viernes, 1 de junio de 2018

¿QUÉ SIGNIFICA EL PARAÍSO TERRENAL?


                                                                                    Francesc Ramis Darder
                                                                                    bibliayoriente.blogspot.com


La feracidad y riqueza de Mesopotamia suscitó el encomio de los autores clásicos. A modo de ejemplo, Diodoro Sículo recogió la descripción de Persia plasmada por Jerónimo de Cardia (IV a.C.) en la “Ciropedia”, y sentenció: “Tierra elevada, bendecida por el buen clima, llena de los mejores frutos en cada estación […] árboles y arboledas cultivadas en jardines […] corrientes de agua […] que invitan al descanso más placentero” (Diodoro, Historia, 19,21.2-4). Atentos a la percepción de los antiguos, no es extraño que los autores de la Escritura situaran la metáfora del “Paraíso Terrenal” en un ámbito geográfico que sugiriera, desde el horizonte alegórico, la región mesopotámica:

   “El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente. El Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver, y buenos para comer, así como el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal. De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde aquí se partía en cuatro brazos. El primero se llama Pisón; es el que bordea la región de Evilá, donde hay oro; el oro de esta región es puro; y también hay allí resina olorosa y ónice. El segundo se llama Guijón; es el que bordea la región de Cus. El tercero se llama Tigris; es el que pasa al este de Asiria. El cuarto es el Eúfrates. Así que el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín en Edén para que lo cultivara y lo guardara.” (Gn 2,7-15).

     La Escritura abre sus páginas con un prólogo denso, “la Historia de los Orígenes” (Gn 1-11); su redacción definitiva fue tardía (siglo V a.C.), por eso constituye la caja de resonancia de buena parte del AT, y el eco de hondas reflexiones sapienciales y proféticas. El prólogo, entretejido por narraciones y listas genealógicas, presenta, entre otros relatos, el “Drama del Paraíso” (Gn 2,4ª-3,23). Entre las líneas del Drama, figura la “Descripción del Edén” (Gn 2,7-15); atentos al aspecto geográfico de Mesopotamia, ajustaremos el comentario sólo a los motivos metafóricos y teológicos de la “Descripción” para captar la relación entre la Escritura y la cultura oriental.

    La mención del Edén, tal como aparece en la Descripción,  permite dos traducciones complementarias. La primera, “Dios plantó un jardín de Edén”, describe que el jardín tenía un aspecto como “de Edén”, en lengua hebrea el término “Edén” alude a lo “excelente y delicioso” (2Sm 1,24; Jr 51,34; Sl 36,9); de ahí que identifiquemos “un jardín de Edén” con las mieles del Paraíso. La segunda, “Dios plantó un jardín en Edén”, señala el lugar donde Dios plantó el jardín, “en Edén”. En idioma acadio, la lengua franca más utilizada en Mesopotamia antigua, la palabra “Edén” alude al ámbito geográfico que dificulta la existencia humana, como pueden ser “el desierto o la estepa”. Conviene precisar también que Dios “plantó un jardín”. En lengua hebrea, el término “jardín” no solo evoca un huerto feraz o un lugar de sosiego, alude también al ámbito que Dios especialmente protege y defiende (Is 58,11ª; Jr 31,11). Aunando la doble significación del término “Edén” con el sentido de la palabra “jardín”, apreciamos que el texto relata como Dios transforma un lugar inhóspito en el ámbito excelso que también protege para que el hombre pueda habitarlo con los mayores gozos.

