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viernes, 16 de julio de 2021

¿QUÉ ES EL ABISMO?

 

                                             Francesc Ramis Darder

                                             bibliayoriente.blogspot.com


El abismo, metáfora de Babilonia (Is 5,14).       

La Segunda imprecación ha sentenciado que los notables y la gente sufrirán la deportación; pero en lugar de mencionar Babilonia, ámbito del exilio, alude al abismo: “por eso ensancha sus fauces el abismo (sheol), dilata su boca sin medida” (Is 5,14ª). Como sabemos, desde el horizonte cosmológico, el abismo (sheol) conforma el espacio situado bajo la faz de la tierra donde reposan las sombras de los difuntos (cf. Dt 32,22); sin embargo, en Is 5,14 aparece como la metáfora de Babilonia, el país de la deportación. El abismo figura personificado como una fiera que abre sus fauces para devorar a la presa (Is 5,14ª; cf. Hab 2,5), y abre la boca sin medida, como haría una bestia. La personificación del abismo insinúa, a nuestro entender dos matices metafóricos significativos. Por una parte, el término fauces (npshh) recoge la raíz que señala la identidad de la persona (npsh), es decir es la misma persona del abismo quien abre sus fauces (Is 5,14); mientras el vocablo límite (h.q) alude, entre otros temas, al concepto de norma o ley (cf. Gn 47,26). Aunando ambos matices, la mención del abismo sugiere que Babilonia despliega su toda personalidad (npsh) más fiera para devorar, sin atenerse a ley ninguna (h.q), a los notables y a la gente que cae en sus garras.

     La personificación del abismo (sheol), que ensancha sus fauces y dilata su boca (Is 5,14), eco de Babilonia, también aparece, con otro vocabulario, en la “Sátira contra el rey de Babilonia” (Is 14,1-23); como señala la profecía: “el abismo (sheol) se estremece en lo profundo, cuando sale a tu encuentro (del rey), despierta a las sombras (de los difuntos)” (Is 14,9). La posición cosmológica del abismo bajo la superficie terrestre y su personificación pertenecen al acervo de la tradición oriental en la que se inscriben los redactores de la Escritura, y en concreto el redactor de Is 5,11-17.

    Como sabemos, la tablilla XII de la Epopeya de Gilgamesh sitúa el reino de los muertos bajo la superficie de la tierra. Como señala el poema, Gilgamesh, rey de Uruk, lamenta, ante su amigo Enkidu, que dos talismanes, la vara y el aro, hayan caído en el abismo (el abismo aparece designado como ersetu; traducción del sumerio kur, o quizá ganzir)[11]; entonces, Enkidu, fiel a la amistad se ofrece para descender; el descenso atestigua la situación del abismo bajo la superficie terrestre (XII, 1-9). Gilgamesh le ofrece, como describiremos más adelante, una serie de consejos para que, tras bajar al abismo, Enkidu pueda regresar a la superficie. Los consejos certifican la personalización del abismo, pues, en caso de desoírlos, Gilgamesh advierte al amigo: “(pues si no los observas) las protestas/quejas del abismo se apoderarían de ti” (XII, 25). Sin embargo, como expondremos, Enkidu desoyó los consejos, por eso, cuando quiso salir, “el abismo se apoderó de él” (XII, 45). Con intención de resaltar la personificación del abismo, la epopeya recalca que “es el abismo quien lo retiene” (XII, 50-65); para ratificar la personificación subraya, por si fuera poco, que no es ningún siervo, sino el mismo abismo quien detiene a Enkidu: “no es el implacable Espía de Nergal, sino el abismo quien retiene” (XII, 67). En definitiva, cuando la epopeya señala la capacidad del abismo para protestar y retener a Enkidu está personificando su figura; la personificación aflora también en la Segunda imprecación, cuando sentencia: “ensancha sus fauces el abismo, dilata su boca sin medida” (Is 5,14ª).    

    Oigamos de nuevo la Segunda imprecación para ahondar en la identidad de los notables y la gente. Como hemos señalado, el libro de Isaías adscribe a sacerdotes, profetas, y jueces inicuos la identidad de quienes dejan dominar por el licor y el vino, es decir, las autoridades corruptas (cf. Is 5,22; 28,7; 29,9). Aun así, aparece un matiz que precisa más el significado. El contenido de Is 5,13 se refiere a los notables (kbd); sin embargo, cuando Is 5,14b vuelve a señalar a quienes bajan al abismo, sustituye la mención de los notables (kbd) por la mención de los nobles (hdrh). Sin duda, la diferencia entre notables y nobles puede nacer de la óptica poética, atenta al uso de sinónimos; aun así, ensayemos otra perspectiva complementaria. Desde el aspecto sociológico, la raíz que define a los nobles (hdr) constituye, en paralelo con la raíz que apunta a los notables (kbd), la mención alegórica de la alcurnia aristocrática de Jerusalén, definida poéticamente como “la gloria (kbd) del Líbano, el esplendor (hdr) del Carmelo y del Sarón” (Is 35,2), eco del rey y la corte.[12] Observemos, además, que el término gente (hmwnh) (Is 5,13.14) aparece también en la descripción que el autor deuteronomista realiza del segundo contingente deportado a Babilonia: “En cuanto al resto del pueblo que quedaba en la ciudad, los desertores que se habían pasado al rey de Babilonia y al resto de la gente (hhmwn) los deportó Nabuzardán” (2Re 25,11). Apurando el sentido de la metáfora, la mención de los nobles (hdr), los notables (kbd), y la gente (hhmwn), podría aludir al triple contingente sociológico que marchó al exilio, a saber: la realeza y la nobleza de alcurnia; los dirigentes y los pudientes; y también los herreros, cerrajeros, y quienes eran aptos para la guerra (cf. 2Re 24,13-17; 25,8-12; Jr 52,1-30).

     Como señala la imprecación, quienes descienden al abismo (sheol) palparán como termina “su bullicio y sus festejos” (Is 5,14b). La voz isaiana no adscribe el término “bullicio (shwn)” al gozo celebrativo de la fiesta, sino a la diversión pervertida, la actuación violenta, o al jolgorio que acaba de modo luctuoso.[13] Sin duda, el jolgorio de los dirigentes (Is 5,11-12ª) era perverso, pues el vino, el licor, y el son de los instrumentos les obnubilaba, como hemos dicho, para ver la obra y tener en cuenta la acción del Señor, eco de su actitud idolátrica. El vocablo “festejos (`lz)” aparece en Isaías para denunciar la mendaz alegría de Sidón, ciudad fenicia, que Dios condena por su proceder idólatra (Is 23,12); desde este horizonte, la imprecación insinúa la falsedad del gozo de los nobles, los notables, y la gente de Jerusalén que, atrapados por la idolatría, como lo estaba Sidón, son devorados por el abismo, eco de Babilonia.[14] Así el pretendido bullicio y los falsos festejos de nobles, notables y la gente de Jerusalén quedan mudos entre las fauces del abismo, alegoría del exilio; no en vano, el poema envuelve, como hemos dicho, el halo bullicioso con el aura del llanto por los difuntos, propio de las plañideras (“¡Ay!” Is 5,11).

 


domingo, 17 de enero de 2021

MESOPOTAMIA

 



                                                    Francesc Ramis Darder

                                                    bibliayoriente.blogspot.com

miércoles, 18 de noviembre de 2020

JUDÍOS EN BABILONIA

 

                                                                             Francesc Ramis Darder

                                                                             bibliayoriente.blogspot.com


 

 

    Cuando murió Nabucodonosor II (562 a.C.), comenzó el declive de Babilonia; su hijo y sucesor, Amel-Marduk (562-560 a.C.), denominado por la Escritura Evil-Merodak, liberó de la prisión a Jeconías (2Re 25,27-30; Jr 52,31-34). Amel-Marduk fue destronado por Nergalsérer (560-556 a.C.), quien murió en combate al cabo de cuatro años (556 a.C.) dejando en el trono a un hijo menor de edad, Labasi-Marduk, el cual fue destronado a su vez por Nabónides (556-539 a.C.). Cuando Nabónides elevó al dios Sin al rango supremo del panteón babilónico, se granjeó la animadversión del clero de Marduk; más tarde, trasladó la corte al oasis de Teima con lo que alteró los ánimos de la nobleza. El desorden social coincidió con el renacimiento persa, dirigido por Ciro II (559-530 a.C.). Nabónides, temeroso de la pujanza de Ciro, formó con el faraón Amasis y con Creso, rey de Lidia, una alianza contra Persia. Ciro reaccionó y conquistó Sardes (547/6 a.C.) incorporando el territorio lidio a su imperio.

