemplos más citados: San Ambrosio de Milán, San Vital de
Ravena, la Biblia de Roda, Catedral de Cahors, Catedral de Cremona, en los
mosaicos de Santa Maria del Trastevere (Roma); en el siglo XIII figura
esculpido en la Catedral de Chartres y en la portada central de la Catedral de
Amiens.
Diego de la Cruz creó el “Cristo de la
Piedad entre los profetas David y Jeremías” (Museo del Prado, 1495-1500, 60,2 x
93,6, técnica mixta, tabla, Museo del Prado). El artista representó varias
veces el tema del Cristo de la piedad; quizá la más elaborada, le representa junto
a David y Jeremías. En el centro, aparece Cristo como Varón de dolores; a su
derecha figura David y a su izquierda Jeremías. Cristo figura coronado de
espinas, con los ojos abiertos, vestido con el perizonium y con la capa sobre
los hombros, muestra las llagas de la Crucifixión. Cristo invita a los fieles a
contemplar su dolor; pues el sacrificio de Cristo en la cruz redime el pecado
del mundo. La figura de Jeremías está envuelta por una cinta que recoge el
mensaje de su libro que alude, desde la perspectiva cristiana, al dolor de
Jesús en la pasión. El profeta señala con su mano izquierda la figura de Cristo
para indicar que en el Mesías entregado a la pasión se cumplen las promesas de
la Antigua Alianza, esbozadas en el libro de Jeremías.
Desde la perspectiva del Gótico
Hispanoflamenco, Miguel Jiménez y Martí Bernat plasmaron a “Jeremías, Joel y
Miqueas” en el Retablo de Santa Cruz (Iglesia de Blesa: Teruel, 1481-1487);
Jeremías, incrustado en un medallón, está envuelto en la parte inferior por una
cinta que recoge el mensaje de la profecía.
El Pórtico de la Gloria, Catedral
de Santiago de Compostela, ofrece representaciones, en las columnas de la
puerta central y en las puertas laterales, imágenes de profetas, apóstoles y
otras figuras simbólicas. En la columna de la izquierda, y comenzando por la
que mira al Apóstol, destaca la figura de Moisés con las tablas de la ley;
Isaías con el bastón; Daniel y Jeremías con barba; todos sujetan una cinta que
lleva su nombre. Igualmente, la Catedral de Mallorca, entre las figuras de
cinco profetas y cinco patriarcas, sobre el Tímpano del Portal del Mirador,
donde intervinieron Jean de Valenciennes y Enric l’Alemany (siglo XIV), aparece
la figura de Jeremías, pensativo y con barba.
El cincel de Donatello plasmó en mármol al
profeta Jeremías (1423-26). El artista eligió como modelo a un amigo
florentino, Francesco Soderini; atento a la perspectiva de su tiempo, el
profeta aparece vestido de toga y con aire pensativo. Al decir de los críticos,
con la escultura de Jeremías y la de Habacuc, Donatello acrisola las bases de
la escultura renacentista. El escultor diseñó las imágenes para decorar el
Campanile de la Catedral de Florencia, pero hoy se encuentran en el Museo dell’Opera
del Duomo (Florencia).
Miguel Ángel plasmó la figura de Jeremías
en los frescos de la Capilla Sixtina (1511). Jeremías fue el último profeta
pintado por Miguel Ángel en la Sixtina. Intuyendo la destrucción de Jerusalén,
el profeta se muestra pensativo. El trono sobre el que se sienta resulta
pequeño comparado con la imagen del profeta; el artista quiso plasmar la
superioridad de Jeremías sobre los dignatarios de su tiempo, quizá los reyes,
representados por el trono. El tono meditativo, acendrado en la figura femenina
que aparece en el fondo, expresa la tensión y la angustia que tranzaron su
vida. La gran volumetría de la figura
quiebra el espacio plano donde está pintado, proyectando las piernas hacia el
espectador; podríamos decir que a la figura no le basta el marco del dibujo,
metáfora del AT, sino que necesita vislumbrar un espacio más amplio, alegoría
del NT hacia el que apunta, desde la perspectiva cristiana, la predicación de
los profetas. El vestido del personaje presenta una intensa armonía cromática,
muy bella, que establece un contraste con el claroscuro de la parte inferior;
simboliza el contraste entre la fuerza de Dios que le protege, representa por
la fuerza del color, y la persecución de sus convecinos, expresada por los
trazos del claroscuro.