   ¿Acaso no evoca la descripción del Edén la evolución histórica de Mesopotamia? Como es obvio, Mesopotamia no era “un desierto o una estepa”, pero si era, al alba de los tiempos, un lugar “inhóspito” para la bienestar humano; pues, como hemos referido, el desbordamiento de los ríos y la inestabilidad del terreno requirieron del más ímprobo esfuerzo para convertir la región en un territorio próspero. Una de las etapas más florecientes de la civilización mesopotámica entendió, desde el prisma religioso, que la región era una especie de jardín protegido por los reyes, lugartenientes de los dioses, para propiciar la felicidad hombre. Así lo certificó Hammurabi, rey de Babilonia (siglo XVIII a.C.), en el Prólogo del Código que lleva su nombre: “Los dioses Anum y Enlil me eligieron […] para proclamar el derecho en el País […] y para que pudiera iluminar el País para asegurar el bienestar de la gente” (Código I,30-40). Ahora bien, la civilización del territorio no aconteció por arte de magia, sino que requirió, como hemos precisado, el desarrollo de la política hidráulica y la más firme defensa contra el enemigo que, a lo largo de la historia, quiso depredar la región. Por eso Diodoro Sículo, heredero de Jerónimo de Cardia, añadió otro matiz a la descripción: “Quienes pueblan esta región son los más belicosos de toda Persia, todos los varones son arqueros y honderos valerosos” (Diodoro, Historia, 19.21.2-4).

    Así pues, el relato bíblico evoca la esbeltez mesopotámica, tan celosamente defendida por sus reyes, embajadores de los dioses, para enmarcar la metáfora del jardín en Edén. Ahora bien, lo más importante acontece cuando “El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra […] y puso en el jardín al hombre que había formado” (Gn 2,7-8). Como establece la Escritura, las características esenciales del ser humano son la vida y la libertad, ambas indisociables. No en vano, los israelitas reconocían a Dios como libertador de su pueblo “El Señor nos liberó de la esclavitud de Egipto con mano fuerte y brazo poderoso” (Dt 26,6; Js 24,1-13), y también como el Dios de la vida: “Yo (el Señor) doy la muerte y la vida” (Dt 32,28; Sl 104,29).

    De ahí que la poesía hebrea también palpe el hondón de la vida y la libertad humana entre los versos del relato del Paraíso.[1] Dice la Escritura: “el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra” (Gn 2,7), y más adelante afirma: “el Señor Dios formó de la tierra toda clase de animales del campo” (Gn 2,19). La lengua castellana utiliza la misma palabra para sentenciar que el Señor “formó” al hombre y a los animales. La lengua hebrea también se vale de la misma raíz, pero con un matiz muy sutil; pues, para expresar como el Señor formó al hombre emplea el término “wayyiser”, mientras que para referirse a los animales se sirve de la palabra “wayiser”; conviene precisar que la letra latina “y”, que aparece en ambos términos, translitera la letra hebrea “wau”. La palabra hebrea que refiere la “formación” del hombre incluye dos veces la letra “y”, mientras el término que describe la “formación” de los animales contiene sólo una vez la letra “y”. Al decir de la simbología hebrea, la letra “wau”, transliterada como “y”, alude al concepto de voluntad. Los animales sólo cuentan con la voluntad del instinto, y por eso el proceso de su “formación” aparece con la palabra “wayiser”, que contiene una sola “y”, alusión a su única voluntad, el instinto. A modo de contrapunto, el hombre, además del instinto, puede obrar el bien y el mal; tiene por tanto dos voluntades, expresadas en la duplicidad de la letra “y” presente en la palabra “wayyiser”; sin duda, la capacidad de elegir, nacida de la doble voluntad, constituye el mejor reflejo de la libertad humana. Prosiguiendo con la lectura, apreciamos como Dios infunde en el hombre el aliento de vida: “el Señor Dios […] sopló en su nariz (del hombre) un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gn 2,7). Observemos que el Señor no realiza esta acción con los animales (Gn 2,19), solo la emprende con el hombre. Como subraya el pensamiento antiguo, solo la persona humana es un ser plenamente vivo; los animales cuentan con una existencia subordinada al ser humano (Gn 2,19), mientras los vegetales son simples frutos de la tierra (Gn 1,11). En definitiva, el Señor forma al hombre, el ser vivo y libre por excelencia, y lo instala en el jardín en Edén; con toda obviedad, la descripción del jardín bíblico también trae a la memoria las palabras con que Diodoro describía la esplendidez mesopotámica: “había toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer” (Gn 2,9).