 

    La conquista de Babilonia se produjo con gran facilidad. Nabónides había perdido la Alta Mesopotamia, al igual que la provincia de Elam, cuyo gobernador, Gobrias, se había pasado a las tropas de Ciro. El ejército de Nabónides fue derrotado en Opis, y Ciro entró triunfante en Babilonia siendo aclamado como libertador (539 a.C.). Ni la capital, ni ninguna otra ciudad circundante fueron destruidas. Ciro restauró el culto del dios Marduk, desterrado antaño por Nabónides. Incluso proclamó que gobernaba por decisión de Marduk. Instaló a su hijo Cambises como su representante personal en la capital, Babilonia. Hacia el año 539 a.C. todo el oeste de Asia, hasta la frontera con Egipto, estaba bajo el cetro de Ciro II. La política de Ciro se caracterizó por la magnanimidad con que trató a los pueblos conquistados.

        

     ¿Qué repercusión tuvo la convulsión babilónico-persa en la vida de los deportados? Cuando los desterrados llegaron al país de los Canales (597.587.582 a.C.), pudieron acogerse a la política que acomodaba en grupos homogéneos a los exiliados procedentes de países sometidos. Así pudieron asentarse como grupo étnico en las poblaciones situadas junto a la ciudad de Nippur; Tel-Abib, Tel Harsa, Tel Melaj, Qerub Adón, Imer, Casifías y Sud (Ez 3,15; Esd 2,59; Ne 7,61; Esd 8,17; Bar 1,4). Jeconías, encarcelado por Nabucodonodor, quizá en el año 594 a.C., año de la rebelión de la nobleza babilónica, fue puesto en libertad en el año 561 a.C. por Amel-Marduk (562-560 a.C.), cuando llevaba treinta y siete años en la cárcel del exilio (2Re 25,27-30; Jr 52,31-34). La liberación de Jeconías acontece cuando empiezan a tambalearse los fundamentos del Imperio babilónico, zarandeado por el empuje persa. 

 

   A pesar de sufrir la cárcel, Jeconías conservó el título de rey de Judá (2Re 25,27). El progresivo deterioro babilónico desencadenó en sus dirigentes la necesidad de contar con la ayuda de los reyes deportados para asegurarse la fidelidad de los reinos sometidos; seguramente por eso Amel-Marduk liberó de la cárcel a Jeconías (561 a.C.). Los babilonios concedieron a Jeconías una corte de ocho hombres, le otorgaron una asignación pecuniaria, y le sentaron en el “Consejo de los Grandes de Akkad”; la asamblea constituida por los gobernadores babilónicos y por los reyes exiliados que auxiliaba a la autoridad imperial en las tareas de gobierno. Si los babilonios no desposeyeron a Jeconías del título de rey, con mayor razón debió de ser considerado como el monarca legítimo por parte de los judaítas. A tenor del sistema legislativo, los babilonios entendían que Jeconías era rey de Judá, pero, con toda certeza, le atribuirían pocas prerrogativas de gobierno sobre los deportados; pues, escarmentados por la revuelta de 594 a.C., habrían limitado la autoridad del rey.

 

     Sin embargo, el resquebrajamiento de la monarquía babilónica, propiciaba que la corte de Jeconías en el exilio adquiriera cada vez mayor pujanza. Los nobles deportados aprovecharon la coyuntura para desarrollar el sistema ideológico que ensalzara la autoridad del soberano sobre el territorio de Judá; así, la coyuntura histórica que determina la agonía babilónica y el encumbramiento persa, conlleva el renacimiento social de los deportados. A pesar de las componendas babilónicas, la prestancia de Ciro II iluminaba la cultura mesopotámica con una luz desconocida hasta entonces. Medos y persas formaban parte de pueblos indoeuropeos, cuyo talante cultural y religioso difería del carácter agresivo de la mayoría de las potencias mesopotámicas. La cultura medo-persa, nacida en las mesetas iranias, era de costumbres sobrias y poseía un sentido de la ética más desarrollado que el acostumbrado en las regiones del Tigres y del Eúfrates.

 

    La predicación de Spitama, el nombre con que se conocía a Zoroastro, recogida más tarde en los Gâtâs y el Avesta, enfatizó el triunfo definitivo del bien y se opuso a los sacrificios cruentos. Influyó de forma decisiva en el carácter humanista que asumió la religiosidad persa, hablaba del amor y de la alegría de vivir y anunciaba la esperanza que trascendía la inmanencia de la vida cotidiana. Enfatizaba la obligación del rey por implantar en sus estados el “orden justo”, conforme a los designios de Dios (Rtam). El ideal zoroastriano fue el espíritu con que se invistió Ciro para emprender sus conquistas. Aplicó en los territorios conquistados las consecuencias de la doctrina de Zoroastro; de ahí, el trato humano que dispensó a los babilonios tras conquistar el Imperio del Eúfrates, y la decisión de permitir a las comunidades deportadas el regreso a sus países de origen. Sin duda, la civilización persa, acrecida por los triunfos de Ciro, engendró en el alma de los judaítas desterrados la esperanza en la pronta redención del cautiverio.


sábado, 14 de noviembre de 2020

JUDÁ DURANTE EL EXILIO

 

                                                       Francesc Ramis Darder

                                                       bibliayoriente.blogspot.com


 

Albertz, Historia de la Religión, 465-467; R. Albertz, Religion in Pre-Exilic Israel, Biblical World, 2:90-100; R. Albertz, Religión in Israel during and alter the Exile, Biblical World, 2:101-124; F. Bianchi, Godolia contro Ismaele. La lotta per il potere politico all’inizio della dominazione neobabilonese (Ger 40-41 e 2Re 25,22-26), RivB 53 (2005) 257-275; H.M. Bastard, The Myth of the empty land, Oslo 1996, 18-32; O. Lipschits, Judah, Jerusalem and the Temple 586-539 B.C., Transeu 22 (2001) 129-142; J. A. Mayoral, Sufrimiento y Esperanza, Estella 1994.


  La percepción de Judá como un “país vacío” durante el tiempo del exilio es una visión recurrente en la intelección teológica de la Escritura: así lo atestiguan, en grado diverso, la profecía de Jeremías (Jr 25,11; 44,22) y la historia cronista (2Cr 36,21), mientras la historia de deuteronomista limita la población a la gente sencilla dedicada al cultivo de la tierra (2Re 25,12) y la voz de Ezequiel alude a unos pocos supervivientes que todavía permanecen en Judá (Ez 5,3-4).

  Aunque la Escritura percibe la realidad teológica de Palestina durante el tiempo que duró el exilio bajo la imagen del “país vacío”,[1] los estudios arqueológicos e históricos desvelan que durante el tiempo del exilio la sociedad judaíta mantuvo la actividad y llevó a cabo manifestaciones religiosas y culturales, pues gran parte de la población  permaneció en el país. Desde la perspectiva arqueológica, cultural e histórica, la tierra judaíta no estuvo despoblada ni en ruinas durante el tiempo del exilio.

El azote babilónico, las deportaciones, y el acoso de los pueblos vecinos depauperaron el territorio judaíta; aún así, las tropas de Nabucodonosor no abandonaron Judá a la deriva. Las medidas tomadas por Nabuzardán para repartir entre la gente pobre del país las tierras expoliadas a quienes habían sido deportados (2Re 25,12; Jr 30,10), prueba el interés babilónico para restablecer cuanto antes las condiciones para impulsar el desarrollo del extinto reino. Los campesinos, antaño oprimidos por terratenientes, pudieron disfrutar, bajo el dominio babilónico, de cierta prosperidad, pues dejaron de estar sometidos a la arbitrariedad de la nobleza. Los babilonios no establecieron una administración regida por extranjeros, por eso los supervivientes de Judá pudieron gozar de una administración propia aunque limitada y subordinada al control caldeo (Lm 5,12.14). Ahora bien, la pujanza de Judá no borró de la mente del pueblo los estragos del envite babilónico. Las lágrimas que atravoesam el libro de las Lamentaciones enlutan el quebranto de Sión y revelan el estado ruinoso de sus puertas (Lam 1,4; 2,22; 3,47). 