El arte de Rembradt se plasma en la obra “Jeremías lamenta la destrucción
de Jerusalén” (Museo Rijksmuseum, 1630, 58,3 x 46,6, óleo sobre tabla).
Jeremías aparece contemplando la destrucción de Jerusalén por las armas de
Nabucodonosor II (587 a.C.). Está sentado sobre unas rocas a las afueras de la
ciudad, apoyando su rostro, triste y melancólico, sobre el brazo izquierdo. A
su lado destacan las piezas de un tesoro, quizá lo que pudo rescatar entre las
ruinas del templo devastado. Detrás del profeta figura una columna, metáfora de
la entereza con que quiso sostener la fidelidad de su pueblo a los preceptos
divinos. Al fondo, despunta el resplandor de la ciudad en llamas, incendiada
por los babilonios. La luz de las hogueras ilumina la figura del anciano
profeta que, con gesto de tristeza, constata la destrucción de la urbe. Las
zonas donde no llega la luz se mantienen en la sombra; pues solo el profeta
constituye un rayo de luz, alegoría de fidelidad al Señor, en las sombras que
envuelven Sión, símbolo de la idolatría. El juego de luz y sombra lleva a los
comentaristas a percibir en el cuadro la influencia de Caravaggio. El
naturalismo que dibuja al personaje en la senectud (frente arrugada, cabello
largo y fino, manos y pies de piel fláccida) determina que los críticos
entienden que el artista eligió a su padre, Harmen van Rijn, como modelo.
Marc Chagall (1887-1985), pintor francés de
origen bieloruso, ha dejado una pintura sobre Jeremías (1968). El profeta
aparece en su senectud portando un volumen, alegoría del libro que lleva su
nombre. El aspecto pensativo y meditabundo de la figura, recuerda la
introversión del profeta, acongojado por la inminente destrucción de Jerusalén,
nacida del desprecio del pueblo hacia los mandamientos. Sobre la imagen del
profeta y como colocada en otra dimensión aparece una figura celestial;
representa la protección y el consuelo con que Dios fortaleció a Jeremías
mientras predicaba en Jerusalén, desdeñado por la nación, como expone el relato
de vocación (1,4-14).
A modo de síntesis, apreciamos que la
iconografía ha tendido a dibujar a Jeremías en su edad madura, y no con el
semblante adolescente del relato de la vocación; quizá su vejez prematura
refleje las cicatrices de la persecución. Su carácter pensativo evoca el
presagio de la destrucción de Jerusalén y el exilio, mientras la presencia del
libro refleja la obra que lleva su nombre. Ahora bien, el llanto de Jeremías no
brota del penar desesperado, pues el profeta sabe que a su lado, sea cual sea
la adversidad, le protege la mano del Señor, representado por el almendro, el
árbol que vela por el profeta durante el invierno de la historia.
martes, 13 de marzo de 2018
sábado, 10 de marzo de 2018
¿CÓMO ERA LA IGLESIA DE JERUSALÉN?
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
A lo largo de varias
etapas, el libro de los Hechos expone como los discípulos forjan su identidad
entorno a la presencia del Resucitado, a la vez que, impulsados por el
Espíritu, proclaman el Evangelio “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y
hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).
1.Introducción (Hch
1,1-11)
Valiéndose de un breve
prólogo, Lucas vincula el libro de los Hechos con el Evangelio (Hch 1,1-2). A
continuación sitúa, en el ámbito de un discurso de despedida, el advenimiento
del Espíritu y el mandato de Jesús a los apóstoles: “Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén
[…] y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,3-8). Finalmente, el relato de la
Ascensión impulsa a los apóstoles, mediante una pregunta retórica: ¿Por qué
seguís mirando al cielo”? a emprender la tarea evangelizadora, al mismo tiempo
que colma su vida de esperanza: “Este Jesús que acaba de subir […] vendrá como
lo habéis visto marcharse” (Hch 9,11).
