Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Cuando el Mediterráneo bañaba las murallas de Palma, la Catedral se reflejaba en las aguas del mar. La intuición histórica sugiere que antes de la época romana (123 a.C.), el promontorio de la Catedral veía erguirse un santuario talayótico, recinto cultual de quienes poblaban la ciudad. La conquista romana convirtió el santuario en templo pagano, hasta que la influencia cristiana trocó sus muros en una Iglesia. La invasión musulmana transformó la Iglesia en mezquita (903 a.C.); pero, al cabo de tres siglos, Jaume I devolvió Mallorca al abrazo de la cristiandad (29 diciembre 1229).
Según la tradición piadosa,
cuando Jaume I avistaba Mallorca, una galerna amenazó la flota; entonces el
rey, arrodillado en popa de la nave capitana, suplicó al Señor, por mediación
de Santa María, la salvación de la escuadra. Escuchada la plegaria y salvadas
las naves, el rey prometió la construcción de un templo bajo la advocación de
Santa María. Aunque el relato pertenezca al acervo tradicional, la historia
sentencia que Jaume I estableció la construcción de la Catedral y organizó el
culto en la antigua mezquita, antaño templo cristiano. Desde las disposiciones
del rey (1230) hasta el día de hoy, la Catedral no ha dejado de creer hasta convertirse,
como dice la Escritura, en “monumento perpetuo imperecedero” (Is 55,13) de la
fe, enhebrada entre los lazos de la cultura, de los cristianos de Mallorca.
La Catedral dispone de tres
naves. La izquierda, al norte, llamada “de l’Almoina”, está proyectada hacia la
capilla del Corpus Christi, presidida por el retablo de la Cena del Señor, obra
de Jaume Blanquer (acabado en 1641). La nave central, sede del presbiterio, está
coronada con el baldaquín, poema sobre la Eucaristía, levantado por Antoni Gaudí
(8, diciembre, 1912). La nave de la derecha, al sur, conocida como “nave del
Mirador”, desemboca en la capilla del Santísimo; decorada por Miguel Barceló,
evoca la multiplicación de los panes y los peces para aludir a la grandeza de
la Eucaristía (acabada en 2006).
Las tres capillas certifican que
la Catedral es un organismo vivo. Recogiendo detalles medievales, el retablo
barroco de Blanquer ensalza el don de la Eucaristía con los pinceles de la
Reforma católica. Al compás de la renovación litúrgica, el Modernismo de Gaudí trenzó
el baldaquín con alegorías eucarísticas. Evocando los relatos evangélicos (Mt
14,13-22; 15,32-39), las manos de Barceló modelaron la capilla del Santísimo.
Ahora bien, la Catedral no solo es un organismo vivo porque durante la historia
haya visto crecer sus muros, sino porque ha engendrado a muchas personas en la
vida cristiana. La celebración de la Eucaristía, plasmada en las capillas que
coronan las naves, lleva a plenitud las palabras de Jesús: “Yo soy el pan vivo
que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn
6,51). La Catedral no es un museo, es la expresión teológica, tejida sobre el
telar de la belleza, que manifiesta como la Eucaristía entreteje la identidad
de la Iglesia y como la Iglesia hilvana la Eucaristía, celebración privilegiada de la presencia de Jesús
resucitado.
1.Jaume Blanquer: el Retablo del Corpus Christi.
El retablo barroco esta construido en madera dorada y policromada. El nicho
central representa la Cena del Señor, con la mesa y los comensales dispuestos
en plano inclinado para facilitar la percepción del espectador. Antes de la
reforma del Vaticano II, el sacerdote celebraba la Misa de espaldas al pueblo,
y la comunidad no veía el momento de la consagración; por eso la representación
de la Santa Cena permitía que los fieles pudieran asociar la celebración de
Misa, sobre el altar de la capilla, con la cena del Señor, representada en el
retablo y celebrada en el cenáculo. El retablo dispone sobre la mesa del
cenáculo el vino y el pan junto al cordero pascual. La disposición del vino y
el pan evocan las palabras de Jesús a los apóstoles durante la última cena:
“Tomad, comed: esto es mi cuerpo […] Bebed todos; porque esta es mi sangre de
la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt
26,26-28).
