lunes, 31 de agosto de 2020

CATEDRAL DE MALLORCA ARTE Y EUCARISTÍA

 


                                                           Francesc Ramis Darder

                                                           bibliayoriente.blogspot.com



Cuando el Mediterráneo bañaba las murallas de Palma, la Catedral se reflejaba en las aguas del mar. La intuición histórica sugiere que antes de la época romana (123 a.C.), el promontorio de la Catedral veía erguirse un santuario talayótico, recinto cultual de quienes poblaban la ciudad. La conquista romana convirtió el santuario en templo pagano, hasta que la influencia cristiana trocó sus muros en una Iglesia. La invasión musulmana transformó la Iglesia en mezquita (903 a.C.); pero, al cabo de tres siglos, Jaume I devolvió Mallorca al abrazo de la cristiandad (29 diciembre 1229).

 

    Según la tradición piadosa, cuando Jaume I avistaba Mallorca, una galerna amenazó la flota; entonces el rey, arrodillado en popa de la nave capitana, suplicó al Señor, por mediación de Santa María, la salvación de la escuadra. Escuchada la plegaria y salvadas las naves, el rey prometió la construcción de un templo bajo la advocación de Santa María. Aunque el relato pertenezca al acervo tradicional, la historia sentencia que Jaume I estableció la construcción de la Catedral y organizó el culto en la antigua mezquita, antaño templo cristiano. Desde las disposiciones del rey (1230) hasta el día de hoy, la Catedral no ha dejado de creer hasta convertirse, como dice la Escritura, en “monumento perpetuo imperecedero” (Is 55,13) de la fe, enhebrada entre los lazos de la cultura, de los cristianos de Mallorca.

 

    La Catedral dispone de tres naves. La izquierda, al norte, llamada “de l’Almoina”, está proyectada hacia la capilla del Corpus Christi, presidida por el retablo de la Cena del Señor, obra de Jaume Blanquer (acabado en 1641). La nave central, sede del presbiterio, está coronada con el baldaquín, poema sobre la Eucaristía, levantado por Antoni Gaudí (8, diciembre, 1912). La nave de la derecha, al sur, conocida como “nave del Mirador”, desemboca en la capilla del Santísimo; decorada por Miguel Barceló, evoca la multiplicación de los panes y los peces para aludir a la grandeza de la Eucaristía (acabada en 2006).

 

    Las tres capillas certifican que la Catedral es un organismo vivo. Recogiendo detalles medievales, el retablo barroco de Blanquer ensalza el don de la Eucaristía con los pinceles de la Reforma católica. Al compás de la renovación litúrgica, el Modernismo de Gaudí trenzó el baldaquín con alegorías eucarísticas. Evocando los relatos evangélicos (Mt 14,13-22; 15,32-39), las manos de Barceló modelaron la capilla del Santísimo. Ahora bien, la Catedral no solo es un organismo vivo porque durante la historia haya visto crecer sus muros, sino porque ha engendrado a muchas personas en la vida cristiana. La celebración de la Eucaristía, plasmada en las capillas que coronan las naves, lleva a plenitud las palabras de Jesús: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). La Catedral no es un museo, es la expresión teológica, tejida sobre el telar de la belleza, que manifiesta como la Eucaristía entreteje la identidad de la Iglesia y como la Iglesia hilvana la Eucaristía,  celebración privilegiada de la presencia de Jesús resucitado.

 

1.Jaume Blanquer: el Retablo del Corpus Christi.

 

El retablo barroco esta construido en madera dorada y policromada. El nicho central representa la Cena del Señor, con la mesa y los comensales dispuestos en plano inclinado para facilitar la percepción del espectador. Antes de la reforma del Vaticano II, el sacerdote celebraba la Misa de espaldas al pueblo, y la comunidad no veía el momento de la consagración; por eso la representación de la Santa Cena permitía que los fieles pudieran asociar la celebración de Misa, sobre el altar de la capilla, con la cena del Señor, representada en el retablo y celebrada en el cenáculo. El retablo dispone sobre la mesa del cenáculo el vino y el pan junto al cordero pascual. La disposición del vino y el pan evocan las palabras de Jesús a los apóstoles durante la última cena: “Tomad, comed: esto es mi cuerpo […] Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26,26-28).