2.La Iglesia de Jerusalén
(Hch 1,12-5,42)
Conformaban la primigenia
Iglesia de Jerusalén “unos ciento veinte” hermanos; por entonces la comunidad,
alentada por el Espíritu y después de escuchar la propuesta de Pedro, eligió a
Matías para formar parte de los apóstoles en sustitución de Judas (Hch
1,12-26). El día de Pentecostés el Espíritu Santo se derramó sobre los
apóstoles (Hch 2,1-12); enseguida, Pedro pronunció un discurso para anunciar el
Evangelio a los vecinos de Jerusalén, y “se agregaron a la comunidad unas tres
mil personas” (Hch 2,14-41).
La
comunidad crecía y se fortalecía (Hch 2,42-47). En aquellos días, Pedro y Juan fueron
al Templo a orar; al pasar junto a la Puerta Hermosa vieron a un mendigo
tullido, y Pedro, en nombre de Jesús, lo curó (Hch 3,1-11). A continuación,
Pedro dirigió un discurso a los circunstantes para proclamar el mensaje de
Jesús; fruto del sermón, “el número de hombres que formaban la comunidad llegó
a cinco mil” (Hch 3,12-32). Alarmados por la curación y preocupados por el
discurso, las autoridades judías detuvieron a Pedro y Juan, pero tuvieron que
soltarlos (Hch 4,1-22). Una vez liberados, contaron el suceso a la comunidad de
Jerusalén que, animada por el Espíritu, no cesaba de anunciar la palabra de
Dios (Hch 4,23-31). Mientras la comunidad seguía fortaleciéndose (Hch 4,32-35),
José, levita natural de Chipre, conocido como Bernabé, puso a disposición de
los apóstoles el montante de la venta de un campo (Hch 4,36-37).
A pesar de la
bonanza, estallaban conflictos; Ananías y Safira traicionaron la confianza
comunitaria, y Pedro tuvo que corregir la disensión (Hch 5,1-11). Ahora bien,
tal era el prestigio de los apóstoles que muchas personas, procedentes de
aldeas cercanas de Jerusalén, traían a los enfermos para que, al cubrirlos la
sombra de Pedro cuando pasaba a su lado, se curaran (Hch 5,12-17); conviene
notar, que la misión cristiana trasciende Jerusalén y alcanza los pueblos
vecinos. Alterados por el triunfo de la predicación, los dignatarios judíos
persiguieron a los apóstoles, pero ellos “no cesaban de anunciar y enseñar que
Jesús es el Mesías” (Hch 5,17-42).
3.Expansión de la
Iglesia: desde Jerusalén hasta Antioquía (Hch 6,1-12,25)
El número de discípulos
era muy grande. Entonces los apóstoles, deseosos de “dedicarse a la oración y
al ministerio de la palabra” (Hch 6,4), eligieron siete diáconos para
dedicarlos al servicio de las mesas (Hch 6,1-7); uno de ellos, Nicanor, era
“prosélito de Antioquia”, es decir, un pagano que se hizo judío y después
cristiano, sería pues el primer cristiano cuyo origen remoto estaría el
paganismo. La valentía misionera de otro diácono, Esteban, propició su condena
por parte de la autoridad judía (Hch 6,8-15). Antes de morir lapidado, entonó
un discurso para anunciar la Buena Nueva ante los judíos (Hch 7,1-53); mientras
tanto, Saulo contemplaba la ejecución (Hch 7,54-8,1ª). Aquel día se desencadenó
una persecución contra la Iglesia de Jerusalén; y todos, excepto los apóstoles,
se dispersaron por Judea y Samaría; Saulo, por su parte, se ensañaba contra la
Iglesia (Hch 8,1b-3).