Entre otros aspectos, la
presencia del cordero sugiere las palabras que Juan Bautista pronunció acerca
de Jesús: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
Así la figura del cordero refiere, sobre todo, la personalidad íntima de Jesús.
El libro de Isaías habla de un personaje misterioso, el Siervo del Señor, que
entregará su vida para devolver a la humanidad, atenazada por la idolatría, al
regazo de la alianza divina (Is 52,13-53,12). La profecía describe la entrega
del Siervo con los trazos del Cordero sacrificado: “Nuestro castigo saludable
cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron […] como cordero llevado al matadero,
como oveja ante el esquilador” (Is 53,5-7). Desde esta perspectiva y situado
bajo el nicho de la santa cena, aparece Jesús, vestido con la clámide, ante el
Consejo de ancianos reunido en casa de Caifás, y en el pretorio, ante Pilato.
La escenificación de la condena de Jesús por parte de los judíos, Caifás, y de
los paganos, Pilato, ratifica su identidad como Siervo del Señor, el Cordero
que entrega su vida para redimir el pecado de la comunidad hebrea y de la
asamblea gentil.
El AT preludia la entrega
redentora de Jesús; por eso, el altar de la capilla, sobre el que se levanta al
retablo, representa escenas de la vida de Abrahán que esbozan la entrega del
patriarca a la exigencia divina: Ofrenda de Melquisedec, rey de Salén (Gn
14,18-19), Abrahán y los ángeles peregrinos (Gn 18,1-5), el Sacrificio de Isaac
(Gn 22). La representación está enmarcada por una orla de tema eucarístico con
San Pedro y San Bruno en las esquinas superiores.
Cuando los cristianos asistían a
Misa, veían el cordero sacrificado, metáfora de la entrega de Jesús, dispuesto
sobre la mesa del retablo; entonces entendían que la Eucaristía, memorial del
sacrifico de Cristo, actualizaba la celebración del cenáculo (Mt 26,28). La
representación de la Santa Cena expresa como la Eucaristía transforma la
identidad del cristiano, pues le impulsa a seguir el Evangelio y le recuerda
que la entrega de Cristo en la cruz derrama sobre su vida el perdón divino.
Ahondando en la temática, el
segundo cuerpo del retablo plasma la “presentación del Niño Jesús en el
templo”. Recogiendo la tradición del AT (Lv 12,2-4), el NT aplica a Jesús las
cláusulas de la Ley: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor” (Lc 23).
El retablo representa a María y José que llevan a Jesús al templo de Sión;
pero, bajo las figuras del retablo, palpita la hondura con que la celebración
de la Eucaristía rehace la identidad del cristiano. Durante la Antigua Alianza,
los hebreos acudían al templo de Jerusalén para consagrase al Señor (Lv 12),
pero en la Nueva Alianza, plenitud de la Antigua, los cristianos acuden a la
Iglesia, casa de la Eucaristía, presencia viva de Dios entre nosotros, para
consagrarse también al Señor. A tenor del retablo, la celebración de la
Eucaristía constituye el momento privilegiado en que el cristiano acude al
templo para confirmar la consagración al Señor que adquirió en el Bautismo.
Las figuras de las virtudes
teologales, las tallas de los santos, y la representación de “las tentaciones
de San Antonio Abad” que tachonan el retablo aducen los frutos con que la
Eucaristía multiplica la solidez del cristiano. Sobre el yunque de la
Eucaristía, el cristiano acrece la fe, la esperanza y la caridad; injerta su
vida en el tronco de la santidad (Lv 19,2), y aprende a vencer las insidias del
mal. El coro de ángeles músicos, turiferarios y ceroferarios certifica, como
refleja la estética barroca, que la celebración de la Eucaristía abre las
puertas del cielo, horizonte de la vida cristiana.