   Desde el embrujo de la sabiduría bíblica, la descripción del Edén continúa ahondando en la identidad del hombre, libre y henchido de vida. Seguramente por eso, enuncia: “el Señor Dios hizo brotar del suelo […] el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal” (Gn 2,9). El motivo teológico de los árboles pertenece también al acervo de la teología mesopotámica, que refería, como hacían las culturas antiguas, la presencia de un árbol como eje sustentante del mundo. Así lo señala, a modo de ejemplo, el poema de Gilgamesh, obra señera de la literatura mesopotámica; muestra que en la ciudad de Eridu, el centro del mundo, se yergue un árbol negro, el Kinsanu, alegoría de la presencia de la diosa Ea, la consejera del ser humano, que se paseaba en torno al árbol.[2]
  
 Aunque el autor de la Descripción del Edén haya podido tomar el motivo del árbol de la tradición mesopotámica, lo ha injertado en el tronco de la tradición bíblica.[3] Ahondando en la perspectiva poética, el texto alude a un primer árbol: “el árbol de la vida en medio del jardín”. El primer árbol constituye la alegoría de la actuación del Dios de la vida en la historia humana, pues ha plantado el jardín, y ha formado al hombre para convertirlo en un ser vivo. El Dios de Israel no es una divinidad lejana y extraña, sino el Dios que actúa en la historia, siempre que la libertad del hombre se lo permita, para procurar la felicidad del ser humano, su amigo (Is 41,4.8) De ese modo la narración, como hacía la teología mesopotámica, establece que Dios, representado por el árbol, está en el origen del cosmos y es el autor de la vida; como hiciera la diosa Ea, antes mencionada, el mismo Dios, como subraya más adelante la descripción, “paseaba por el jardín al fresco de la tarde” (Gn 3,8). Quizá ahondando en el perfil de Ea, el autor establece que Dios no se conforma con aconsejar, también protege al ser humano; pues aunque el hombre haya pecado, dirá más tarde el texto, “el Señor hizo para el hombre y su mujer unas túnicas y los vistió” (Gn 3,21).
   
    No en vano, la profecía de Jeremías describe al Dios de Israel bajo la veste de un árbol, un almendro, para enfatizar la delicadeza con que aconseja y protege al profeta (Jr 1,11-12). Cuando el Señor envió a Jeremías a predicar la palabra, la ciudad de Jerusalén estaba sumida en la idolatría. La perversión idolátrica aparece bajo la simbología del invierno, la estación en que los árboles carecen de hojas y frutos, metáfora de ausencia de justicia y misericordia entre los habitantes de Jerusalén (Jr 2,11). Sin embargo entre la adversidad idolátrica, Dios se revela al profeta bajo la figura del almendro (Jr 1,11). En lengua hebrea, el término “almendro” significa “el árbol que vela”; pues, mientras los árboles en invierno parece que duermen, sin hojas ni frutos, el almendro abre sus flores, blancas y rosadas, para velar el sueño de los otros árboles. Mientras Jeremías predique en Jerusalén, la urbe adormecida por la idolatría, Dios, oculto bajo la alegoría del almendro, velará por el profeta con la mayor delicadeza.
  