Entre quienes se habían dispersado por la
persecución, el diácono Felipe llegó a Samaría para proclamar el Evangelio (Hch
8,4-8); así la misión trasciende la frontera de Judea para adentrase en
Samaría. La predicación logró la conversión de Simón, el mago (Hch 8,9-13). Cuando
los apóstoles de Jerusalén tuvieron noticia de la conversión de muchos
samaritanos, enviaron a Pedro y Juan para que les impusieran las manos y
recibieran el Espíritu Santo (Hch 9,14-17). Sin embargo, Simón, admirado de la
potestad apostólica, quiso adquirirla con dinero; pero los apóstoles, dolidos
de la afrenta, le conminaron al arrepentimiento (Hch 9,18-24). Antes de
regresar a Jerusalén, Pedro y Juan anunciaron el evangelio en muchas ciudades
samaritanas (Hch 8,25). Mientras tanto, Felipe bautizó a un ministro de la
reina de Etiopía, que volvía de Jerusalén (Hch 8,27-39); acto seguido, alcanzó
Asdod y fue predicando la Buena Nueva por todas las ciudades hasta llegar a
Cesarea (Hch 8,40).
Entre tanto, Saulo perseguía a los
cristianos, pero, camino de Damasco, se encontró con el Señor (Hch 9,1-7); una
vez en Damasco, el discípulo Ananías lo bautizó (Hch 9,10-18). Pasados unos
días, comenzó a predicar en las sinagogas hasta alcanzar Jerusalén, donde los
judíos decidieron matarlo, pero los hermanos, atentos a la conjura, lo bajaron
a Cesarea y lo enviaron a Tarso (Hch 9,19-29). Por entonces, la Iglesia gozaba
de paz en toda Judea, Galilea y Samaría, con fuerza se extendía impulsada por
el Espíritu Santo (Hch 9,31).
Pedro, por su parte, visitó Lidia donde
curó a Eneas; al ver el signo, los habitantes de Lidia y la región de Sarón se
convirtieron al Señor (Hch 9,32-35). Después se desplazó a Jafa para devolver
la vida a Tabita; los vecinos de Jafa contemplaron el prodigio y muchos
creyeron en el Señor (Hch 9,36-43). Ambos signos evocan los milagros de Jesús
(ver: Lc 5,18-26; 7,15); así pues, la tarea de Pedro manifiesta la fuerza
salvadora del Evangelio. Mientras Pedro estaba en Jafa, un centurión romano, pagano,
y temeroso de Dios, llamado Cornelio, recibió el aviso del ángel de Dios para
que llamara a Pedro a su casa (Hch 10,1-5). Cuando los enviados iban a buscar a
Pedro, el apóstol tuvo una visió en que Dios le decía: “Lo que Dios ha hecho
puro, no lo consideres tú impuro” (Hch 10,9-15). Cuando llegó a casa de
Cornelio, Pedro proclamó el primer anuncio cristiano; mientras hablaba, el
Espíritu se derramó sobre los paganos; y el apóstol, atónito ante el prodigio,
mandó que los bautizaran (Hch 10,17-48). Más adelante, Pedro comunicó el suceso
a los apóstoles y hermanos de Judea, que lo recibieron con gran alegría: “¡Así
que también Dios ha concedido a los paganos la conversión que lleva a la vida!”
(Hch 11,1-18). El acontecimiento es fundamental, pues supuso la primera
incorporación de los paganos a la comunidad cristiana.
Los que se habían dispersado a causa de la persecución, tras la muerte
de Esteban, llegaron a Fenicia, Chipre y Antioquia, pero no predicaban más que
a los judíos. Sin embargo, algunos chipriotas y cirenenses anunciaban el
evangelio también a los paganos de Antioquia; muchos paganos se convirtieron.
Entonces, la Iglesia de Jerusalén envió a Bernabé a comprobar la cuestión; el
enviado pudo constar la multitud de paganos que se habían adherido al Señor.
Después, fue a Tarso a buscar a Pablo, con quien instruyó a muchos en la fe;
“en Antioquia fue donde se empezó a llamar a los discípulos cristianos” (Hch
11,19-26). Por entonces, bajaron algunos profetas de Jerusalén a Antioquia; uno
de ellos, Agabo, pronosticó el advenimiento de una gran carestía; por eso los
discípulos determinaron enviar socorro a los hermanos de Judea por medio de
Bernabé y Saulo (Hch 11,27-30). Por entonces, Herodes, mandó ejecutar a
Santiago, hermano de Juan, y encarceló a Pedro, pero el Señor, por mediación de
un ángel, liberó al apóstol del cautiverio (Hch 12,1-11). Una vez liberado, fue
a casa de María, donde estaban reunidos en oración muchos discípulos de
Jerusalén; Pedro les narró el suceso y mandó que lo contaran a Santiago y a los
hermanos (Hch 12,12-17).