2.Antoni Gaudí: el Baldaquín de la Capilla Real.
La nave central desemboca en el ábside mayor, la Capilla Real, también
llamada Mayor, elevada cuatro peldaños sobre el piso del templo del que la
separa una baranda barroca, obra de Gaudí. La reforma arquitectónica emprendida
por el obispo Pere J. Campins, pilotada por Antoni Gaudí, devolvió la Capilla
Real al marco más pleno de la celebración eucarística (1903-1915). Antiguamente
el coro erigido en el centro de la nave central de la Catedral, dificultaba la
participación de los fieles en la celebración. Gaudí, atento al designio de
Campins, desmontó la sillería del coro, culminada en el Renacimiento por el
cincel de Joan de Salas (1526-1529), y la depositó en los espacios laterales de
la Capilla Real. Igualmente trasladó los dos púlpitos renacentistas que guarnecían
el coro, también obra de Joan de Salas, y los colocó a ambos lados de la
Capilla Real.
El altar mayor estaba situado
bajo la última bóveda de la Capilla. Con intención de acercarlo al pueblo,
Gaudí lo dispuso bajo la primera bóveda y lo emplazó entre cuatro columnas
tetralobuladas, coronadas por cuatro ángeles músicos. La metáfora de los
ángeles expresa el gozo del cielo, cuando la presencia divina, mediada por el
pan y el vino, se hace presente entre los fieles sobre el altar. Dedicado a la
Virgen Madre de Dios, el altar constituye una pieza de alabastro sostenido por
ocho columnas de estilo cisterciense (siglo XIII), y una columna, seguramente,
de origen bizantino (siglo VI), y testigo aun de la primitiva Iglesia. La
presencia de la columna bizantina rememora la antigüedad del cristianismo en
Mallorca, a la vez que establece el vínculo entre los antiguos cristianos y los
del tiempo presente. Así, la centralidad del altar, consagrado al menos cuatro
veces (1269; 1346; 1746; 1905), atestigua la centralidad de la Eucaristía en la
liturgia y en la celebración catedralicia.
Sobre el altar, pende el
baldaquín, obra de Gaudí (1912). Aunque la función del baldaquín consista en facilitar
la iluminación del altar, su esencia resalta el aspecto más sagrado de la
liturgia. Como dice la Escritura, cuando el pueblo hebreo, liberado de la
esclavitud de Egipto, atravesaba el desierto, “Moisés levantó la tienda […] y
la llamó Tienda del Encuentro” (Ex 33,7-9); y, como reitera la Escritura, “el
Arca del Señor estaba custodiada en una tienda” (2Sm 7,2). Un baldaquín no es
una tienda, pero evoca su sentido. Así como bajo una tienda el Señor hablaba
con Moisés y bajo una tienda el pueblo hebreo guardaba el Arca, también bajo
una tienda, eco del baldaquín, el Señor se hace presente entre nosotros a
través del pan y del vino; y bajo la misma tienda, alegoría del baldaquín, los
cristianos compartimos el hondón de nuestra fe, la muerte y resurrección del
Señor, celebrada en la Eucaristía.
El primer cuerpo del baldaquín,
la cobertura, está formado por un repostero de brocado antiguo, de tema
eucarístico; así el brocado refleja, hacia arriba y a modo de espejo, la
hondura de la celebración que acontece abajo en el altar. La liturgia del altar
es la metáfora de la liturgia del cielo, pues el Señor se manifiesta ante los
cristianos sobre el altar, velado bajo el pan y el vino, con la misma entereza
que se desvela en toda su gloria en el cielo acompañado de los santos, hermanos
nuestros.
