Francesc Ramis Darder
S.Pablo
experimentó la confrontación con sus hermanos judíos. La
agresividad alcanzó tal nivel que el tribuno romano tuvo que
proteger al apóstol de las insidias de los perseguidores. El militar
condujo a Pablo al cuartel para darle cobijo. Durante la noche, el
Señor se apareció al apóstol y le dijo: “¡Ánimo!; pues tienes
que dar testimonio de mí en Roma igual que lo has dado en Jerusalén”
(Ac 23,11).
La
exclamación “¡ánimo!” también aparece en el evangelio de
Marcos. Cuando el ciego Bartimeo oyó que pasaba Jesús, imploró su
misericordia. Entonces los discípulos, en nombre de Jesús, le
dijeron: “¡Ánimo!, levántate que te llama (el Maestro)” (Mc
10,49).
La
situación de Pablo y Bartimeo estaba teñida por las tinieblas: el
apóstol permanecía en la oscuridad del calabozo y el ciego no podía
ver la luz. Sin embargo, ambos oyeron, en las tinieblas de su vida,
la voz que les decía “¡Ánimo!”.
Desde la
óptica evangélica la voz “ánimo” no significa simplemente
“valor”, “coraje” o “arrojo”. Significa mucho más.
Indica que la luz de Jesús es más fuerte que las tinieblas que a
menudo ensombrecen nuestra vida. El ánimo que Cristo nos da hace que
nuestros labios puedan exclamar con el salmista: “Señor, tu eres
la luz que alumbra las tinieblas de mi noche” (Sal 18,29). Cuando
nuestra vida cruza la oscuridad, recordemos que, a pesar de las
tinieblas, sigue brillando la luz del Resucitado que guía nuestra
vida por la senda del Evangelio.
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