A pesar de la dureza con que sentencia el destino de Judá, la Escritura también insinúa que la tierra judaíta, socialmente hablando, no quedó del todo vacía. Como hemos observado, tras la primera deportación, el ejército de Nabucodonosor dejó en Judá a la población más pobre (2Re 24,14); y después de la segunda deportación, Nabuzardán dejó viñadores y labradores (2Re 25,12; Jr 39,10; 52,16). Cuando Godolías asumió la jefatura, los judaítas que habían huido a Moab, Amón, Edom y los demás países, regresaron a Judá y recolectaron la cosecha de vino y fruta (Jr 40,11-12). El libro de las Lamentaciones destaca la precariedad del Templo (Lam 5,1-18), y especifica que los judaítas pasaban hambre y recogían las cosechas con riesgo de su vida (Lam 5,9.10). Las alusiones del libro de Ezequiel testifican que la vida continuaba en Israel, pues quienes no fueron deportados reclamaban la propiedad de las tierras abandonadas por los exiliados (Ez 33,23-29).[2]

   La profecía de Jeremías detalla el número de deportados, cuatro mil seiscientos (Jr 52,30). Ciertamente esta cantidad no puede corresponder a toda la población de Judá, se refiere, con toda seguridad, a las clases nobles, los artesanos, los escribas y los sacerdotes que podían tener alguna relevancia administrativa y docente para el gobierno babilónico. Debemos añadir que expresiones como “todas las casas” (2Re 25,8), “toda Jerusalén” (2Re 24,14) y “todo el pueblo” (2Re 25,26) no indican la “totalidad numérica”, aluden a “lo más importante”. En este sentido, fueron las casas más ricas las que fueron destruidas, los ciudadanos más relevantes quienes fueron desterrados, y fue la porción del pueblo más cercana a Ismael y a Juan la que halló refugio en Egipto. La locución “así fue deportado Judá lejos de su tierra” (2Re 25,21; Jr 52,27) tampoco indica que la totalidad de la población abandonara el país, sino que sólo lo hizo el estrato social más destacado.

  A tenor de todo lo dicho, la descripción de Judá como la tierra yerma tras la sacudida babilónica no constituye una explicación sociológica de la realidad, sino la  expresión teológica que describe el estado del país alejado de la benevolencia divina.

  La obra Cronista subraya aún con mayor virulencia que la tierra quedará desierta y en ruinas durante setenta años (2Cr 36,21 cf. Jr 25,11). No obstante, como cabe deducir de la Escritura, el exilio babilónico, no se prolongó durante setenta años, sino alrededor de cuarenta y ocho (587-538 a.C.); por tanto la referencia a los setenta años de cautiverio constituye un comentario teológico que no se circunscribe al preciso entramado histórico. El número “setenta” define en la Biblia las nociones de totalidad y universalidad, tanto espacial como temporal (Gn 10,1-32; Is 30,26; Eclo 20,14). En ese sentido, cuando el cronista testifica la aridez de la tierra durante setenta años (2Cr 36,21; Jr 25,11), declara que el país, desde el aspecto religioso, quedó vacío durante el exilio: sufrió durante el destierro el dolor que conlleva el eclipse de Dios. A modo de contrapunto, la perspectiva arqueológica constata la permanencia de población en Judá durante el tiempo del destierro. Diversos cálculos establecen en unas veinte mil personas el montante de la población tras la embestida babilónica; población, por lo demás, diseminada.

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  Los datos arqueológicos revelan la existencia de un entramado social apto para el desarrollo de la actividad económica y capaz de la expresión cultural y religiosa. La perspectiva teológica, propia de la Escritura, enfatiza que durante la época del exilio no permaneció ninguna porción del Resto de Israel en Judá. Aunque desde la óptica arqueológica hubiera población, la Escritura desdeña cualquier presencia del Resto de Israel que pudiera regenerar el país.   



[1] . Jr 25,11; 44,22; 2Cr 36,21; 2Re 25,12: campesinos iletrados; Ez 5,3-4: unos pocos supervivientes.

[2] . Ezequiel denuncia la idolatría (Ez 33,25-26) y preconiza la extinción de la comunidad (Ez 33,27).


domingo, 23 de junio de 2019

MESOPOTAMIA




                                                          Francesc Ramis Darder
                                                          bibliayoriente.blogspot.com



Mesopotamia y el Antiguo Testamento

Ramis Darder, Francesc

Mesopotamia y el Antiguo TestamentoFormato impreso
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Colección: El mundo de la Biblia
Subcolección: El mundo de la Biblia
ISBN:978-84-9073-490-2
Código EVD:0800049
Edición:1
Páginas:240
Tamaño:170 x 240 mm
Encuadernación:Rústica, cosida, tapa plastificada mate con barniz UVI brillo, con solapas
Precio sin IVA: 19,23 €
PVP: 20,00 €
Versión digitalVersión digital: Precio:9,49 €
El conocimiento de la historia y la literatura de Mesopotamia constituye el entramado necesario para la buena comprensión de la Biblia, especialmente del Antiguo Testamento. La narración del Diluvio se entrelaza con la epopeya de Gilgamesh; el Código de Hammurabi asoma entre la legislación bíblica; el zigurat de Babilonia deja entrever su silueta en la mención de la Torre de Babel; mientras la leyenda de Sargón orienta la mirada hacia la figura de Moisés.

El lector inquieto por conocer la relación entre la Biblia y el mundo oriental encontrará en este libro una guía para escuchar el eco de Mesopotamia entre las líneas de la Sagrada Escritura.

sábado, 12 de enero de 2019

TORRE DE BABEL



                                     Francesc Ramis Darder
                                     bibliayoriente.blogspot.com


Como hemos comentado, la ciudad de Babilonia veía erguirse, detrás del Palacio Real, un gran zigurat, llamado Etemenanki, “enlace entre el cielo y la tierra”. Tenía siete pisos, con una base cuadrangular (91m), y una altura estimada de 100 metros; según algunos arqueólogos no llegó a terminarse del todo. Los siete pisos corresponden a los siete cielos planetarios; estaban pintados con colores adecuados a cada planeta. La edificación era de adobe en el interior y de ladrillo en el exterior. Disponía de escaleras adosadas en la zona exterior y una escalinata perpendicular para ascender hasta el segundo piso; después, subiendo por las escaleras laterales podía alcanzarse el séptimo piso donde se alzaba el santuario, ámbito de sacrificios, y lugar de hierogamia, la relación íntima entre un dios, representado por un sacerdote, y una mujer (Herodoto, Historia, 1,181). La tradición babilónica atribuye al zigurat la simbología de la escala que quiere tocar el cielo; el zigurat simbolizaba el descenso de los dioses sobre la tierra y la ascensión del hombre hacia el cielo.

    El relato de la “Torre de Babel” (Gn 11,19), situada al final de la “Historia Primera” (Gn 1-11), evoca, desde la óptica metafórica, el Etemenanki, que contemplaron los desterrados. Seguramente, el recuerdo del gran zigurat de Babilonia influyó en la composición de la narración de la Torre, cuando fue escrita en Jerusalén, después del exilio. El recuerdo babilonio de la construcción de los zigurats aflora el relato de la Torre. El Enuma Elis expone la técnica para edificar un zigurat: “los dioses (annunanki) moldearon ladrillos” (VI, 60-62); técnica que recoge la Escritura: “dijeron los hombres: Vamos a hacer ladrillos y a cocerlos al fuego” (Gn 11,3). El Poema subraya el motivo para la erección de zigurat: “Alzaron la cabeza de Esagila para igualar a Apsu […] habiendo edificado un zigurat tan alto como Apsu” (VI, 63); la Escritura parece indicar un motivo parejo en la intención de los hombres: “Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo” (Gn 11,4).

    Los redactores bíblicos conocían la técnica constructiva babilónica, pero al componer el relato de la Torre aludieron al zigurat para resaltar un motivo teológico: el fracaso de la idolatría.

    Los versos del Segundo Isaías censuran y ridiculizan la idolatría con el mayor empeño (Is 40,18-21; 41,6-7; 44,9-20). Arremeten también contra la idolatría representada por Babilonia (Is 46-47). Desde la perspectiva teológica, la profecía entiende que Babilonia intentó parangonar su poderío con la exclusiva divinidad del Dios de Israel sobre la historia humana. Decía la Gran Potencia: “Yo y solo yo” (Is 47,8.10); de ese modo, quería enfatizar que era la divinidad que conducía el curso de la historia.