Cuando Herodes abandonó Jerusalén para residir en
Cesarea, el ángel del Señor acabó con la vida del monarca (Hch 12,18-22).
Mientras la palabra de Dios crecía y se multiplicaba, Bernabé y Saulo
regresaron a Antioquía después de haber entregado, en nombre de la comunidad
antioquena, el socorro a los hermanos de Jerusalén (Hch 12,24-25).
lunes, 5 de marzo de 2018
¿CÓMO VIVÍAN LOS PRIMEROS CRISTIANOS?
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Como hemos señalado, el
libro de los Hechos, continuación de Evangelio, expone como la Iglesia, morada
de los discípulos de Jesús, compromete su existencia en la predicación del
Evangelio por todo el mundo. Con este planteamiento, leemos el libro de los
Hechos aunando dos perspectivas complementarias. Por una parte, los Hechos
relatan como la Iglesia, animada por el Espíritu, va forjando su identidad como
comunidad de los discípulos de Jesús; y por otra, el libro describe como la
asamblea de discípulos va comprometiendo su existencia, impulsada también por
el Espíritu, en el anuncio del Evangelio entre las naciones. Así pues, a medida
que los cristianos van forjándose como discípulos de Jesús se fraguan como
misioneros del Evangelio. Analicemos ambos procesos que, como hemos señalado,
acontecen simultáneamente.
Cuando leemos el conjunto del libro de
los Hechos y observamos, con especial
atención, los episodios alusivos a primera comunidad cristiana (Hch 2,42-47;
4,32-35; 5,12-16), apreciamos que la Iglesia, sostenida por el Espíritu, emerge
sobre cuatro pilares: celebración de la fe, comunión fraterna, misión
evangelizadora, y tarea catequética.
a.Celebración de fe.
Durante la última cena,
Jesús tonó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio a los apóstoles diciendo:
“Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.
Después de la cena, hizo lo mismo con la copa diciendo: Esta es la copa de la
nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros” (Lc
22,19-20). La actuación de Jesús no fue un gesto aislado, pues, como hemos
leído, dijo a los apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19). Por eso
los apóstoles, como revela el libro de los Hechos, reiteraban entre los
discípulos del Resucitado, adheridos a la comunidad, el acontecimiento de la
Cena del Señor: “Todos (referencia a la comunidad cristiana) […] perseveraban
en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). La locución “fracción
del pan” alude, desde la perspectiva cristiana, a la celebración de la
Eucaristía (ver: 1Cor 10,16; 11,24). La Eucaristía no se celebraba en el Templo
de Jerusalén, sino en la casa particular de algún cristiano y, como sugieren
los Hechos, estaba vinculada a la comida festiva: “partían el pan en las casas
y compartían los alimentos con sencillez de corazón” (Hch 2,46; ver 1Cor
20-34).
Junto a la celebración eucarística, los
discípulos, en unión con los apóstoles, no dejaban de entonar oraciones (Hch
2,42.47). La tarea esencial de los Doce radicaba en la oración y el ministerio
de la palabra (Hch 6,4); por eso enseñaban el arte de la plegaria a los
discípulos que se adherían a la comunidad (Hch 4,24-30). Sin duda, la
celebración de la Eucaristía, acendrada en la plegaria, asentaba en los
cristianos la convicción de que eran discípulos de Jesús; es decir, les
acrisolaba en la certeza de que el Resucitado estaba presente en el seno de la
comunidad, a la vez que les alentaba a llevar una vida acorde con las pautas
del Evangelio.
b.Comunión fraterna
La presencia del
Resucitado, celebrada en la Eucaristía y palpada en la oración, determinaba la
comunión fraterna entre los cristianos (Hch 2,42). Como sentencia el relato, “todos
los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y
haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno”
(Hch 2,44-45). El relato añade que no había entre ellos necesitados, quienes
tenían hacienda la vendían y entregaban el montante a los apóstoles para que lo
repartieran entre los desamparados; a modo de ejemplo, José, llamado también
Bernabé, vendió un campo y puso el dinero a los pies de los apóstoles (Hch 4,36-37).