 

    Entre otros aspectos, la presencia del cordero sugiere las palabras que Juan Bautista pronunció acerca de Jesús: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Así la figura del cordero refiere, sobre todo, la personalidad íntima de Jesús. El libro de Isaías habla de un personaje misterioso, el Siervo del Señor, que entregará su vida para devolver a la humanidad, atenazada por la idolatría, al regazo de la alianza divina (Is 52,13-53,12). La profecía describe la entrega del Siervo con los trazos del Cordero sacrificado: “Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron […] como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador” (Is 53,5-7). Desde esta perspectiva y situado bajo el nicho de la santa cena, aparece Jesús, vestido con la clámide, ante el Consejo de ancianos reunido en casa de Caifás, y en el pretorio, ante Pilato. La escenificación de la condena de Jesús por parte de los judíos, Caifás, y de los paganos, Pilato, ratifica su identidad como Siervo del Señor, el Cordero que entrega su vida para redimir el pecado de la comunidad hebrea y de la asamblea gentil.

 

    El AT preludia la entrega redentora de Jesús; por eso, el altar de la capilla, sobre el que se levanta al retablo, representa escenas de la vida de Abrahán que esbozan la entrega del patriarca a la exigencia divina: Ofrenda de Melquisedec, rey de Salén (Gn 14,18-19), Abrahán y los ángeles peregrinos (Gn 18,1-5), el Sacrificio de Isaac (Gn 22). La representación está enmarcada por una orla de tema eucarístico con San Pedro y San Bruno en las esquinas superiores.

 

    Cuando los cristianos asistían a Misa, veían el cordero sacrificado, metáfora de la entrega de Jesús, dispuesto sobre la mesa del retablo; entonces entendían que la Eucaristía, memorial del sacrifico de Cristo, actualizaba la celebración del cenáculo (Mt 26,28). La representación de la Santa Cena expresa como la Eucaristía transforma la identidad del cristiano, pues le impulsa a seguir el Evangelio y le recuerda que la entrega de Cristo en la cruz derrama sobre su vida el perdón divino.

 

    Ahondando en la temática, el segundo cuerpo del retablo plasma la “presentación del Niño Jesús en el templo”. Recogiendo la tradición del AT (Lv 12,2-4), el NT aplica a Jesús las cláusulas de la Ley: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor” (Lc 23). El retablo representa a María y José que llevan a Jesús al templo de Sión; pero, bajo las figuras del retablo, palpita la hondura con que la celebración de la Eucaristía rehace la identidad del cristiano. Durante la Antigua Alianza, los hebreos acudían al templo de Jerusalén para consagrase al Señor (Lv 12), pero en la Nueva Alianza, plenitud de la Antigua, los cristianos acuden a la Iglesia, casa de la Eucaristía, presencia viva de Dios entre nosotros, para consagrarse también al Señor. A tenor del retablo, la celebración de la Eucaristía constituye el momento privilegiado en que el cristiano acude al templo para confirmar la consagración al Señor que adquirió en el Bautismo.

 

    Las figuras de las virtudes teologales, las tallas de los santos, y la representación de “las tentaciones de San Antonio Abad” que tachonan el retablo aducen los frutos con que la Eucaristía multiplica la solidez del cristiano. Sobre el yunque de la Eucaristía, el cristiano acrece la fe, la esperanza y la caridad; injerta su vida en el tronco de la santidad (Lv 19,2), y aprende a vencer las insidias del mal. El coro de ángeles músicos, turiferarios y ceroferarios certifica, como refleja la estética barroca, que la celebración de la Eucaristía abre las puertas del cielo, horizonte de la vida cristiana.

