Blog de Francesc Ramis Darder sobre literatura, teología, historia, arqueología del Oriente antiguo y su relación con la Biblia.
lunes, 17 de diciembre de 2018
viernes, 14 de diciembre de 2018
jueves, 13 de diciembre de 2018
lunes, 3 de diciembre de 2018
CULTURA PERSA
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente,blogspot.com
El Imperio persa
sobresale por su magnitud, desde el Helesponto hasta la zona septentrional de
la India, adentrándose temporalmente en Egipto, y también por el cariz
heterogéneo de su población, estructurada en variopintas etnias y religiones.
El arco temporal de su historia, desde las conquistas de Ciro II (559-530 a.C.)
hasta su ocaso bajo la espada de Alejandro Magno (334-323 a.C.), descansaba
sobre dos aspectos políticos esenciales. En primer lugar, la corona permaneció
en poder de la familia Aqueménida, cuyos soberanos, aureolados a imagen del
dios Ahuramazda, detentaban el poder central y absoluto sobre las instituciones
y la población del imperio; sin duda, la reforma de Darío I (522-486 a.C.)
frenó las tentaciones nacionalistas de las regiones sometidas, deseosas de
abandonar el férreo control del gobierno central. En segundo término, la
reforma emprendida por Darío I estructuró la administración del imperio, a la
vez que permitió a los jerarcas de las zonas conquistadas mantener las
tradiciones locales, siempre bajo la supervisión aqueménida. No obstante, la
debilidad del imperio radicaba, por una parte, en el mismo carácter absoluto
del soberano, pues, como hemos visto, las conjuras palaciegas por la sucesión
solían teñir de sangre la corte imperial, y, por otra, la vastedad del imperio
dificultaba el control eficaz de todas las regiones.
Como sostenía la teología aqueménida, el
dios Ahuramazda manifestaba a través del soberano persa su empeño por mantener
el orden de la creación; por eso la divinidad dotaba al rey, como reflejan las
representaciones artísticas, de cualidades físicas y morales para gobernar
según los principios del orden dispuesto por dios. Ahuramazda había elegido al
rey para establecer el buen gobierno del imperio, la estabilidad del mundo y el
bienestar del hombre. Así, toda la humanidad, y especialmente los súbditos del
imperio, debían obediencia y veneración tanto a dios como al monarca, soberano
absoluto y eje de la administración imperial. En ese sentido, los teólogos
subrayaban que Ahuramazda había encumbrado a Darío I para que impusiera “orden”
entre la “desorden” por el que había deambulado el imperio; el “desorden”, al
decir de la teología persa, procedía de la “mentira”, alusión a la “injusticia”
imperante en la corte, cuando Cambises abandonó Persépolis para adentrase en
Egipto (cf. Inscripción de Behistum). Desde este horizonte, Darío I emerge como
el monarca, físicamente fuerte y moralmente recto, entronizado por dios para
instaurar el “orden” en el imperio “desordenado” por la “mentira”, eco de la
“injusticia” implantada por la corte de Cambises.
La misión teológica de Darío
y sus sucesores estribaba en implantar
la justicia, manifestación del “orden” divino, en Persia y en las zonas
subyugadas. Desde esta óptica, aunque el soberano fuera un monarca absoluto, no
debía actuar como un déspota arbitrario, pues debía regir el imperio con las
normas de la justicia, manifestación del orden deseado por dios. A modo de contrapunto,
la teología entendía la insubordinación contra el soberano como un acto de
idolatría, pues implicaba desdeñar la autoridad de Ahuramazda, encarnada en la
persona del rey, para rendir pleitesía a dioses falsos, metáfora de la mentira,
eco de la injusticia, que la rebeldía sembraba en la corte y el imperio. En
este sentido, Jerjes expresó su intención de retomar el “orden” en el imperio,
“desordenado” por conspiraciones e injusticias, a través del culto a
Ahuramazda, la divinidad que, por mediación del soberano, establecía el “orden”
del mundo.
Las regiones conquistadas eran las dádivas que Ahuramazda concedía
al soberano persa para que las engarzara en el “orden” de la creación deseado
por dios. Por eso, desde la óptica teológica, las embajadas de los países
sometidos debían acudir al palacio de Persépolis para entregar pingües dádivas
como agradecimiento a la autoridad que el soberano ejercía, en nombre de dios,
sobre la inmensidad del imperio; no en vano, la decoración de la escalinata
palacial, que desembocaba en la sala del trono, estaba decorada con imágenes de
naciones sometidas portando presentes para el rey, alegoría de la autoridad
divina.