El segundo cuerpo está formado
por la corona de siete lados. La Escritura confiere al número siete el sentido
metafórico de totalidad y plenitud; a modo de ejemplo, los siete días de la
Creación (Gn 1,1-2,4ª), o la institución de los siete diáconos (Hch 6,1-7). El
número “siete” es el producto de “cuatro” por “tres”; el número “cuatro” alude
a los cuatro puntos cardinales, metáfora de la humanidad entera, mientras el
“tres” evoca la plenitud divina: Padre, Hijo, Espíritu Santo. Desde esta
perspectiva, los siete lados de la corona aluden a los siete dones del Espíritu
Santo (Is 11,1-2), símbolo, a su vez, del empeño de Dios, representado por el
“tres”, para convertir la humanidad, escondida tras el “cuatro”, en su “imagen
y semejanza (Gn 1,26-27). Con intención de resaltar la actuación del Espíritu
Santo, en el centró de los lados de la corona despunta la abreviatura de la
inscripción “Spiritum Sanctum”.
Entre los cables que sostiene el baldaquín
pende la figura del Espíritu Santo que, con la suavidad de una paloma (Mt 3,16),
se posó sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego el día de Pentecostés
(Hch 2,1-13). La identidad de los doce apóstoles figura tras la metáfora de los
doce faroles iluminados que penden también entre los cables.
La corona está adornada con una profusión de
espigas, pámpanos y racimos, alegoría del pan y el vino de la Eucaristía. La
corona está rematada por un Calvario. Al pie del Crucificado, destaca la
presencia de María y del apóstol Juan, cuando Jesús les dijo: “Mujer, ahí
tienes a tu hijo […] (y al discípulo) ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). La
presencia del Calvario remite a un aspecto teológico de la Eucaristía,
especialmente relevante durante la época de Gaudí. La Eucaristía entendida como
la reiteración sobre el altar del sacrificio de Cristo en la cruz del Calvario;
sacrificio que, como presagia la profecía de Isaías, derrama el perdón de los
pecados sobre la humanidad entera (Is 53,5). Así la corona de siete lados,
alzada sobre el altar, constituye la metáfora de los dones con que la
Eucaristía esculpe con el cincel del Espíritu la vida del cristiano para que
trasforme la humanidad en imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27).
El tercer cuerpo del baldaquín
está constituido por el lampadario; de los siete lados de la corona penden
treinta y cinco lámparas que la tradición popular acota en treinta y tres,
alegoría de los años de vida terrenal de Jesús.
Aunando el sentido metafórico de
los tres cuerpos, apreciamos el calado teológico del baldaquín. El lampadario
evoca la luz con que la Eucaristía ilumina la vida cristiana; pero, aludiendo
al número de lámparas (35, eco de 33), certifica que la existencia humana solo
trascurre por la senda cristiana cuando intenta amoldarse al estilo de vida de
Jesús. La corona certifica la centralidad de la Eucaristía, a la vez que invita
al cristiano a recorrer el camino de Jesús que desemboca en el Calvario; pero como
señala el brocado superior, la meta del cristiano no es el Calvario, sino el Reino
de Dios, representado por el tapiz bajo la imagen del cielo, eco de la
Eucaristía celestial, la gloria del los santos.
Aunque Gaudí proyectó un
baldaquín magnificente, se construyó en plan experimental para apreciar las
posibilidades de la obra definitiva; por eso, se elaboró con materiales de
escaso valor: cartón, purpurina, etc. Quizá sea casual, pero la pobreza
material certifica que lo esencial en la Iglesia no son los adornos, sino la
fidelidad a Jesús, vivida en la celebración de la Eucaristía. Toda catedral,
por bella que sea, solo alcanza a ser una metáfora de la catedral definitiva,
el cielo, alegoría de la plenitud del Reino de Dios.
3.Miquel Barceló: Capilla del Santísimo.
La capilla del Santísimo ocupa el ábside de la nave de l’Almoina, la
vertiente sur de la Catedral; el ábside es de traza gótica y pertenece al
núcleo más antiguo de la fábrica catedralicia (siglo XIV). La Capilla del
Santísimo, obra de Miguel Barceló (2001-2006), situada en el ábside de la nave,
presenta tres aspectos íntimamente relacionados. La pared de cerámica
policromada, de unos trescientos metros cuadrados, que cubre casi completamente
los muros del ábside; cinco vitrales de doce metros de altura con tonalidades
de grisalla; y el mobiliario litúrgico, altar, ambón, sede, y dos bancos para
el coro ferial.
