jueves, 20 de febrero de 2014

ESPIRITUALIDAD DE LA CUARESMA

                                                                  Francesc Ramis Darder


Cuando las mujeres entraron en el sepulcro vieron a un joven vestido de blanco que les dijo: “Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado: ha resucitado, no está aquí” (Mc 16,6).

La resurrección del Señor es el hecho capital de la fe; como decía el apóstol Pablo, si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es ilusoria (1Cor 15,17). La centralidad de la resurrección provoca que la Cuaresma sea tiempo de disponer la vida para celebrar con profundidad la Pascua.

 Los cuarenta días de la Cuaresma evocan los cuarenta años en que Israel peregrinó por el desierto hacia la tierra prometida o los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar la predicación del Reino de Dios (Nm 14,34; Mt 4,1-11); desde este ángulo, la Cuaresma es tiempo de preparación para el suceso que transforma la vida: el encuentro personal con el Resucitado.

La preparación para el acontecimiento esencial requiere esfuerzo, y este esfuerzo se llama camino de conversión. Como hizo María Magdalena, convertirse significa volver la mirada hacia Jesús para descubrirle como el maestro amado que nos acompaña (Jn 20,16). La Escritura ofrece tres consejos para volver la vista hacia Jesús: la oración, la caridad y el ayuno (Mt 6,1-18).

A menudo pensamos que lo más importante es lo que nosotros hacemos, pero la oración desvela que lo más importante es lo que Dios hace por nosotros; orar es experimentar que el Señor nos ha amado antes de que le conociéramos. ¡Dios nos ha amado primero! (1Jo 4,10).

La caridad no se agota en la limosna ocasional. Implica ver en el corazón del prójimo el latido del Señor. Así lo enseña Jesús: “Venid a mí [...], porque tenía hambre, y me distéis de comer; tenía sed, y me distéis de beber (Mt 25,35-36). El ayuno es un signo para recordar que estamos en tiempo de conversión, pero, como proclama Isaías, también sacude nuestra vida; “el ayuno que yo quiero, dice el Señor, es este: libera a los que están presos, comparte tu pan con el hambriento, acoge en tu casa a los pobres” (Is 58,5-7).

A veces creemos que la vida cristiana se vive solo con las fuerzas humanas, cuando es el mismo Dios quien nos introduce por el camino de la conversión; de ahí la importancia del sacramento de la Reconciliación, tan oportuno en la Cuaresma. Cuando lo celebramos recibimos el perdón de Dios, pero también la gracia, la presencia de Dios en nuestra vida que nos hace testigos del amor por los senderos de la vida hasta el día bienaventurado en que irrumpa la Pascua eterna. 


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