A partir de la reforma de Darío I, los
reyes ponían esmero en vincular su identidad con el linaje de Aquemenes,
ancestro de la dinastía, y garante del auxilio de Ahuramazda. El monarca
reinante elegía al sucesor entre sus hijos. Sin duda, la poligamia daba lugar a
disputas entre las esposas y los miembros de la corte para la elección del
heredero; de ahí las frecuentes conjuras que acababan con la muerte de algunos
candidatos. El soberano elegía al sucesor en ceremonia pública. Con intención
de aureolar al príncipe se le imponía la “tiara erguida”, un peinado persa, y
bebía del “agua del rey”, seguramente agua recogida en la fuente reservada para
el monarca. Junto a compañeros de la nobleza, el príncipe era educado por los
magos, expertos en la cultura persa, el arte militar, y aspecto religioso.
El
príncipe elegido tomaba posesión del trono en la ciudad de Pasagarda, la
residencia de Ciro II, fundador del imperio, mientras el ritual, de corte
castrense, acontecía en el templo de Anahita, diosa de la guerra. El nuevo
monarca se despojaba de su ropa para ponerse la vestimenta de Ciro, y comía
alimento propio del soldado en campaña, así amanecía como el nuevo Ciro, imagen
del general y rey ideal. Seguramente, los altos funcionarios ponían el cargo a
disposición del monarca, como signo de acatamiento a la nueva autoridad,
mientras el pueblo quizá obtuviera alguna remisión de la carga impositiva.[1] El
monarca gobernaba con el apoyo de la familia aqueménida y la nobleza de
alcurnia, que ocupaban los altos cargos del ejército, la administración, y los
santuarios. Sin embargo, a partir de la reforma de Darío I, los nobles
perdieron la paridad con el monarca hasta convertirse en servidores y vasallos
del rey; aun así, gozaban, junto a la familia real, de la elitista educación
ofrecida por la corte que les capacitaba para administrar, bajo el control de
la corona, el imperio. La dependencia del monarca propició la aparición de
complejas estructuras nobiliarias.
A modo de ejemplo, los nobles más adictos al
soberano eran llamados “hijos de la casa real”, y los militares más adictos
portaban lanzas decoradas con manzanas de oro; el estamento noble más afín a la
corona emparentaba matrimonialmente con la familia real y recibía valiosos
regalos, como atestigua el llamado “Tesoro de Axos”, los bajorrelieves de
Persépolis o la cerámica de Susa.[2] El
aura divina que envolvía al rey coloreaba su funeral con el tinte tenebrista y
piadoso; a su muerte, se apagada el fuego sagrado que, eco del esplendor del soberano,
ardía en los templos, comenzaba un tiempo de luto hasta que el cadáver era
enterrado, a las órdenes del heredero, en las tumbas de Pérsepolis (siglo IV
a.C.) o en la necrópolis de Naqsh-i Rustam (siglo V a.C.).[3]
El territorio imperial estaba dividido en
satrapías, gobernadas por la nobleza persa, vinculada estrechamente a la
corona; la corte regía el destino del imperio desde las ciudades reales,
levantadas en Pasagarda y Persépolis. En líneas generales, las satrapías
guardan parejo orden administrativo. El sátrapa, asentado en el palacio que
había sido residencia del monarca de la zona conquistada, constituía la
autoridad militar y política; bajo su autoridad, destacaba el tesorero,
encargado del cobro de impuesto, y el administrador puesto al frente de los
archivos. Una parte de los impuestos, abonados en especie o en metales nobles,
permanecía en la satrapía, pero un montante considerable acababa en las arcas
del gobierno central (Herodoto, 1,192).
Excelentes vías de comunicación
vertebraban el imperio y facilitaban la relación entre las satrapías y la corte
central; esencial era la vía que unía Bactria, Carmania, Aracosia y la India, o
el camino que conducía de Sardes a Susa. La magnitud de la satrapía determinaba
la división en regiones menores, sometidas a la autoridad de un delegado del
sátrapa; a modo de ejemplo, una de las regiones de la satrapía de
Traseufratina, gobernada probablemente desde Damasco, era Jehud, administrada
desde Jerusalén. Aun atento a la uniformidad administrativa, cada sátrapa
permitía a la población local practicar su religión y cultivar idiosincrasia,
mientras no entraran en confrontación con la autoridad persa; continuando con
el ejemplo, el templo de Jerusalén, erigido en la región de Jehud, pudo
continuar su tradición religiosa.