    A modo de contrapunto, la profecía pone en boca del Dios de Israel su propia identidad: “Yo soy el Señor, y no hay otro” (Is 45,3.6); a la vez que establece su exclusivo señorío sobre el cosmos y el devenir humano: “Yo hice la tierra y creé al hombre sobre ella […] yo he hecho surgir a Ciro para libraros, y voy a allanar sus caminos” (Is 45,12-13).

    La idolatría de Babilonia estriba en su pretensión de asimilarse con el Dios de Israel, el único Dios. Notemos, en ese sentido, como la Escritura asimila la identidad de Babilonia, “Yo y solo yo” (Is 47,8), con la identidad de Dios, “Yo soy el Señor” (Is 45,6), eco de la revelación divina en la zarza que arde sin consumirse, “Yo soy el que soy […] Yo soy” (Ex 3,14; cf. Is 43,25). Al decir de la Escritura, intentar investirse de la autoridad del Señor, el único Dios, constituye el hondón de la idolatría. Como sucede con cualquier ídolo, Babilonia se desvanece entre los dedos del Señor. Así, la profecía proclama la sentencia divina contra el imperio idólatra: “Baja a sentarte en el suelo, joven Babilonia; siéntate en tierra, sin trono, capital caldea […] te sobrevendrá una desgracia que no podrás conjurar” (Is 47,1.10).

    El escenario del relato de Torre se sitúa en la región de Senaar, en un lugar llamado Babel; el topónimo alude a la ciudad de “Babilonia (Babilu)”, significa “Puerta de Dios”. Unos emigrantes de Oriente alcanzan el territorio y se proponer “edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegue has el cielo; dicen: así nos haremos famosos” (Gn 11,4). La tarea evoca la decisión de Babilonia expuesta por la profecía: “subiré a la cima de las nubes, seré igual al Altísimo” (Is 14,14; cf. 47,7).

     Afinando la cuestión, observamos también como quienes levantan la torre utilizan la forma plural para describir su trabajo: “vamos a hacer ladrillos […] nos haremos famosos” (Gn 11,3.4). Desde la óptica simbólica, la forma plural sugiere la manera en que Dios decidió crear al ser humano: “Hagamos el hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26). Así, la paralaje insinúa que la pretensión de los recién llegados, como sucedía con Babilonia, intenta equiparar su tarea con la del Señor, el único Dios; por eso constituye, como acontecía con Babilonia, el eco de la idolatría.

    Como toda tentación idolátrica, la soberbia por alzar la torre, se desvanece ante la intervención del Señor. Dijo Dios: “Voy a bajar a confundir su idioma para que no se entiendan” (Gn 11,7); algo semejante obró Dios contra Babilonia: “Voy a vengarme (de tu idolatría) y seré implacable” (Is 47,3).

     El Señor dispersó a los constructores de la torre; y añade, “por eso se llamó Babel, porque allí el Señor confundió la lengua de todos” (Gn 11,9). La raíz “confundir (bll) presenta relación con la idolatría. Así lo sentencia Oseas: “Efraín se mezcló (bll) con los pueblos” (Os 7,8), pues mezclase con otros pueblos significa confundir la religión israelita con el culto extranjero, culto idolátrico; dicho de otro modo, Efraín se ahogó en la idolatría (cf. Is 44,19-20). Desde el horizonte metafórico, también Babilonia quedó en la confusión después la intervención divina; pues la urbe que se proclamaba “soberana de reinos” (Is 47,5), tuvo que atenerse, como las esclavas, a “tomar el molino y moler el trigo” (Is 47,2).

    Quienes se asentaron en Jerusalén, después del destierro, recordaban el terror babilónico que devastó Judá (2Re 23,28-25,26). Quizá por eso colorearon Babilonia con el aura del gran ídolo que había pretendido usurpar la exclusiva autoridad del Señor sobre la historia humana (Is 14; 46-47). Recogiendo un mito oriental que atribuía la multiplicidad de idiomas a la decisión divina de dividir la única lengua hablada por la humanidad primigenia, y haciendo memoria del gran zigurat, compusieron el relato de la Torre de Babel para establecer la banalidad de la idolatría y enfatizar, a modo de contraluz, el exclusivo señorío del Dios de Israel sobre la historia humana.           

viernes, 6 de julio de 2018

¿QUIÉN ES NARAN-SIN?


                                                                           Francesc Ramis Darder
                                                                          bibliayoriente.blogspot.com



Naran-Sin (2254-2218 a.C.).

A la muerte de Manishtusu, accedió al trono su hijo Naran-Sin. El reinado de Sargón, “el rey auténtico”, había plasmado más bien el deseo, como hemos señalado, de dominar las “Cuatro Regiones”; pero el apelativo de Naran-Sin, “poderoso dios de Akkad”, desvelaba su pretensión por ejercer un dominio auténtico y universal. Comenzó imponiendo su autoridad sobre las ciudades sumerias, que se habían alzado a la muerte de su padre. Fiel al aura conquistadora, heroica y guerrera de Sargón, atacó Elam; aunque no pudiera conquistarlo, dominó la región de Susa, al este de Mesopotamia. Después, embistió contra Magán, en la península arábica, haciéndose con el control comercial del Golfo Pérsico. Seguidamente, sometió Subartu, al norte; dominó las regiones del río Harbur y el curso medio del Eúfrates, ricas en el aspecto agropecuario; exploró el túnel del Eúfrates; estableció guarniciones en Assur, Nínive y Tel-Brak para controlar la zona norteña y el acceso hacia Anatolia. Más tarde penetró en Siria, destruyó la ciudad de Ebla, gran emporio comercial, y alcanzó los Montes Amano y el Mediterráneo. Como atestigua la historia, los acadios adoptaron la escritura cuneiforme, inventada por los sumerios, para escribir la lengua acadia. Ahora bien, Naran-Sin estableció un tipo de escritura cuneiforme más clara que, inscrita sobre tablillas rectangulares en vez de las antiguas redondeadas, unificó los diversos estilos de escritura local; muy a menudo, las tablillas oficiales portaban el sello identificativo. Sin duda, la unificación de la escritura fue el embrión de reforma administrativa del imperio. Levantó fortalezas e hizo obras hidráulicas; reconstruyó templos, especialmente el Ekur, el santuario de Enllil en Nippur. Naran-Sin acariciaba el sueño de Sargón: era señor veraz de las “Cuatro Regiones”; así detentó el control del comercio que propició la riqueza del país.

    La prestancia del rey determinó que quisiera investirse de atributos divinos. Hizo inscribir una “estrella”, símbolo de la divinidad, ante su título de “Rey de las Cuatro Regiones”; exigió de sus artistas que le plasmaran con la tiara dotada de cuernos, símbolo de la divinidad; y determinó que sus siervos le llamaran “poderoso dios de Akkad”. Como hiciera su abuelo, nombró a su hija sacerdotisa principal del templo del dios Sin en la ciudad de Ur. Seguramente, el monumento que mejor representa la grandeza conquistadora y la pretensión divina del rey sea la “Estela de la Victoria”. Ensalza, por una parte, el triunfo de Naran-Sin sobre los lulubitas, invasores extranjeros; por otra, representa al rey ciñendo una corona con cuernos, símbolo de la divinidad; y finalmente, muestra al soberano ascendiendo por la montaña que conduce al cielo. Debido a su importancia simbólica, los elemitas, en el siglo XII a.C., robaron la estela y la instalaron en Susa. Mientras los reyes sumerios, como señala la “Lista Real Sumeria”, descendían del cielo a la tierra, la “Estela de la Victoria” enfatiza como la realeza acadia asciende de la tierra hacia el cielo.