Conviene precisar que la decisión de compartir los bienes no era fácil; pues,
como atestigua el caso de Ananías y Safira, provocó también disensiones que el
apóstol Pedro tuvo que afrontar (Hch 5,21-11). Ahora bien, a pesar de las
dificultades, los cristianos aspiraron siempre a vivir en el ámbito de la
comunión fraterna.
Durante el siglo I, tanto judíos como
griegos fundaban asociaciones cívicas para propiciar la solidaridad entre sus
miembros. No obstante, los cristianos no se consideraban una simple asociación,
sino una comunión fraterna (Hch 2,42); o sea, además de compartir los bienes,
“el grupo de los creyentes pensaban y sentían lo mismo” (Hch 4,32). ¿De dónde
nacía entre los cristianos tan gran empeño por “tenerlo todo en común”? Cuando el
judío o el pagano abrazaban el cristianismo, descubrían en Jesús al único
salvador que confería sentido a sus vidas (Hch 4,12), y como discípulos del
Resucitado, experimentaban en la comunidad cristiana los parabienes del
Evangelio (Hch 4,32.34); por eso quienes lo habían recibido “todo” de Jesús, no
dudaban en ponerlo “todo” al servicio de la comunidad cristiana, presencia viva
del Señor.
c.Misión evangelizadora
El fervor de la
Eucaristía y la comunión fraterna cincelaban la identidad de los cristianos
que, animados por el Espíritu, se lanzaban al anuncio del Evangelio. Los
misioneros predicaban el hondón del cristianismo; oigámoslo, a modo de ejemplo,
en palabras del apóstol Pablo: “Dios, según su promesa, suscitó en Israel un
Salvador, Jesús […] pero los habitantes de Jerusalén y sus jefes no
reconocieron a Jesús y […] sin haber hallado en él ningún delito […] pidieron a
Pilato que lo matase […] pero Dios lo resucitó de entre los muertos […] sabed,
pues, hermanos, que por él se os anuncia el perdón de los pecados. La salvación
que no habéis podido alcanzar con la Ley de Moisés, la alcanza a través de él
todo el que cree” (Hch 13,23-39). En definitiva, los discípulos proclamaban que
la presencia de Jesús resucitado llenaba de sentido la existencia humana, a la
vez que la vivencia del Evangelio hermanaba la comunidad con lazos de
fraternidad. El primer anuncio que los discípulos dirigían a judíos o paganos
para proponerles la verdad de Jesucristo recibe el nombre de “kerigma”; el
término, anclado en la lengua griega, subraya la valentía y la convicción de los
misioneros para proclamar la fuerza transformadora del Evangelio.
Los apóstoles, “dedicados a la oración y
al ministerio de la palabra” (Hch 6,1), priorizaban la tarea evangelizadora,
pues “realizaban muchos signos y
prodigios en medio del pueblo” (Hch 5,12); los apóstoles también iban al Templo
a predicar (Hch 5,21). A imitación de los apóstoles, los discípulos acudían al
Templo de Jerusalén (Hch 2,46), pues, como antiguos judíos, tenían costumbre de
ir el santuario: “Todos los creyentes se reunían en el Pórtico de Salomón” (Hch
5,12). El “Pórtico de Salomón” estaba en el patio mayor del Templo. Ahora bien,
para los discípulos evocaba la presencia de Jesús, pues “Jesús (cuando
predicaba) se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón” (Jn 10,23); así,
la presencia de los discípulos en el Pórtico constituía la manera de dar testimonio
de Jesús. Aunque nadie se atrevía a juntarse con ellos en público, “el pueblo,
sin embargo, los tenía en gran estima” (Hch 5,13; 2,47); y, como el testimonio
veraz siempre produce frutos (ver: Is 55,10-11), “una multitud de hombres y
mujeres se incorporó el número de los que creían en Jesús” (Hch 5,14).