No obstante, cuando una región se desmandaba
podía sufrir la devastación de su templo; así sucedió con el santuario de
Dídima o el de Atenas (Herodoto, 6,19; 8,53). Con suma habilidad, los persas
alentaron los cultos de Babilonia y Egipto, las regiones sometidas de mayor
extensión, para ganarse el favor del clero y la población local. No cabe duda
de que los persas supieron aprovechar en beneficio propio las estructuras
administrativas de las regiones sometidas; por eso alentaron el matrimonio
entre dirigentes persas y esposas de la elite de los pueblos vencidos.[4]
Ahora bien, aunque respetaran las lenguas vernáculos, impusieron el arameo como
legua vehicular de la administración y, como hemos señalado, adoptaron la
grafía cuneiforme para escribir el idioma persa con que lo que aureolaban el
prestigio internacional de la corona.
El arte persa marcó su impronta en los
países conquistados; así lo atestigua la acuñación de moneda local con motivos
persas, y en las joyas egipcias o en las copas babilónicas cargadas de motivos
persas. A pesar de la uniformidad administrativa, la autoridad persa se valió
de una administración especial en las zonas habitadas por nómadas; así los
árabes, encargados de rutas caravaneras, ofrecían dádivas de incienso como
tributo, los nómadas trashumantes de los Zagros entregaban parte del ganado, o
los escitas, establecidos en el cauce inferior del Oxos, se alistaban en el
ejército.[5]
Como toda economía antigua, la persa se
fundaba en la actividad agropecuaria; por esa razón, y al compás de los
antiguos reyes mesopotámicos, los reyes persas desarrollaron la política
hidráulica. La corona ejercía su autoridad sobre la distribución del agua a
través de canales y embalses; así los soberanos persas controlaban los canales
de Babilonia, establecieron canales en la zona septentrional de la meseta
irania, y Darió I construyó embalses.[6]
La
corona poseía vastas tierras de labor, controlaba el comercio, o administraba
la minería con el recurso de jornaleros y esclavos; como señalan los archivos
de Persépolis, eran significativas las tierras propiedad de las mujeres de la
corte. La nobleza también participaba en el control económico del imperio; así
lo atestigua la correspondencia de Arsames, sátrapa de Egipto, o los archivos
de la familia Murashu, saga dedicada al préstamo y al arrendamiento de tierras.
Tanto la corte como las empresas mercantiles arrendaban tierras a colonos. La
corona también concedía tierras a los soldados mientras no estaban en campaña
para su cultivo; los colonos pagaban un arriendo, y se comprometían a
participar en las tareas militares. El arriendo de tierras a soldados determinó
que el ejército reclutara tropas de todas las regiones del imperio, a saber,
caballería, infantería, carros de guerra, zapadores, arqueros, e intendencia;
el numeroso ejército persa contaba también con mercenarios de origen griego, a
la vez que algunos generales de los pueblos vencidos se incorporaban a ejército
persa, un caso significativo se dio con Udjahorresnet, almirante egipcio que se
adhirió a los persas después de la conquista de Cambises.
Al parecer existía un
ejército central, y otros ejércitos acantonados en las regiones conquistadas.
Las numerosas fortalezas aseguraban la seguridad de las vías de comunicación y
garantizaban el control de los pueblos sometidos; alguna vez, los persas
emprendieron deportaciones de castigo en las zonas rebeldes. A modo de
síntesis, cabe afirmar que la región irania, eje del imperio, experimentó un
gran desarrollo durante la etapa aqueménida; las grandes capitales, Pasagarda y
Pérsépolis, eran centros administrativos; las obras hidráulicas favorecieron el
asentamiento de la población, anteriormente sedentaria, y acrecieron la
riqueza; la multitud de regiones conquistadas aportaba grandes beneficios; la
estructura militar y las vías de comunicación consolidaban el imperio; la
percepción teológica de la realeza y su vinculación ideológica a Aquemenes
propiciaban la continuidad de la dinastía; sin duda, como sostenían los
antiguos, durante la etapa de mayor relevancia, la región evoca el esplendor
del paraíso.[7]
[1]
Sobre la elección, entronización, y educación del heredero: Arriano, Anábasis,
6.29.3; Diodoro Sículo 11.71.1, 17.94.4-5; Estrabón, 15.3.18; Heráclidas de
Cumas, Apud Ateneo,12.51ª; Herodoto 6,59; Plutarco, Vida de Artajerjes, 3
[2]
.Sobre el funcionamiento y situación estamental de la corte aqueménida:
Herodoto 1,134; 3,84.97.118-119.144; 7,41; 8,90; Jenofonte, Anábasis, 4,4.