   Sin embargo, su reinado no estuvo exento de problemas. La solidez del imperio dependía de la autoridad militar del monarca, sin estar fundada sobre la cohesión jurídica del territorio; por eso cuando aparecía una crisis palaciega, provocada por la ausencia del rey o la disensión entre los nobles, estallaban disturbios en las regiones. Además, los llamados “extraños”, quienes no pertenecían a los dominios de Naran-Sin, codiciaban las riquezas de Akkad a la vez que estaban dolidos por la depredación que les infligían los acadios; así los lulubitas, originarios del Luristán, al sur del actual Irán, y los Qutu, procedentes de los Montes Zagros comenzaron a penetrar en el imperio. Tanto el rey como las élites dominantes sufrieron la inquina del pueblo, pues la desposesión de las tierras, iniciada ya en época de Manishtusu, para entregarlas a la nobleza arrojaba a buena parte de la población a la servidumbre. Como hemos expuesto, Sargón se hizo llamar “Rey de Kish” antes de erigir la capital en Akkad; sin embargo, Naran-Sin desdeñó el título de “Rey de Kish”. Cuando Kish perdió los privilegios que tenía por ser ciudad coronada, brotó el descontento entre la población. El descontento de Kish unido al recelo de Sumer, convertido en antaño en provincia por Manishtusu, alentó la rebelión del Sur que fue reprimido con dureza por Nran-Sin.  Además, la destrucción de Ebla y la guerra con Elam eclipsaron el comercio, generaron pobreza y despoblación de los territorios. En definitiva, la caída del comercio, las invasiones extranjeras, la falta de cohesión jurídica, el descontento popular, y las sublevaciones internas agrietaron los dominios acadios en los últimos años de Naran-Sin.  

viernes, 1 de junio de 2018

¿QUÉ SIGNIFICA EL PARAÍSO TERRENAL?


                                                                                    Francesc Ramis Darder
                                                                                    bibliayoriente.blogspot.com


La feracidad y riqueza de Mesopotamia suscitó el encomio de los autores clásicos. A modo de ejemplo, Diodoro Sículo recogió la descripción de Persia plasmada por Jerónimo de Cardia (IV a.C.) en la “Ciropedia”, y sentenció: “Tierra elevada, bendecida por el buen clima, llena de los mejores frutos en cada estación […] árboles y arboledas cultivadas en jardines […] corrientes de agua […] que invitan al descanso más placentero” (Diodoro, Historia, 19,21.2-4). Atentos a la percepción de los antiguos, no es extraño que los autores de la Escritura situaran la metáfora del “Paraíso Terrenal” en un ámbito geográfico que sugiriera, desde el horizonte alegórico, la región mesopotámica:

   “El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente. El Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver, y buenos para comer, así como el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal. De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde aquí se partía en cuatro brazos. El primero se llama Pisón; es el que bordea la región de Evilá, donde hay oro; el oro de esta región es puro; y también hay allí resina olorosa y ónice. El segundo se llama Guijón; es el que bordea la región de Cus. El tercero se llama Tigris; es el que pasa al este de Asiria. El cuarto es el Eúfrates. Así que el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín en Edén para que lo cultivara y lo guardara.” (Gn 2,7-15).

     La Escritura abre sus páginas con un prólogo denso, “la Historia de los Orígenes” (Gn 1-11); su redacción definitiva fue tardía (siglo V a.C.), por eso constituye la caja de resonancia de buena parte del AT, y el eco de hondas reflexiones sapienciales y proféticas. El prólogo, entretejido por narraciones y listas genealógicas, presenta, entre otros relatos, el “Drama del Paraíso” (Gn 2,4ª-3,23). Entre las líneas del Drama, figura la “Descripción del Edén” (Gn 2,7-15); atentos al aspecto geográfico de Mesopotamia, ajustaremos el comentario sólo a los motivos metafóricos y teológicos de la “Descripción” para captar la relación entre la Escritura y la cultura oriental.

    La mención del Edén, tal como aparece en la Descripción,  permite dos traducciones complementarias. La primera, “Dios plantó un jardín de Edén”, describe que el jardín tenía un aspecto como “de Edén”, en lengua hebrea el término “Edén” alude a lo “excelente y delicioso” (2Sm 1,24; Jr 51,34; Sl 36,9); de ahí que identifiquemos “un jardín de Edén” con las mieles del Paraíso. La segunda, “Dios plantó un jardín en Edén”, señala el lugar donde Dios plantó el jardín, “en Edén”. En idioma acadio, la lengua franca más utilizada en Mesopotamia antigua, la palabra “Edén” alude al ámbito geográfico que dificulta la existencia humana, como pueden ser “el desierto o la estepa”. Conviene precisar también que Dios “plantó un jardín”. En lengua hebrea, el término “jardín” no solo evoca un huerto feraz o un lugar de sosiego, alude también al ámbito que Dios especialmente protege y defiende (Is 58,11ª; Jr 31,11). Aunando la doble significación del término “Edén” con el sentido de la palabra “jardín”, apreciamos que el texto relata como Dios transforma un lugar inhóspito en el ámbito excelso que también protege para que el hombre pueda habitarlo con los mayores gozos.

   ¿Acaso no evoca la descripción del Edén la evolución histórica de Mesopotamia? Como es obvio, Mesopotamia no era “un desierto o una estepa”, pero si era, al alba de los tiempos, un lugar “inhóspito” para la bienestar humano; pues, como hemos referido, el desbordamiento de los ríos y la inestabilidad del terreno requirieron del más ímprobo esfuerzo para convertir la región en un territorio próspero. Una de las etapas más florecientes de la civilización mesopotámica entendió, desde el prisma religioso, que la región era una especie de jardín protegido por los reyes, lugartenientes de los dioses, para propiciar la felicidad hombre. Así lo certificó Hammurabi, rey de Babilonia (siglo XVIII a.C.), en el Prólogo del Código que lleva su nombre: “Los dioses Anum y Enlil me eligieron […] para proclamar el derecho en el País […] y para que pudiera iluminar el País para asegurar el bienestar de la gente” (Código I,30-40). Ahora bien, la civilización del territorio no aconteció por arte de magia, sino que requirió, como hemos precisado, el desarrollo de la política hidráulica y la más firme defensa contra el enemigo que, a lo largo de la historia, quiso depredar la región. Por eso Diodoro Sículo, heredero de Jerónimo de Cardia, añadió otro matiz a la descripción: “Quienes pueblan esta región son los más belicosos de toda Persia, todos los varones son arqueros y honderos valerosos” (Diodoro, Historia, 19.21.2-4).

    Así pues, el relato bíblico evoca la esbeltez mesopotámica, tan celosamente defendida por sus reyes, embajadores de los dioses, para enmarcar la metáfora del jardín en Edén. Ahora bien, lo más importante acontece cuando “El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra […] y puso en el jardín al hombre que había formado” (Gn 2,7-8). Como establece la Escritura, las características esenciales del ser humano son la vida y la libertad, ambas indisociables. No en vano, los israelitas reconocían a Dios como libertador de su pueblo “El Señor nos liberó de la esclavitud de Egipto con mano fuerte y brazo poderoso” (Dt 26,6; Js 24,1-13), y también como el Dios de la vida: “Yo (el Señor) doy la muerte y la vida” (Dt 32,28; Sl 104,29).

    De ahí que la poesía hebrea también palpe el hondón de la vida y la libertad humana entre los versos del relato del Paraíso.[1] Dice la Escritura: “el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra” (Gn 2,7), y más adelante afirma: “el Señor Dios formó de la tierra toda clase de animales del campo” (Gn 2,19). La lengua castellana utiliza la misma palabra para sentenciar que el Señor “formó” al hombre y a los animales. La lengua hebrea también se vale de la misma raíz, pero con un matiz muy sutil; pues, para expresar como el Señor formó al hombre emplea el término “wayyiser”, mientras que para referirse a los animales se sirve de la palabra “wayiser”; conviene precisar que la letra latina “y”, que aparece en ambos términos, translitera la letra hebrea “wau”. La palabra hebrea que refiere la “formación” del hombre incluye dos veces la letra “y”, mientras el término que describe la “formación” de los animales contiene sólo una vez la letra “y”. Al decir de la simbología hebrea, la letra “wau”, transliterada como “y”, alude al concepto de voluntad. Los animales sólo cuentan con la voluntad del instinto, y por eso el proceso de su “formación” aparece con la palabra “wayiser”, que contiene una sola “y”, alusión a su única voluntad, el instinto. A modo de contrapunto, el hombre, además del instinto, puede obrar el bien y el mal; tiene por tanto dos voluntades, expresadas en la duplicidad de la letra “y” presente en la palabra “wayyiser”; sin duda, la capacidad de elegir, nacida de la doble voluntad, constituye el mejor reflejo de la libertad humana. Prosiguiendo con la lectura, apreciamos como Dios infunde en el hombre el aliento de vida: “el Señor Dios […] sopló en su nariz (del hombre) un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gn 2,7). Observemos que el Señor no realiza esta acción con los animales (Gn 2,19), solo la emprende con el hombre. Como subraya el pensamiento antiguo, solo la persona humana es un ser plenamente vivo; los animales cuentan con una existencia subordinada al ser humano (Gn 2,19), mientras los vegetales son simples frutos de la tierra (Gn 1,11). En definitiva, el Señor forma al hombre, el ser vivo y libre por excelencia, y lo instala en el jardín en Edén; con toda obviedad, la descripción del jardín bíblico también trae a la memoria las palabras con que Diodoro describía la esplendidez mesopotámica: “había toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer” (Gn 2,9).