    La imagen de Dios palpita bajo la figura del árbol de la vida, plantado en medio del jardín; no obstante, la presencia de Dios bajo la simbología del árbol no es la única, pues, más adelante, el relato subraya la presencia de Dios con la alegoría del paseo divino durante la atardecida (Gn 3,8). Surge ahora una pregunta: ¿cómo aparece en la descripción del Edén la manera en que Dios aconseja y protege al ser humano que ha puesto en el jardín? La respuesta palpita en la mención del segundo árbol: “el árbol del conocimiento del bien y del mal”; veámoslo. La capacidad de aconsejar consiste en el empeño divino por inclinar al hombre hacia el bien; mientras la decisión de protegerlo determina el compromiso divino por defenderlo del mal y empujarlo hacia el bien. Como señaló la voz divina ante Moisés al entregarle los mandamientos en el Monte Sinaí, la Ley constituye la mediación más fehaciente con que Dios aconseja y protege al hombre para que huya del mal y goce del bien (Ex 20,1-17). Desde esta perspectiva, cuando Moisés acabó de instruir al pueblo que iba a penetrar en la tierra prometida, añadió, en nombre de Dios, una advertencia: “Grabad en vuestro corazón todas estas palabras […] y mandad a vuestros hijos que cumplan todas las cláusulas de esta ley […] pues estas palabras harán que se prolonguen vuestros días en la tierra que vais a tomar en posesión después de pasar el Jordán” (Dt 32,45-47). Desde este horizonte, podemos entender que la mención del segundo árbol del Edén, el árbol del conocimiento del bien y del mal, constituye una metáfora de la ley con que Dios encauza la existencia del hombre que ha formado y acomodado en el jardín.

    Con intención de corroborar la analogía entre el árbol y la ley, observemos la orden dada por Dios al hombre: “No comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él morirás sin remedio” (Gn 2,17). La palabra “comer” adquiere, en este caso, el sentido de “destruir, o acabar con” (Dt 7,16);[4] es decir, si el hombre destruye la ley, simbolizada en la imagen del árbol, morirá. La advertencia divina en el Edén evoca el aviso de Moisés contra el pueblo, siempre tentado por la idolatría, cuando oteaba la tierra de promisión: “Si no pones en práctica cuidadosamente todas estas palabras de esta ley […] el Señor […] actuará contra ti, hasta exterminarte del todo” (Dt 28,58-61). El relato del Edén establece ante el hombre una disyuntiva, si destruye el árbol, símbolo de la ley, perecerá, pero si lo respeta podrá cuidar el jardín, alegoría de la existencia feliz (Gn 2,15-17). También Moisés presentó al pueblo una disyuntiva pareja: “Hoy pongo delante de ti vida y felicidad, muerte y desgracia […] si escuchas los mandamientos […] vivirás […] pero si no escuchas […] perecerás sin remedio” (Dt 30,15-19ª). El discurso de Moisés acaba con una exhortación a los oyentes: “¡Escoge la vida, y viviréis tú y tu descendencia!” (Dt 30,19b); desde este vértice, también la descripción del Edén constituye una invitación al ser humano para que, respetando el árbol del conocimiento, pueda cuidar el jardín, alegoría de la vida plena.

    El jardín alberga dos árboles, eco la presencia divina y el don de la ley, pero también contempla un río; como especifica el relato, “de Edén salía un río que regaba el jardín”. ¿A qué río puede referirse? La cosmología antigua suponía que bajo la superficie terrestre existía un gran depósito de agua que, conectado con el mar, alimentaba las fuentes y los ríos que calmaban la sed del campo y del hombre (Prov 8,28). A tenor de la explicación, el depósito subterráneo, que acabamos de citar, manaba en Éden en forma del río que regaba el jardín. Mientras el río surcaba en el Éden, es decir, “desde allí” (Gn 2,10), como señala el texto, se partía en cuatro brazos. El primero se llama Pisón que bordea la región de Evilá; los autores antiguos, atentos al sentido literal (Josefo, Antiq. I, 1,3), lo identificaron con el Indo, o con el Farsis que nace en el monte Ararat, en las montañas de Armenia, y desemboca en el Mar Negro; desde esta óptica, la región de Evilá equivaldría a las tierras armenias. El segundo se llama Guijón, bordea la región de Cus; la antigüedad lo identificó con el Nilo que cruza la tierra de Cus, la Etiopía antigua (Josefo, Antiq. I, 1,3); pero otros entendían que el topónimo Cus indicaba la tierra de los kussitas, denominación del territorio babilónico, durante la llamada Babilonia Casita. El tercero es el Tigris, río que pasa por el este de Asiria. El cuarto es el Eufrates que, como sabemos, atraviesa Mesopotamia. La mención del Eufrates y el Tigris, y en cierta medida también la cita del Pisón y el Guijón sitúan el Edén en el ámbito mesopotámico. Ahora bien, como sucedía con los dos árboles del Edén, la mención de los cuatro ríos desvela un carácter metafórico. Indican, desde el prisma alegórico, que el agua que mana del río en Edén se esparce hacia los cuatro puntos cardinales, representados por los cuatro ríos, para alcanzar todo el orbe. Preguntémonos, ahora, cuál es el significado teológico del Éden y del río que mana en el jardín para dividirse después en cuatro brazos e irrigar el mundo entero, entonces conocido.