 

2.Antoni Gaudí: el Baldaquín de la Capilla Real.

 

La nave central desemboca en el ábside mayor, la Capilla Real, también llamada Mayor, elevada cuatro peldaños sobre el piso del templo del que la separa una baranda barroca, obra de Gaudí. La reforma arquitectónica emprendida por el obispo Pere J. Campins, pilotada por Antoni Gaudí, devolvió la Capilla Real al marco más pleno de la celebración eucarística (1903-1915). Antiguamente el coro erigido en el centro de la nave central de la Catedral, dificultaba la participación de los fieles en la celebración. Gaudí, atento al designio de Campins, desmontó la sillería del coro, culminada en el Renacimiento por el cincel de Joan de Salas (1526-1529), y la depositó en los espacios laterales de la Capilla Real. Igualmente trasladó los dos púlpitos renacentistas que guarnecían el coro, también obra de Joan de Salas, y los colocó a ambos lados de la Capilla Real.

 

    El altar mayor estaba situado bajo la última bóveda de la Capilla. Con intención de acercarlo al pueblo, Gaudí lo dispuso bajo la primera bóveda y lo emplazó entre cuatro columnas tetralobuladas, coronadas por cuatro ángeles músicos. La metáfora de los ángeles expresa el gozo del cielo, cuando la presencia divina, mediada por el pan y el vino, se hace presente entre los fieles sobre el altar. Dedicado a la Virgen Madre de Dios, el altar constituye una pieza de alabastro sostenido por ocho columnas de estilo cisterciense (siglo XIII), y una columna, seguramente, de origen bizantino (siglo VI), y testigo aun de la primitiva Iglesia. La presencia de la columna bizantina rememora la antigüedad del cristianismo en Mallorca, a la vez que establece el vínculo entre los antiguos cristianos y los del tiempo presente. Así, la centralidad del altar, consagrado al menos cuatro veces (1269; 1346; 1746; 1905), atestigua la centralidad de la Eucaristía en la liturgia y en la celebración catedralicia.

 

    Sobre el altar, pende el baldaquín, obra de Gaudí (1912). Aunque la función del baldaquín consista en facilitar la iluminación del altar, su esencia resalta el aspecto más sagrado de la liturgia. Como dice la Escritura, cuando el pueblo hebreo, liberado de la esclavitud de Egipto, atravesaba el desierto, “Moisés levantó la tienda […] y la llamó Tienda del Encuentro” (Ex 33,7-9); y, como reitera la Escritura, “el Arca del Señor estaba custodiada en una tienda” (2Sm 7,2). Un baldaquín no es una tienda, pero evoca su sentido. Así como bajo una tienda el Señor hablaba con Moisés y bajo una tienda el pueblo hebreo guardaba el Arca, también bajo una tienda, eco del baldaquín, el Señor se hace presente entre nosotros a través del pan y del vino; y bajo la misma tienda, alegoría del baldaquín, los cristianos compartimos el hondón de nuestra fe, la muerte y resurrección del Señor, celebrada en la Eucaristía.

 

    El primer cuerpo del baldaquín, la cobertura, está formado por un repostero de brocado antiguo, de tema eucarístico; así el brocado refleja, hacia arriba y a modo de espejo, la hondura de la celebración que acontece abajo en el altar. La liturgia del altar es la metáfora de la liturgia del cielo, pues el Señor se manifiesta ante los cristianos sobre el altar, velado bajo el pan y el vino, con la misma entereza que se desvela en toda su gloria en el cielo acompañado de los santos, hermanos nuestros.