   Desde el embrujo de la sabiduría bíblica, la descripción del Edén continúa ahondando en la identidad del hombre, libre y henchido de vida. Seguramente por eso, enuncia: “el Señor Dios hizo brotar del suelo […] el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal” (Gn 2,9). El motivo teológico de los árboles pertenece también al acervo de la teología mesopotámica, que refería, como hacían las culturas antiguas, la presencia de un árbol como eje sustentante del mundo. Así lo señala, a modo de ejemplo, el poema de Gilgamesh, obra señera de la literatura mesopotámica; muestra que en la ciudad de Eridu, el centro del mundo, se yergue un árbol negro, el Kinsanu, alegoría de la presencia de la diosa Ea, la consejera del ser humano, que se paseaba en torno al árbol.[2]
  
 Aunque el autor de la Descripción del Edén haya podido tomar el motivo del árbol de la tradición mesopotámica, lo ha injertado en el tronco de la tradición bíblica.[3] Ahondando en la perspectiva poética, el texto alude a un primer árbol: “el árbol de la vida en medio del jardín”. El primer árbol constituye la alegoría de la actuación del Dios de la vida en la historia humana, pues ha plantado el jardín, y ha formado al hombre para convertirlo en un ser vivo. El Dios de Israel no es una divinidad lejana y extraña, sino el Dios que actúa en la historia, siempre que la libertad del hombre se lo permita, para procurar la felicidad del ser humano, su amigo (Is 41,4.8) De ese modo la narración, como hacía la teología mesopotámica, establece que Dios, representado por el árbol, está en el origen del cosmos y es el autor de la vida; como hiciera la diosa Ea, antes mencionada, el mismo Dios, como subraya más adelante la descripción, “paseaba por el jardín al fresco de la tarde” (Gn 3,8). Quizá ahondando en el perfil de Ea, el autor establece que Dios no se conforma con aconsejar, también protege al ser humano; pues aunque el hombre haya pecado, dirá más tarde el texto, “el Señor hizo para el hombre y su mujer unas túnicas y los vistió” (Gn 3,21).
   
    No en vano, la profecía de Jeremías describe al Dios de Israel bajo la veste de un árbol, un almendro, para enfatizar la delicadeza con que aconseja y protege al profeta (Jr 1,11-12). Cuando el Señor envió a Jeremías a predicar la palabra, la ciudad de Jerusalén estaba sumida en la idolatría. La perversión idolátrica aparece bajo la simbología del invierno, la estación en que los árboles carecen de hojas y frutos, metáfora de ausencia de justicia y misericordia entre los habitantes de Jerusalén (Jr 2,11). Sin embargo entre la adversidad idolátrica, Dios se revela al profeta bajo la figura del almendro (Jr 1,11). En lengua hebrea, el término “almendro” significa “el árbol que vela”; pues, mientras los árboles en invierno parece que duermen, sin hojas ni frutos, el almendro abre sus flores, blancas y rosadas, para velar el sueño de los otros árboles. Mientras Jeremías predique en Jerusalén, la urbe adormecida por la idolatría, Dios, oculto bajo la alegoría del almendro, velará por el profeta con la mayor delicadeza.
  
    La imagen de Dios palpita bajo la figura del árbol de la vida, plantado en medio del jardín; no obstante, la presencia de Dios bajo la simbología del árbol no es la única, pues, más adelante, el relato subraya la presencia de Dios con la alegoría del paseo divino durante la atardecida (Gn 3,8). Surge ahora una pregunta: ¿cómo aparece en la descripción del Edén la manera en que Dios aconseja y protege al ser humano que ha puesto en el jardín? La respuesta palpita en la mención del segundo árbol: “el árbol del conocimiento del bien y del mal”; veámoslo. La capacidad de aconsejar consiste en el empeño divino por inclinar al hombre hacia el bien; mientras la decisión de protegerlo determina el compromiso divino por defenderlo del mal y empujarlo hacia el bien. Como señaló la voz divina ante Moisés al entregarle los mandamientos en el Monte Sinaí, la Ley constituye la mediación más fehaciente con que Dios aconseja y protege al hombre para que huya del mal y goce del bien (Ex 20,1-17). Desde esta perspectiva, cuando Moisés acabó de instruir al pueblo que iba a penetrar en la tierra prometida, añadió, en nombre de Dios, una advertencia: “Grabad en vuestro corazón todas estas palabras […] y mandad a vuestros hijos que cumplan todas las cláusulas de esta ley […] pues estas palabras harán que se prolonguen vuestros días en la tierra que vais a tomar en posesión después de pasar el Jordán” (Dt 32,45-47). Desde este horizonte, podemos entender que la mención del segundo árbol del Edén, el árbol del conocimiento del bien y del mal, constituye una metáfora de la ley con que Dios encauza la existencia del hombre que ha formado y acomodado en el jardín.

    Con intención de corroborar la analogía entre el árbol y la ley, observemos la orden dada por Dios al hombre: “No comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él morirás sin remedio” (Gn 2,17). La palabra “comer” adquiere, en este caso, el sentido de “destruir, o acabar con” (Dt 7,16);[4] es decir, si el hombre destruye la ley, simbolizada en la imagen del árbol, morirá. La advertencia divina en el Edén evoca el aviso de Moisés contra el pueblo, siempre tentado por la idolatría, cuando oteaba la tierra de promisión: “Si no pones en práctica cuidadosamente todas estas palabras de esta ley […] el Señor […] actuará contra ti, hasta exterminarte del todo” (Dt 28,58-61). El relato del Edén establece ante el hombre una disyuntiva, si destruye el árbol, símbolo de la ley, perecerá, pero si lo respeta podrá cuidar el jardín, alegoría de la existencia feliz (Gn 2,15-17). También Moisés presentó al pueblo una disyuntiva pareja: “Hoy pongo delante de ti vida y felicidad, muerte y desgracia […] si escuchas los mandamientos […] vivirás […] pero si no escuchas […] perecerás sin remedio” (Dt 30,15-19ª). El discurso de Moisés acaba con una exhortación a los oyentes: “¡Escoge la vida, y viviréis tú y tu descendencia!” (Dt 30,19b); desde este vértice, también la descripción del Edén constituye una invitación al ser humano para que, respetando el árbol del conocimiento, pueda cuidar el jardín, alegoría de la vida plena.

    El jardín alberga dos árboles, eco la presencia divina y el don de la ley, pero también contempla un río; como especifica el relato, “de Edén salía un río que regaba el jardín”. ¿A qué río puede referirse? La cosmología antigua suponía que bajo la superficie terrestre existía un gran depósito de agua que, conectado con el mar, alimentaba las fuentes y los ríos que calmaban la sed del campo y del hombre (Prov 8,28). A tenor de la explicación, el depósito subterráneo, que acabamos de citar, manaba en Éden en forma del río que regaba el jardín. Mientras el río surcaba en el Éden, es decir, “desde allí” (Gn 2,10), como señala el texto, se partía en cuatro brazos. El primero se llama Pisón que bordea la región de Evilá; los autores antiguos, atentos al sentido literal (Josefo, Antiq. I, 1,3), lo identificaron con el Indo, o con el Farsis que nace en el monte Ararat, en las montañas de Armenia, y desemboca en el Mar Negro; desde esta óptica, la región de Evilá equivaldría a las tierras armenias. El segundo se llama Guijón, bordea la región de Cus; la antigüedad lo identificó con el Nilo que cruza la tierra de Cus, la Etiopía antigua (Josefo, Antiq. I, 1,3); pero otros entendían que el topónimo Cus indicaba la tierra de los kussitas, denominación del territorio babilónico, durante la llamada Babilonia Casita. El tercero es el Tigris, río que pasa por el este de Asiria. El cuarto es el Eufrates que, como sabemos, atraviesa Mesopotamia. La mención del Eufrates y el Tigris, y en cierta medida también la cita del Pisón y el Guijón sitúan el Edén en el ámbito mesopotámico. Ahora bien, como sucedía con los dos árboles del Edén, la mención de los cuatro ríos desvela un carácter metafórico. Indican, desde el prisma alegórico, que el agua que mana del río en Edén se esparce hacia los cuatro puntos cardinales, representados por los cuatro ríos, para alcanzar todo el orbe. Preguntémonos, ahora, cuál es el significado teológico del Éden y del río que mana en el jardín para dividirse después en cuatro brazos e irrigar el mundo entero, entonces conocido.