[3]
Sobre el ceremonial funerario: Arriano, Anábasis 6.24.4-7; Diodoro Sículo,
17,94.4-5; 18.16-18.28.1.
lunes, 19 de noviembre de 2018
miércoles, 14 de noviembre de 2018
martes, 13 de noviembre de 2018
viernes, 9 de noviembre de 2018
¿CÓMO AMABA JESÚS?
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Cuando Jesús predicaba en
los territorios de Palestina, anunciaba siempre el Reino de Dios; decía: “Convertíos
que el Reino de Dios está cerca”. ¿Qué es el Reino de Dios? El Reino de Dios no
es un país, ni una nación, es una manera de vivir. En nuestra vida, llega el Reino
de Dios cuando empezamos a vivir amando. Cuando amamos a otra persona hacemos
que el Reino de Dios empape nuestra vida; cuando vivimos la bondad y la misericordia,
hacemos que el Reino de Dios nazca a nuestro alrededor. Ahora bien, como ya hemos
insinuado, desde la perspectiva bíblica, el hecho de amar no se reduce a un
simple sentimiento, siempre pasajero, amar es una acción, es una forma de vivir.
Cuando desde la perspectiva cristiana queremos
aprender a amar, debemos observar la manera en que Jesús amaba. Leyendo el evangelio,
discernimos cómo Cristo desplegaba su capacidad de amar de cinco maneras
complementarias. Jesús amaba a los demás liberándolos de las enfermedades que los
torturaban; el evangelio está lleno de milagros en que Jesús devolvía la salud
a los enfermos. Cristo amaba acompañando a sus discípulos, no solo en el momento
en que las cosas iban bien, sino también en las ocasiones adversas; recordemos,
en este sentido, la ocasión en que Jesús, sabiendo que el apóstol Pedro iba a
traicionarle, siguió rezando por él; Jesús fue capaz de establecer lazos de amistad,
así lo decía a sus discípulos: “Vosotros sois mis amigos”.
Jesús amaba cuando hacía
posible que las personas que estaban a su alrededor recuperasen la alegría de
vivir; a modo de ejemplo, podemos citar a Nicodemo, el hombre que estaba en tinieblas,
símbolo de la falta de sentido profundo por donde discurría su vida, pero, cuando
se encontró con Jesús, se convirtió en un hombre nuevo. Jesús amaba cuando
perdonaba, esa virtud a menudo tan difícil de poner en práctica; la capacidad
de perdón que tenía Jesús era tan intensa que, incluso clavado en la cruz, derramó
su perdón sobre el corazón de los que lo escarnecían al pie de la cruz. Jesús amó
a la gente que lo rodeaba, abriéndole las puertas de la vida eterna; así lo
dijo al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
La primera carta de san Joan remarca: “En esto
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos
ha amado primero y nos ha enviado a su Hijo Jesucristo. Dios, en la persona de
Jesús, nos ha amado primero, incluso antes de que lo conociéramos. Nuestra
capacidad de amar comienza cuando nos damos cuenta de todas las cosas que Dios
ha hecho por nosotros. Pensemos un instante en nuestra vida. En aquellas
ocasiones en que Jesús, por medio de algunos de nuestros hermanos nos ha
liberado de la angustia; nos ha acompañado en los momentos de dolor o de alegría;
nos ha permitido volver a nacer, en el sentido de recuperar el sentido de nuestra
vida; o cuando Dios nos ha concedido el perdón, o cuando nos ha retornado la esperanza
de una vida que no muere. Cuando queremos amar, lo primero que debemos hacer es
darnos cuenta de lo que Dios ha hecho por nosotros, darnos cuenta de las personas
de las que Dios se ha servido para regalarnos su amor.