 

    El segundo cuerpo está formado por la corona de siete lados. La Escritura confiere al número siete el sentido metafórico de totalidad y plenitud; a modo de ejemplo, los siete días de la Creación (Gn 1,1-2,4ª), o la institución de los siete diáconos (Hch 6,1-7). El número “siete” es el producto de “cuatro” por “tres”; el número “cuatro” alude a los cuatro puntos cardinales, metáfora de la humanidad entera, mientras el “tres” evoca la plenitud divina: Padre, Hijo, Espíritu Santo. Desde esta perspectiva, los siete lados de la corona aluden a los siete dones del Espíritu Santo (Is 11,1-2), símbolo, a su vez, del empeño de Dios, representado por el “tres”, para convertir la humanidad, escondida tras el “cuatro”, en su “imagen y semejanza (Gn 1,26-27). Con intención de resaltar la actuación del Espíritu Santo, en el centró de los lados de la corona despunta la abreviatura de la inscripción “Spiritum Sanctum”.

 

    Entre los cables que sostiene el baldaquín pende la figura del Espíritu Santo que, con la suavidad de una paloma (Mt 3,16), se posó sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego el día de Pentecostés (Hch 2,1-13). La identidad de los doce apóstoles figura tras la metáfora de los doce faroles iluminados que penden también entre los cables.  

 

     La corona está adornada con una profusión de espigas, pámpanos y racimos, alegoría del pan y el vino de la Eucaristía. La corona está rematada por un Calvario. Al pie del Crucificado, destaca la presencia de María y del apóstol Juan, cuando Jesús les dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo […] (y al discípulo) ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). La presencia del Calvario remite a un aspecto teológico de la Eucaristía, especialmente relevante durante la época de Gaudí. La Eucaristía entendida como la reiteración sobre el altar del sacrificio de Cristo en la cruz del Calvario; sacrificio que, como presagia la profecía de Isaías, derrama el perdón de los pecados sobre la humanidad entera (Is 53,5). Así la corona de siete lados, alzada sobre el altar, constituye la metáfora de los dones con que la Eucaristía esculpe con el cincel del Espíritu la vida del cristiano para que trasforme la humanidad en imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27).

 

    El tercer cuerpo del baldaquín está constituido por el lampadario; de los siete lados de la corona penden treinta y cinco lámparas que la tradición popular acota en treinta y tres, alegoría de los años de vida terrenal de Jesús.

 

    Aunando el sentido metafórico de los tres cuerpos, apreciamos el calado teológico del baldaquín. El lampadario evoca la luz con que la Eucaristía ilumina la vida cristiana; pero, aludiendo al número de lámparas (35, eco de 33), certifica que la existencia humana solo trascurre por la senda cristiana cuando intenta amoldarse al estilo de vida de Jesús. La corona certifica la centralidad de la Eucaristía, a la vez que invita al cristiano a recorrer el camino de Jesús que desemboca en el Calvario; pero como señala el brocado superior, la meta del cristiano no es el Calvario, sino el Reino de Dios, representado por el tapiz bajo la imagen del cielo, eco de la Eucaristía celestial, la gloria del los santos.

 

    Aunque Gaudí proyectó un baldaquín magnificente, se construyó en plan experimental para apreciar las posibilidades de la obra definitiva; por eso, se elaboró con materiales de escaso valor: cartón, purpurina, etc. Quizá sea casual, pero la pobreza material certifica que lo esencial en la Iglesia no son los adornos, sino la fidelidad a Jesús, vivida en la celebración de la Eucaristía. Toda catedral, por bella que sea, solo alcanza a ser una metáfora de la catedral definitiva, el cielo, alegoría de la plenitud del Reino de Dios.

 

3.Miquel Barceló: Capilla del Santísimo.

 

La capilla del Santísimo ocupa el ábside de la nave de l’Almoina, la vertiente sur de la Catedral; el ábside es de traza gótica y pertenece al núcleo más antiguo de la fábrica catedralicia (siglo XIV). La Capilla del Santísimo, obra de Miguel Barceló (2001-2006), situada en el ábside de la nave, presenta tres aspectos íntimamente relacionados. La pared de cerámica policromada, de unos trescientos metros cuadrados, que cubre casi completamente los muros del ábside; cinco vitrales de doce metros de altura con tonalidades de grisalla; y el mobiliario litúrgico, altar, ambón, sede, y dos bancos para el coro ferial.