    Cuando la profecía de Isaías anuncia la salvación que Dios regala a su pueblo, dice: “El Señor consuela a Sión y a sus ruinas, convertirá su desierto en un Edén, su estepa en jardín del Señor” (Is 51,3). Como señala la Escritura, muy a menudo, los términos “ruinas, desierto y estepa” representan la idolatría que aleja al hombre de la comunión con Dios (Is 41,18-20), mientras el Edén y el jardín del Señor, aluden, como hemos visto, al ámbito de la presencia divina (Gn 2,9). Notemos como la profecía la ciudad de Sión con el Edén, pues, como señala, el Señor consuela Sión cuando convierte la ciudad en ruinas, semejante al desierto y la estepa, en un Edén; es decir, el Señor consuela Sión cuando trasforma sus ruinas, eco de la idolatría, en la comunidad fiel al Señor, manifestada bajo la imagen fértil del Edén. Al trasluz de la alegoría isaiana, trasparece, bajo la imagen de Edén presente en el Génesis, la identidad de Sión, llamada también Jerusalén.

    Así pues, la metáfora del Edén, expuesta en el Génesis,   constituye una metáfora de Jerusalén, también llamada Sión; abordemos ahora la cuestión del río que mana en el jardín. Cuando la profecía de Ezequiel explicita el tesón de Dios para liberar al pueblo de la idolatría y devolverlo al regazo divino, pone en boca del profeta la más bella visión. “El Señor me llevó al umbral del templo. Vi que bajo el umbral del templo […] brotaba una corriente de agua […] por donde pasará […] todo ser viviente que en él se mueva, vivirá […] hasta las aguas del Mar Muerto quedaran saneadas cuando llegue” (Ez 47,1-10). Las aguas transforman una zona inhóspita en un vergel. Apreciemos como la corriente que mana del templo trasmuta una zona árida en una figura que recuerda el jardín en Edén, pues en ella “crecerán toda clase árboles frutales […] y sus frutos servirán de alimento (Ez 47,12; Gn 2,9). El río que vivifica la sequedad del Mar Muerto, símbolo también de la idolatría que carcome al ser humano, constituye otra metáfora de la ley, también llamada la palabra del Señor (Is 2,2-3). Muy a menudo, la ley está representada bajo la imagen del agua que vivifica la tierra: “Dice el Señor: Como la lluvia y la nieve caen del cielo, y sólo vuelven allí después de haber empapado la tierra […] para que dé simiente […] así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mi de vació […] sino que cumplirá mi encargo” (Is 55,10-12). El encargo de la ley estriba en convertir la aridez del mundo, eco de la idolatría, en tierra feraz, símbolo del conocimiento del Señor; por eso el río, alegoría de la ley, se parte en cuatro brazos para alcanzar el orbe entero para que todas las naciones puedan contemplar la gloria del Dios de Israel, único guía de la historia humana (Is 66,18-23).

   A modo de colofón. El autor de la “descripción del Edén” (Gn 2,7-15) se inspiró en la cultura mesopotámica para dibujar los trazos del Edén; pero no pretendió situar geográficamente el paraíso en Mesopotamia. Recogiendo motivos mesopotámicos, el autor plasmó el proyecto feliz que el Dios de Israel diseña para la humanidad entera. El Señor convirtió una zona yerma en un jardín en Edén, alegoría de Jerusalén, donde el mismo se revela bajo la imagen del árbol de la vida, y manifiesta su voluntad mediante el árbol del conocimiento del bien y del mal, eco de la ley; por si fuera poco, el Señor, a través del río que surge “desde allí”, alegoría del templo de Jerusalén, hace que la ley, representada esta vez por el agua del río, llegue a toda la humanidad, simbolizada por los cuatro brazos que surcan el orbe conocido. Solo así, como señala Isaías, Israel y las naciones podrán reunirse en Jerusalén, al final de los tiempos, para adorar al Señor, el único Dios (Is 66,18-23).



[1] . R. Le Déaut, Tárgum de Pentateuque, ed. Cerf, París 1978, p.85.
[2] . Importancia del árbol, centro del mundo, en la cultura mesopotámica; ver: F. Castel, Comienzos. Los once primeros capítulos del Génesis, ed. Verbo Divino, Estella (Navarra) 1987, p. 53-57.
[3] . J. Eisenberg – A. Abecassiis, A Bible ouverte, vo. II: Et Dieu créa Éve, ed. Albin Michel, Paris 1979, p. 24-28.
[4] . “Destruye (come), pues, a todos los pueblos que el Señor tu Dios va a entregarte; no tengas piedad de ellos, ni des culto a sus dioses, pues serían para ti una trampa” (Dt 7,16).

domingo, 18 de febrero de 2018

¿QUIÉN ES NABUCODONOSOR?



                                                    Francesc Ramis Darder
                                                    bibliayoriente.blogspot.com


Después de la caída de Asiria, la coalición medo-caldea se repartió la zona conquistada. Además del dominio que detentaban  sobre territorio elamita, los medos tomaron posesión de la región de Harran, en Siria nororiental y fronteriza con Anatolia, quizá con la intención extenderse hacia la península anatolia. Los caldeos, a quienes desde ahora y apelando a la denominación política llamaremos babilonios, asumieron el control del territorio asirio en Mesopotamia; territorio asolado por la guerra, con las estructuras hidráulicas deterioradas, y la población empobrecida y diseminada.

    No obstante, los babilonios no ocuparon la totalidad del territorio asirio, sino solo las ciudades de importancia comercial que habían soslayado los desastres de la guerra; un ejemplo de asentamiento babilónico lo constituye la ciudad de Arba’ilu, en la zona septentrional, centro comercial y nudo de comunicaciones que había quedado relativamente indemne durante la guerra. El desinterés babilónico por alentar el desarrollo del antiguo territorio asirio constituye, en cierta medida, la réplica de Babilonia contra la política unidireccional de Asiria centrada, como expusimos, en depredar las naciones conquistadas para disfrute propio. Así como Asiria no había invertido en la mejora de los reinos conquistados, tampoco Babilonia invirtió demasiado en la regeneración de Asiria; sin duda, Babilonia no quería alentar el resurgimiento de Asiria, enemigo feroz, sino tan solo beneficiarse del despojo que restaba en el antiguo territorio asirio después de la guerra.

    Una vez establecida la subordinación de los asirios, el objetivo político de Babilonia estribaba en tres cuestiones primordiales. En primer lugar, los babilonios aspiraban a la recuperación del antiguo abolengo espiritual, legislativo, económico y cultural, propio de los tiempos de Hammurabi. En segundo término, la política babilónica suspiraba por convertir el nuevo reino en el imperio capaz de conducir el destino histórico de Oriente. Finalmente, y a modo de corolario del punto anterior, Babilonia deseaba retomar el poder sobre las zonas periféricas que habían dependido del extinto imperio asirio, sobre todo Elam y Siria-palestina, tan necesarias para el desarrollo comercial y el dominio de Oriente. La recuperación de la prestancia de la antigua Babilonia alcanzará su cenit, como veremos en el apartado siguiente, durante el reinado de Nabucodonosor II (604-562 a.C.); pero ahora centraremos el estudio en el dominio babilónico sobre las zonas periféricas y en la conformación del imperio.