Sin duda, cuando apreciamos el amor que Dios
ha derramado en nuestra vida, entonces aprendemos a amar desde la perspectiva
cristiana. Y amar desde el horizonte cristiano no es otra cosa que repartir
entre nuestros hermanos el amor que Dios, con creces, se ha adelantado a
regalarnos. Por eso el amor cristiano es el eco del amor de Cristo. Un amor que
libera, que crea lazos de amistad, que modela personas nuevas, capaz de
perdonar y que tiene siempre abiertas las puertas de la esperanza. En esta
Eucaristía, pidamos al Señor la capacidad de amar como Él nos ha amado, ahí está
nuestra felicidad y la del mundo entero.
miércoles, 7 de noviembre de 2018
martes, 6 de noviembre de 2018
lunes, 29 de octubre de 2018
sábado, 27 de octubre de 2018
CAÍDA DEL IMPERIO PERSA
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Los últimos años de
Artajerjes II (405 -359 a.C.) contemplaron el estallido de intrigas palaciegas
por la sucesión del soberano; tres de sus hijos murieron en conspiraciones
cortesanas, mientras otro, Oco, tramó la muerte de su padre para sucederle en
el trono y convertirse en Artajerjes III (359-338 a.C.).
Deseoso de recuperar
la prestancia persa, el nuevo rey emprendió la reconquista de Egipto. Comenzó
haciéndose con Fenicia, avanzadilla egipcia en la región sirio-palestina;
destruyó su capital, Sidón (345 a.C.), acabó con su rey, Tenes, y deportó parte
de la población a Babilonia y Susa. A continuación, conquistó Egipto (343
a.C.).[1] Ahora
bien, el interés por las prebendes nacidas de la posesión de Egipto sembró la
división en la corte aqueménida. Bagoas, dirigente de palacio, hizo asesinar a
Artajerjes III y entronizó a Arses, el único hijo del rey que seguía vivo, como
Artajerjes IV (338-336 a.C.).
No obstante, el mismo Bagoas, atento a las
prerrogativas que le ofrecía Artashata, pariente colateral de la familia
aqueménida, acabó con Artajerjes IV, y propició la entronización del pariente
conspirador, coronado como Darío III (336-330 a.C.); una vez asumido el trono,
Darío acabó con la vida de Bagoas.
Casi de inmediato, Darío tuvo que
enfrentarse, como expondremos en el próximo capítulo, con un adversario
dispuesto a conquistar el imperio, Alejandro Magno. Darío organizó la mejor
estrategia para desbaratar los planes de Alejandro. Por una parte, la
organización del ejército persa, conformado por un ejército central, ejércitos
periféricos, y colonos llamados a la milicia, permitió al monarca reunir unas tropas
formidables; por otra parte, el rey reforzó la defensa costera de Asia Menor y
la región sirio-palestina, la ruta por la cruzaría Alejandro para adentrarse en
territorio persa.
Sin embargo, Alejandro se hizo con Asia Menor, tomó posesión
de Egipto, y conquistó Tiro y Gaza, baluartes de Siria-palestina; a lo largo de
tres batallas (Isos, Gránico, Arbela) conquistó la región occidental de imperio
(334-331 a.C.); tras la conquista de Ecbatana, el general persa, Beso, acabó
con la vida de Darío (330 a.C.). Durante doce años, Alejandro procedió a la
conquista de la región oriental del Imperio, hasta alcanzar la India; la etapa
aqueménida había terminado, comenzaba con Alejandro el período helenista
El sumerio fue
convirtiéndose en lengua de eruditos, mientras los invasores amorreos adoptaban
el acadio como lengua propia. La tradición sumeria que contemplaba al rey de
Sumer y Acad como elegido por el dios
Enlil y consagrado en la ciudad de Nippur dejó paso a la figura del soberano
entronizado por sus proezas militares. La situación continuó acreciendo la
separación entre el templo, ámbito del sacerdocio, y el palacio, entorno del
rey y la corte. El soberano, jefe militar y señor del territorio, administraba
tierras que confiaba a familiares, nobles, siervos y colonos, además de
controlar el comercio y la administración de justicia. Cuando el templo perdió el
dominio sobre las tierras de labor, menguó su influencia sobre la economía para
concentrarse en la liturgia, el cuidado de los menesterosos, y la conservación de
la cultura mediante la inscripción y copia de tablillas.
[1]
. Ascensión de Artajerjes III al trono: Plutarco, Artajerjes, 30; destrucción
de Sidón y deportación: ABC 9; Diodoro Sículo 16.41-45.
lunes, 22 de octubre de 2018
¿QUÉ ES UN PROFETA?
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
La palabra castellana
“profeta” proviene del término griego profetes. La voz profetes
se halla constituida por el verbo femi que significa “decir”, y por la
preposición pro cuyo significado es “en presencia de” o “delante de”. A
partir de la etimología de la palabra profetes podemos afirmar que el
profeta es quien anuncia ante los demás alguna cuestión concreta. Ahora bien,
los profetas bíblicos han recibido la llamada divina (Is 6,1-13; Jr 1,4,10). De
ese modo aunando la etimología de la palabra “profeta” con la el significado de
la vocación, podemos afinar la definición del término profeta: El profeta
anuncia ante los demás la voluntad de Dios.