 

    La capilla recrea la iconografía bíblica del milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6,1-15) y el signo de las bodas de Caná (Jn 2,1-12), alusivos a la celebración gozosa de la Eucaristía. La simbología evangélica envuelve la imagen de Cristo Resucitado, situado detrás del altar, para destacar la presencia viva del Señor en la Eucaristía, reservada en el sagrario. La iluminación grisácea de los vitrales acentúa la función de la capilla para la celebración de la Eucaristía y a la reserva del Santísimo.

 

    El relato de la multiplicación de los panes y los peces comienza exponiendo como Jesús emprendió un viaje para alcanzar el lugar donde acontecería el prodigio: “Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea” (Jn 6,1). La Escritura, fruto de la reflexión de un pueblo nómada habituado al desierto, interpretaba el mar como un lugar inhóspito (Ap 13,1). A menudo, la vida humana transcurre en un ámbito adverso, alegoría del mar encrespado. La grisalla de los vitrales, decorados con esbozos de algas, raíces, palmas, olas, bloques de arcilla que suben hacia arriba, junto a las grietas blancas que insinúan la luz del cielo, sugieren la vida del ser humano que parece sucumbir en las profundidades del mar.

 

    El esbozo de las olas, plasmadas en lo alto del panel cerámico, junto a la imagen del fondo marino carente de vida, delineado en la parte inferior izquierda, acrecen la angustia del hombre que bracea entre las olas sin encontrar el puerto que colme su existencia de sentido. Por si fuera poco, abajo en el centro, aparece el bosquejo de un bosque de calaveras que evocan el destino fatal que aguarda al hombre perdido entre la furia del mar bravío.

 

    Entre el chapoteo en las aguas, el ser humano atisba un faro de esperanza: la luz dorada que refulge de la puerta del sagrario, arca del Señor entre nosotros. La puerta está modelada con improntas de manos humanas. Entre la turbulencia de la vida, representada por el mar, el sagrario, arca de Jesús, es el noray donde las manos humanas, representadas por las improntas, abrazan el valor de la vida para salvarse del peligro y atisbar el sentido de la existencia.

 

    Asentado en el seno de la vida, el creyente puede levantar los ojos para contemplar sobre el sagrario la presencia del Resucitado, blanco y de silueta insinuada, que certifica el triunfo del proyecto de Dios sobre las insidias del mal, representadas por la turbulencia de las aguas. El Resucitado lleva en su cuerpo las llagas de la pasión. Como hemos señalado, la entrega de Jesús en el Calvario, representada por las llagas, lleva a plenitud la profecía de Isaías: “sus cicatrices nos curaron” (Is 53,5); por eso, dice Pablo “por la obediencia de uno solo (Jesús), todos serán constituidos justos” (Rm 5,19). El ser humano navega sin rumbo por las aguas agitadas de la historia, pero no es el hombre quien con su esfuerzo se gana el favor divino; es Dios, el amigo del hombre (Is 41,8), quien se adelanta a abrazarle para devolverle el sentido de la vida. Así lo atestigua s. Juan: “no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10). El Resucitado, presente en el sagrario, sale, por amor, al encuentro del hombre que busca el sentido de la vida.

 

    A la derecha del Resucitado se yergue un gran pez; símbolo en las culturas antiguas de vida y fecundidad, alegoría de la vida nueva con que el Resucitado bendice al cristiano. El pez también evoca el alimento que comió Jesús en compañía de los discípulos después de la resurrección (Lc 24,42-43); los comentaristas han palpado en el pasaje una metáfora de la Última Cena, de ahí que el pez evoque también la Eucaristía, el alimento del cristiano para surcar el mar de la existencia. La Eucaristía compromete al cristiano en la ruta del evangelio; desde esta óptica, el gran pez, sugiere el cetáceo que engulló a Jonás para conducirlo a Nínive, la ciudad donde el Señor destinó al profeta para predicar la Palabra (Jon 2).