    La periferia oriental, el territorio elamita, quedó repartido entre babilonios y medos. Los babilonios heredaron la extensa llanura, centrada en la ciudad de Susa, llamada posteriormente “Susiana”, importante por sus vías comerciales hacia Oriente. Los medos tomaron posesión de la región montañosa de Anshan, al norte de la Susiana; confiaron el control de la región a las tribus persas, sometidas a vasallaje medo, y establecidas en la zona. Conviene recordar que los persas, como los medos, pertenecen al tronco indoeuropeo. Como dijimos en su momento, medos y persas, entre 1200 y 1000 a.C., atravesaron el Caúcaso para asentarse en la vecindad del lago Urmiah. Hacia el 900 a.C., ambos grupos, aprovechando la decadencia elamita, detentaban el control de la región irania; el mismo Salmanasar III (858-824 a.C.) trabó contacto con medos y persas, mientras su sucesor, Shamshi-Adad V (823-811 a.C.), tuvo que enfrentarse con ellos. Más adelante, a finales del siglo VIII a.C. o inicios del VII a.C., los persas fueron descendiendo a lo largo de los Zagros hasta instalarse en la región de Shirâz, en el suroeste del territorio iranio. Así pues, aunque los persas fueran vasallos de los medos, iban conformándose como un pueblo relevante, fronterizo con el territorio babilónico.

    La periferia occidental, la región sirio-palestina, había estado sometida al vasallaje asirio. Sin embargo, la caída de Asiria no significó la independencia de la zona, sino la sumisión inmediata y momentánea  al dominio egipcio. Como dijimos, la coalición medo-babilónica derrotó al ejército egipcio-asirio en Harran; entonces, Asur-uballit II se batió en retirada (610 a.C.); como también señalamos, cuando al año siguiente Ashur-uballit intentó conquistar Harran, murió en el intento (609 a.C.). Ahora bien, mientras Ashur-uballit intentaba la conquista de Harran, en Egipto fallecía Psamético I, y subía al trono Necao II (609-594 a.C.). El nuevo faraón, seguramente fingiendo auxiliar a la moribunda asiria, envió un ejército para socorrer a Asur-uballit. No obstante, la intención del faraón radicaba en ocupar la zona sirio-palestina, casi desvinculada del dominio asirio, y amenazada por la autoridad babilónica. Mientras las tropas de Necao atravesaban y ocupaban Siria-palestina, el rey de Judá, Josías (640-609 a.C.), les presentó batalla en Meggido, importante nudo de comunicaciones. Josías pereció en la batalla (609 a.C.) y el faraón continuó su camino hacia Siria; entonces, los nobles de Jerusalén entronizaron a Joacaz como rey de Judá. En su avance hacia el norte, Necao conquistó la ciudad de Carquemish; situada en el noroeste de Siria, constituía un enclave comercial decisivo para el comercio entre Mesopotamia y el área siro-palestina, vital a su vez para las relaciones con el Egeo. La injerencia egipcia desencadenó, como es obvio, la respuesta babilónica, pues el dominio sobre Siria-Palestina determinaba, en buena medida, la magnificencia de Babilonia. Como señalamos, el babilonio Nabû-apla-asur había acabado con el asirio Ashur-uballit y se había enseñoreado de Asiria (609 a.C.); pero, entrado en años, encargó la recuperación de Carquemish y la zona siro-palestina a su hijo, Nabû-kudurri-usur, el futuro Nabucodonosor II (607 a.C.). En su decidido avance, el príncipe reconquistó Carquemish (605 a.C.), ocupó la región siro-palestina, y alcanzó la frontera egipcia en Pelusium. Cuando los egipcios se retiraban ante el empuje babilónico, Necao apresó al rey de Judá, Joacaz, y lo deportó a Egipto; en su lugar impuso como rey a Joaquín (605-597 a.C.). Mientras Nabucodonosor acampaba en Pelusium, recibió la noticia de la muerte de su padre; enseguida volvió a Babilonia donde fue coronado rey (605 a.C.).

    Nabucodonosor II (605-562 a.C.) emergía como emperador indiscutido; dominaba Mesopotamia, el occidente elamita, la región siro-palestina, y mantenía a raya las pretensiones egipcias. Aun así, pronto estallaron conflictos en la región siro-palestina. Por una parte, la caída de Asiria determinó el fin del tributo que arameos, fenicios, filisteos, y judaítas abonaban en Nínive, y que ahora eran renuentes a pagar en Babilonia. Por otra, el país del Nilo, dolido de su fracaso en Siria-palestina, instigaba a los reinos de la región contra la soberanía babilónica. Ambas cuestiones, propiciaron que Nabucodonosor emprendiera sucesivas campañas en Siria-palestina. En 604 a.C., destruyó la villa de Ascalón, en territorio filisteo, que había encabezado, con apoyo egipcio, una coalición contra el dominio babilónico en la región; el mismo año, exigió a Damasco, en territorio sirio, a Jerusalén, capital de Judá, y a Tiro y Sidón, ejes comerciales de Fenicia, el impuesto debido. Con intención de frenar la injerencia egipcia, combatió contra el País del Nilo; el resultado de la batalla, por demás sangrienta, acabó en tablas (601 a.C.). A continuación, luchó contra los arameos en Siria y saqueó los campamentos árabes en el desierto siro-arábigo (599 a.C.). Aunque el objetivo de esta contienda parezca incierto, parece deberse a la respuesta babilónica contra la campaña que Egipto desarrolló en Siria para azuzar a arameos y árabes contra Babilonia (600 a.C.). Sin duda, el apoyo egipcio instigó al rey de Judá, Joaquín, a rebelarse contra Babilonia (598 a.C.). Nabucodonosor sitió Jerusalén. Durante el asedio murió Joaquín, y subió al trono Jeconías. Nabucodonosor tomó la ciudad; deportó a Jeconías, junto con un contingente de población, a Babilonia, e impuso como rey a Sedecías (597-587 a.C.). Más tarde el faraón Apries (588-568 a.C.), sucesor de Psamético II, deseoso de controlar Siria-palestina, conquistó Gaza, ciudad filistea, y embistió contra Tiro y Sidón, emporios filisteos (588 a.C.). Por si fuera poco, el faraón alentó la rebelión de Sedecías, rey de Judá, contra la autoridad babilónica. Ante la asonada, Nabucodonosor acuarteló sus tropas en Ribla, el noroeste de Siria, cerca de Homs, e inició la reconquista de Siria-palestina. Conquistó Jerusalén y deportó a Sedecías, junto a otro contingente judaíta, a Babilonia, e impuso como gobernador a un noble del país, Godolías (587-582 a.C.). A los pocos años, estalló otra rebelión en territorio judaíta (582 a.C.). Godolías fue asesinado; a modo de represalia, las tropas babilónicas deportaron un tercer contingente judaíta a Babilonia. La consecuencia de la rebelión judaíta no pudo ser más dura, pues el reino de Judá desaparecía para formar parte del Imperio babilónico. El control babilónico de Siria-palestina, prosiguió con la rendición de Tiro, tras trece años de asedio, y culminó con la victoria babilónica sobre las tropas del faraón Amasis (568-526 a.C.), sucesor de Apries, (ca. 586 a.C.). La sumisión de Tiro, la conquista de Judá, y la victoria sobre Egipto aseguraban el dominio babilónico en Siria-palestina.

    La periferia septentrional constataba el continuo avance de los medos hacia el noroeste; primero se hicieron con la zona de Harran, en el noroeste de Siria (610 a.C.), después invadieron Urartu, en el norte, y penetraron en Capadocia, en territorio anatolio (ca. 590 a.C.). La llegada de los medos, capitaneados por Ciaxares (653-585 a.C.), a la región anatolia, determinó la confrontación con Aliattes, rey de Lidia. Ambos ejércitos se enfrentaron en la llamada “batalla del eclipse” (585 a.C.), de resultado incierto. Entonces Nabucodonosor, soberano indiscutido de Oriente, actuó de intermediario entre ambos pueblos; propició la paz, y estableció la frontera entre medos y lidios en el río Halis. Ahora bien, Nabucodonosor quiso resguardar la frontera septentrional de posibles invasiones; por eso tomó posesión de Cilicia, en Anatolia, ocupada por los medos, y, quizá resabiado de Ciaxares, fortificó las plazas fuertes que lindaban con el antiguo territorio de Urartu, ahora en manos de los medos. A lo largo de la primera parte de su reinado (604-585 a.C.), Nabucodonosor había encumbrado Babilonia al rango de mayor potencia oriental. Dominaba Mesopotamia, tanto la zona babilónica como el área asiria, controlaba la región siro-palestina, hacia occidente, y el territorio elamita, hacia oriente, y mantenía la soberanía sobre el norte gracias a la posesión de Cilicia, y la construcción de sólidas fortificaciones en la frontera con los medos.