El habla coloquial
confunde a menudo la función del profeta. Erróneamente le identifica con un
astrólogo, un adivino, un harúspicide, un nigromante, o un mago. El profeta no
se alinea con estos personajes. A veces se identifica al profeta con un
visionario. Aunque los profetas tienen visiones (Ez 37), su función no es la
visión. El profeta no es el hombre de la visión, sino el hombre de la Palabra
(Is 2,1). El profeta es el receptor y el pregonero de la Palabra de Dios.
El término castellano
“palabra” corresponde a la traducción de la voz hebrea dabar. El sentido
del término “palabra” no se circunscribe a la descripción de cosas o
acontecimientos. La voz dabar explica la realidad profunda de cada cosa
y de cada persona. Por esa razón la palabra proclamada por los profetas no se
limita a describir superficialmente las situaciones de pobreza, gozo,
injusticia, o esperanza; sino que entresaca las causas que provocan la pobreza,
el gozo, la injusticia, y la esperanza. El profeta desea trasformar el alma del
pueblo a imagen y semejanza de Dios, por eso su grito debe ser profundo y
llegar al fondo del corazón humano.
Detengámonos un momento
para apreciar el significado del término “palabra” en el lenguaje de los
profetas. La zona más sagrada del Templo de Jerusalén se llamaba “Debir”,
conocido después como “Santo de los Santos”, era el sector reservado a Yahvé
donde reposó el Arca de la Alianza. El término “Palabra” se pronuncia en hebreo
“Dabar”. Notemos la semejanza entre las voces “Debir” y “Dabar”
al tener idénticas consonantes, pues en hebreo el valor de las vocales es poco
relevante. El término “Dabar” recoge, como la palabra “Debir”, la
profundidad y santidad del pensamiento de Dios. El “Dabar” es la Palabra
que nace de Dios, alcanza el interior de la persona y la renueva.
La Palabra de Dios no
es cualquier palabra, es la expresión de la fuerza y la voluntad divina que
llega a lo más profundo del corazón y trastoca la persona de raíz. Por tanto
cuando los profetas hablan no se limitan a comunicar información La palabra del
profeta es la voz de Dios que transforma el corazón de la persona y el alma del
mundo, siempre y cuando la libertad del hombre se lo permita; pues la Palabra
de Dios no violenta nunca la libertad humana, ni suple en ningún momento la
responsabilidad del hombre.
El profeta transmite la
Palabra de Dios porque el mismo ha sido forjado por la Palabra del Señor. El
profeta es quien recibe de Dios una Palabra cualificada, y mediante su
pensamiento, su forma de hablar y su manera de actuar, manifiesta la voluntad
de Dios entre su pueblo, recordando siempre la fidelidad a la Alianza y el
futuro cumplimiento de la promesa liberadora de Dios. La historia de cada
profeta, es la historia del encuentro de un hombre con Dios, y la historia de
la transmisión de la palabra divina al pueblo expectante.
Los estudiosos,
siguiendo un criterio pedagógico, dividen a los verdaderos profetas en dos
categorías:
* Profetas preclásicos.
Aparecen preferentemente en el seno de los libros que denominamos históricos.
En los siglos XI-X aC destacan: Ajías, Semayas, y Natán. Durante el siglo IX aC
despuntan: Jananí, Elías, Eliseo, y Miqueas hijo de Yimlá.
* Profetas clásicos.
Corresponden a aquellos cuya predicación ha quedado consignada en los libros bíblicos que llevan su nombre:
Isaías, Jeremías, Baruc, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás,
Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, y Malaquías.
El profetismo hebreo
constituye un fenómeno de connotaciones peculiares en la historia religiosa de
la humanidad, y eso en un doble sentido. Por una parte el movimiento profético
especificó la voluntad de Dios para con el pueblo hebreo. Por otra parte desde
la perspectiva cristiana, además de representar la comunicación de Dios con su
pueblo, preparó la revelación del Verbo de Dios. La lectura cristiana de los
libros proféticos conduce nuestra vida hasta el encuentro personal con el
profeta definitivo, con Jesús de Nazaret, la presencia encarnada de Dios entre
nosotros (cf. Ju 1,14).
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