Los discípulos se sabían mediadores de la actuación
salvadora de Jesús por eso no atribuían a sus propios méritos el crecimiento de
la comunidad, sino que lo adjudicaban a la voluntad del Resucitado: “El Señor
agregaba cada día a los que se iban salvando al grupo de los creyentes” (Hch
2,47). El mismo Jesús había confiado a los apóstoles la evangelización del
mundo: “Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta
los confines de la tierra” (Hch 1,8). Desde esta perspectiva, el libro de los
Hechos expone como los discípulos, atentos el mandato de Jesús y alentados por
el Espíritu, esparcen la semilla del Evangelio desde Jerusalén hasta Roma y
desde allí hacia el mundo entero.
d.Tarea catequética
El primer anuncio del
Evangelio atraía mucha gente a la comunidad cristiana, donde los nuevos
discípulos celebraban la presencia del Salvador en la Eucaristía y vivían la
comunión fraterna. No obstante, si los discípulos no ahondaban en el
conocimiento de Jesús y en la meditación de la Escritura, su conversión podría
reducirse a una cuestión sentimental o a una emoción pasajera. Por eso “todos
ellos (alusión a la comunidad cristiana) perseveraban en la enseñanza de los
apóstoles” (Hch 2,42), pues “los apóstoles daban testimonio con gran energía de
la resurrección de Jesús, el Señor, y todos gozaban de gran estima” (Hch 4,33).
Como es obvio, la enseñanza de los apóstoles no se limitaba al aspecto teórico,
pues “todos (eco de la comunidad cristiana) estaban impresionados, porque eran
muchos los prodigios y señales realizados por los apóstoles” (Hch 2,43); de ese
modo, los apóstoles instruían a la comunidad con la fuerza de la palabra de
Dios y el testimonio de su conducta evangélica.
Como hemos dicho, el primer anuncio cristiano
recibe el nombre de “kerigma”, mientras la reflexión posterior para profundizar
en el mensaje recibido se denomina “catequesis”. Aunque la dimensión
catequética aparece tras la mención de la “perseverancia en la enseñanza de los
apóstoles” (Hch 2,42), los Hechos explicitan diversas situaciones en que la
comunidad profundiza mediante la catequesis en el conocimiento del Evangelio. En
el clima de la plegaria, Pedro y Juan catequizan a la asamblea mostrando que la
vida de Jesús estaba desde siempre en manos de Dios (Hch 4,23-31). Ananías,
cristiano de Damasco, debió instruir a Pablo después de su encuentro con el
Señor en el camino (Hch 9,10-19). Pedro catequizó a la comunidad de Jerusalén
sobre la necesidad, atestiguada por la voluntad divina, de bautizar a los
paganos (Hch 11,1-18). El envío de discípulos eminentes para anunciar el
decreto de la Asamblea de Jerusalén fue una ocasión de instrucción catequética
para las comunidades (Hch 15,22-30). El estilo catequético aparece de nuevo en
el discurso de despedida que Pablo dirige a los responsables de la comunidad de
Éfeso (Hch 20,17-38); y, sin duda, en las palabras que el apóstol dirigía a
quienes le visitaban cuando estaba preso en Roma (Hch 28,30-31).
viernes, 2 de marzo de 2018
HECHOS DE LOS APÓSTOLES
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
El empeño misionero empujó
al apóstol Pablo a sembrar la Buena Nueva de Jesús resucitado entre los
habitantes de la provincia de Acaya, en Grecia. Las comunidades fundadas por
Pablo florecieron, pues los cristianos, fortalecidos como discípulos de Jesús,
desarrollaron la tarea misionera entre sus conciudadanos.
A
finales del siglo I, surgió entre las comunidades cristianas de Acaya el
evangelista Lucas. Cristiano culto y comprometido, compuso en primer lugar el
“Evangelio de Lucas” y después, a modo de continuación, los “Hechos de los
Apóstoles”; escribió ambos libros en lengua griega. El Evangelio expone el
ministerio de Jesús de Nazaret, mientras los Hechos describen como la Iglesia
primigenia, hogar de los discípulos del Resucitado, empeñó su existencia,
impulsada por el Espíritu, en la misión evangelizadora.