La capilla recrea la iconografía
bíblica del milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6,1-15) y
el signo de las bodas de Caná (Jn 2,1-12), alusivos a la celebración gozosa de
la Eucaristía. La simbología evangélica envuelve la imagen de Cristo
Resucitado, situado detrás del altar, para destacar la presencia viva del Señor
en la Eucaristía, reservada en el sagrario. La iluminación grisácea de los
vitrales acentúa la función de la capilla para la celebración de la Eucaristía
y a la reserva del Santísimo.
El relato de la multiplicación de
los panes y los peces comienza exponiendo como Jesús emprendió un viaje para
alcanzar el lugar donde acontecería el prodigio: “Jesús se marchó a la otra
parte del mar de Galilea” (Jn 6,1). La Escritura, fruto de la reflexión de un
pueblo nómada habituado al desierto, interpretaba el mar como un lugar
inhóspito (Ap 13,1). A menudo, la vida humana transcurre en un ámbito adverso,
alegoría del mar encrespado. La grisalla de los vitrales, decorados con esbozos
de algas, raíces, palmas, olas, bloques de arcilla que suben hacia arriba,
junto a las grietas blancas que insinúan la luz del cielo, sugieren la vida del
ser humano que parece sucumbir en las profundidades del mar.
El esbozo de las olas, plasmadas en lo alto
del panel cerámico, junto a la imagen del fondo marino carente de vida,
delineado en la parte inferior izquierda, acrecen la angustia del hombre que
bracea entre las olas sin encontrar el puerto que colme su existencia de
sentido. Por si fuera poco, abajo en el centro, aparece el bosquejo de un
bosque de calaveras que evocan el destino fatal que aguarda al hombre perdido
entre la furia del mar bravío.
Entre el chapoteo en las aguas,
el ser humano atisba un faro de esperanza: la luz dorada que refulge de la
puerta del sagrario, arca del Señor entre nosotros. La puerta está modelada con
improntas de manos humanas. Entre la turbulencia de la vida, representada por
el mar, el sagrario, arca de Jesús, es el noray donde las manos humanas,
representadas por las improntas, abrazan el valor de la vida para salvarse del
peligro y atisbar el sentido de la existencia.
Asentado en el seno de la vida,
el creyente puede levantar los ojos para contemplar sobre el sagrario la presencia
del Resucitado, blanco y de silueta insinuada, que certifica el triunfo del
proyecto de Dios sobre las insidias del mal, representadas por la turbulencia
de las aguas. El Resucitado lleva en su cuerpo las llagas de la pasión. Como
hemos señalado, la entrega de Jesús en el Calvario, representada por las
llagas, lleva a plenitud la profecía de Isaías: “sus cicatrices nos curaron”
(Is 53,5); por eso, dice Pablo “por la obediencia de uno solo (Jesús), todos
serán constituidos justos” (Rm 5,19). El ser humano navega sin rumbo por las
aguas agitadas de la historia, pero no es el hombre quien con su esfuerzo se
gana el favor divino; es Dios, el amigo del hombre (Is 41,8), quien se adelanta
a abrazarle para devolverle el sentido de la vida. Así lo atestigua s. Juan:
“no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y nos
envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10). El
Resucitado, presente en el sagrario, sale, por amor, al encuentro del hombre
que busca el sentido de la vida.
A la derecha del Resucitado se
yergue un gran pez; símbolo en las culturas antiguas de vida y fecundidad,
alegoría de la vida nueva con que el Resucitado bendice al cristiano. El pez
también evoca el alimento que comió Jesús en compañía de los discípulos después
de la resurrección (Lc 24,42-43); los comentaristas han palpado en el pasaje
una metáfora de la Última Cena, de ahí que el pez evoque también la Eucaristía,
el alimento del cristiano para surcar el mar de la existencia. La Eucaristía
compromete al cristiano en la ruta del evangelio; desde esta óptica, el gran
pez, sugiere el cetáceo que engulló a Jonás para conducirlo a Nínive, la ciudad
donde el Señor destinó al profeta para predicar la Palabra (Jon 2).