 

    La palabra griega “ikhthys”, “pez”, es un ideograma, cuyas cinco letras griegas son las iniciales de otros cinco términos griegos: “Iesous, Khristos, Theou, Uios, Soler”. Los términos significan: “Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador”; por eso, en la antigüedad, el dibujo del pez constituía el distintivo de los cristianos. Así pues, la figura del pez certifica que la Eucaristía forja la identidad del cristiano asimilando su vida a la perspectiva del evangelio.

 

    A la izquierda del Resucitado, descuella la figura de una palmera. La palma, el ramo, la rama verde constituyen símbolos de victoria, ascensión, regeneración e inmortalidad; desde la óptica cristiana, las palmas del Domingo de Ramos prefiguran la resurrección del Señor el Domingo de Pascua (Mt 21,1-17). La palmera despunta como metáfora de la resurrección del Señor; resurrección a la que Jesús convoca, mediante la celebración de la Eucaristía, al cristiano que navega por la vida.

 

    La palmera también es alegoría de la protección que Dios dispensa a sus fieles. Cuando la sagrada familia viajaba a Egipto para huir de Herodes, una palmera combó sus ramas para ofrecer sombra y alimento a María, mientras de sus raíces brotaba el agua para henchir los odres que portaba José (PseudoEvangelio de Mateo 20,2). La palmera, testigo de la resurrección, enfatiza la protección que el Señor brinda a sus fieles.

 

    No obstante, ¿dónde podemos encontrar al Resucitado que protege nuestra vida? Entre la cerámica del panel, encontramos la respuesta. La teología ha interpretado el relato de la multiplicación de los panes y los peces como una metáfora de la Eucaristía (Jn 6,1-15). Jesús tomó cinco panes y dos peces, “pronunció la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado” (Jn 6,11; ver: (Lc 24,42-43). Aquella multitud hambrienta, tan perdida como el hombre que bracea en el mar, quedó saciada, alegoría del sentido de la vida que Jesús les ha devuelto. La exhuberancia de animales acuáticos que tapizan el panel constituye la metáfora de la plenitud vital que la celebración eucarística confiere a los cristianos.

 

    Ahora bien, la Eucaristía es una celebración gozosa, conmemora la muerte y la resurrección del Señor, fuente de la salvación para el mundo. Por eso, el milagro de los panes y los peces aparece vinculado al signo de las Bodas de Caná, acontecimiento festivo (Jn 2,1-12). Cuando faltó el vino, signo de alegría (Sal 104,15) y eco de la Eucaristía (Mc 10,24-25), Jesús, atento a la súplica de María, su madre, convirtió el agua en vino festivo (Jn 2,9). Aunando las notas del simbolismo, la Capilla del Santísimo enfatiza que la Eucaristía, presencia del Señor entre nosotros, nutre y forja la identidad del cristiano para que pueda recorrer la vida hasta el día final en que nos encontremos con Dios en el gozo de su Reino.

 

Síntesis.

 

Las capillas que coronan las naves de la Catedral de Mallorca constituyen un tríptico eucarístico. El retablo del Corpus Christi, obra de Jaume Blanquer (1641), el Baldaquín, delineado por Antonio Gaudí (1912), y la Capilla del Santísimo, plasmada por Miguel Barceló (2001-2006), certifican que la Eucaristía, ápice de la liturgia, es el alimento y la forja de la vida cristiana. De ese modo, el tríptico eucarístico constituye la invitación, espiritual y catequética, para profundizar en el misterio de la Eucaristía, ámbito donde el Señor se hace pan y vino para convertir al cristiano en testigo fehaciente de la actuación salvadora de Dios en la historia humana.


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