A lo largo del Evangelio y los Hechos,
Lucas se refiere a Jesús muy a menudo con el título “Señor”. ¿Qué significa? A
partir del siglo III a.C., los judíos establecidos en la ciudad de Alejandría
en Egipto tradujeron el AT, redactado en hebreo y arameo, al idioma griego; los
estudiosos conocen la versión como “Traducción de los LXX” o “Septuaginta”. Con
frecuencia, el término hebreo “Yahvé” aparece traducido en la Septuaginta con
la palabra griega “kurios” que en castellano significa “Señor”. Cuando Lucas, conocedor
del AT griego, escribía el Evangelio y los Hechos también denominaba a Jesús de
Nazaret, con cierta frecuencia, con el término “Señor” (Lc 2,11; Hch 1,21); es
decir, percibía en la actuación y en las palabras de Jesús el latido de la
presencia salvadora de Dios entre nosotros.
El término “Señor” adquiría también otro
significado importante. La región de Acaya había sido relevante en tiempos
antiguos, había contemplado la presencia de los grandes filósofos (Platón o
Aristóteles) y los mejores artistas (Fidias o Praxíteles). Sin embargo, en
época de Lucas era una provincia perdida en el vasto imperio romano. Los
habitantes de Acaya, sumidos en la irrelevancia, consumían la vida sirviendo a
pequeños “señores” para conferir algún sentido a su vida. Unos se entregaban al
capricho de los pequeños “señores” que administraban
las minúsculas aldeas y las pobres ciudades de Acaya. Otros agotaban sus años
buscado las prebendas del emperador romano, a quien también llamaban “señor”. Muchos
consumían su existencia sirviendo a los “señores” que tantas veces agostan
nuestra vida, a saber, el ansía de poseer bienes sin medida, el afán de poder, o
el deseo de la falsa apariencia. Entre las páginas del Evangelio y los Hechos,
Lucas recuerda que el único “Señor” capaz de colmar el sentido de la existencia
humana es Jesús, el “Señor” con letra mayúscula, mientras los otros “señores”,
con letra minúscula, son ídolos que devoran la existencia de quien les adora.
Con la mayor sutileza, Lucas colorea la
actuación de Jesús y los apóstoles con los pinceles de la misericordia; no en
vano, Dante Alighieri sentenciaba que Lucas era el “evangelista de la
misericordia de Cristo”. A modo de ejemplo, entre las líneas del Evangelio
despunta el relato de “la resurrección de la hija de Jairo” (Lc 8,40-56); mientras
todos lloraban y se lamentaban, Jesús tomó a la niña de la mano para decirle
“Niña, levántate”, ella se recuperó y se levantó. La misericordia de Jesús
hacia la niña trasparece en la actitud de Pedro y Juan hacia el tullido,
apostado junto a la Puerta Hermosa para pedir limosna (Hch 3,1-10). Cuando
ambos apóstoles se encaminaban al Templo, Pedro dijo al lisiado: “No tengo
plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de Nazaret,
levántate y camina”; entonces el mendigo, dando un salto, se puso en pie y
comenzó a caminar. Así pues, la actitud misericordiosa de los discípulos,
expuesta en los Hechos, refleja la misericordia de Jesús que detalla el
Evangelio.
Antes de su ascensión, Jesús dijo a sus
discípulos: “el Mesías debía morir y resucitar de entre los muertos al tercer
día, y comenzando por Jerusalén, en su nombre debía predicarse a todas las
naciones la conversión para el perdón de
los pecados” (Lc 24,46-47). De ese modo, Jesús encargaba a los discípulos la
predicación del evangelio por todo el mundo. Sin embargo, no les dejó solos en
la tarea; como señalan los Hechos, les aseguró: “Recibirán la fuerza del
Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). El libro
de los Hechos, continuación de la propuesta del Evangelio, certifica como los
discípulos, impulsados por el Espíritu, acrisolaron su comunión con el
Resucitado, para proclamar por el mundo entero el gozo del Evangelio.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)