La palabra griega “ikhthys”,
“pez”, es un ideograma, cuyas cinco letras griegas son las iniciales de otros
cinco términos griegos: “Iesous, Khristos, Theou, Uios, Soler”. Los términos significan:
“Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador”; por eso, en la antigüedad, el dibujo
del pez constituía el distintivo de los cristianos. Así pues, la figura del pez
certifica que la Eucaristía forja la identidad del cristiano asimilando su vida
a la perspectiva del evangelio.
A la izquierda del Resucitado,
descuella la figura de una palmera. La palma, el ramo, la rama verde constituyen
símbolos de victoria, ascensión, regeneración e inmortalidad; desde la óptica
cristiana, las palmas del Domingo de Ramos prefiguran la resurrección del Señor
el Domingo de Pascua (Mt 21,1-17). La palmera despunta como metáfora de la
resurrección del Señor; resurrección a la que Jesús convoca, mediante la
celebración de la Eucaristía, al cristiano que navega por la vida.
La palmera también es alegoría de la
protección que Dios dispensa a sus fieles. Cuando la sagrada familia viajaba a
Egipto para huir de Herodes, una palmera combó sus ramas para ofrecer sombra y
alimento a María, mientras de sus raíces brotaba el agua para henchir los odres
que portaba José (PseudoEvangelio de Mateo 20,2). La palmera, testigo de la
resurrección, enfatiza la protección que el Señor brinda a sus fieles.
No obstante, ¿dónde podemos
encontrar al Resucitado que protege nuestra vida? Entre la cerámica del panel,
encontramos la respuesta. La teología ha interpretado el relato de la
multiplicación de los panes y los peces como una metáfora de la Eucaristía (Jn
6,1-15). Jesús tomó cinco panes y dos peces, “pronunció la acción de gracias y
los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del
pescado” (Jn 6,11; ver: (Lc 24,42-43). Aquella multitud hambrienta, tan perdida
como el hombre que bracea en el mar, quedó saciada, alegoría del sentido de la
vida que Jesús les ha devuelto. La exhuberancia de animales acuáticos que
tapizan el panel constituye la metáfora de la plenitud vital que la celebración
eucarística confiere a los cristianos.
Ahora bien, la Eucaristía es una
celebración gozosa, conmemora la muerte y la resurrección del Señor, fuente de
la salvación para el mundo. Por eso, el milagro de los panes y los peces
aparece vinculado al signo de las Bodas de Caná, acontecimiento festivo (Jn
2,1-12). Cuando faltó el vino, signo de alegría (Sal 104,15) y eco de la
Eucaristía (Mc 10,24-25), Jesús, atento a la súplica de María, su madre, convirtió
el agua en vino festivo (Jn 2,9). Aunando las notas del simbolismo, la Capilla
del Santísimo enfatiza que la Eucaristía, presencia del Señor entre nosotros,
nutre y forja la identidad del cristiano para que pueda recorrer la vida hasta
el día final en que nos encontremos con Dios en el gozo de su Reino.
Síntesis.
Las capillas que coronan las naves de la Catedral de Mallorca constituyen
un tríptico eucarístico. El retablo del Corpus Christi, obra de Jaume Blanquer
(1641), el Baldaquín, delineado por Antonio Gaudí (1912), y la Capilla del
Santísimo, plasmada por Miguel Barceló (2001-2006), certifican que la
Eucaristía, ápice de la liturgia, es el alimento y la forja de la vida
cristiana. De ese modo, el tríptico eucarístico constituye la invitación, espiritual
y catequética, para profundizar en el misterio de la Eucaristía, ámbito donde
el Señor se hace pan y vino para convertir al cristiano en testigo fehaciente
de la actuación salvadora de Dios en la historia humana.
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