    Cuando la profecía de Isaías anuncia la salvación que Dios regala a su pueblo, dice: “El Señor consuela a Sión y a sus ruinas, convertirá su desierto en un Edén, su estepa en jardín del Señor” (Is 51,3). Como señala la Escritura, muy a menudo, los términos “ruinas, desierto y estepa” representan la idolatría que aleja al hombre de la comunión con Dios (Is 41,18-20), mientras el Edén y el jardín del Señor, aluden, como hemos visto, al ámbito de la presencia divina (Gn 2,9). Notemos como la profecía la ciudad de Sión con el Edén, pues, como señala, el Señor consuela Sión cuando convierte la ciudad en ruinas, semejante al desierto y la estepa, en un Edén; es decir, el Señor consuela Sión cuando trasforma sus ruinas, eco de la idolatría, en la comunidad fiel al Señor, manifestada bajo la imagen fértil del Edén. Al trasluz de la alegoría isaiana, trasparece, bajo la imagen de Edén presente en el Génesis, la identidad de Sión, llamada también Jerusalén.

    Así pues, la metáfora del Edén, expuesta en el Génesis,   constituye una metáfora de Jerusalén, también llamada Sión; abordemos ahora la cuestión del río que mana en el jardín. Cuando la profecía de Ezequiel explicita el tesón de Dios para liberar al pueblo de la idolatría y devolverlo al regazo divino, pone en boca del profeta la más bella visión. “El Señor me llevó al umbral del templo. Vi que bajo el umbral del templo […] brotaba una corriente de agua […] por donde pasará […] todo ser viviente que en él se mueva, vivirá […] hasta las aguas del Mar Muerto quedaran saneadas cuando llegue” (Ez 47,1-10). Las aguas transforman una zona inhóspita en un vergel. Apreciemos como la corriente que mana del templo trasmuta una zona árida en una figura que recuerda el jardín en Edén, pues en ella “crecerán toda clase árboles frutales […] y sus frutos servirán de alimento (Ez 47,12; Gn 2,9). El río que vivifica la sequedad del Mar Muerto, símbolo también de la idolatría que carcome al ser humano, constituye otra metáfora de la ley, también llamada la palabra del Señor (Is 2,2-3). Muy a menudo, la ley está representada bajo la imagen del agua que vivifica la tierra: “Dice el Señor: Como la lluvia y la nieve caen del cielo, y sólo vuelven allí después de haber empapado la tierra […] para que dé simiente […] así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mi de vació […] sino que cumplirá mi encargo” (Is 55,10-12). El encargo de la ley estriba en convertir la aridez del mundo, eco de la idolatría, en tierra feraz, símbolo del conocimiento del Señor; por eso el río, alegoría de la ley, se parte en cuatro brazos para alcanzar el orbe entero para que todas las naciones puedan contemplar la gloria del Dios de Israel, único guía de la historia humana (Is 66,18-23).

   A modo de colofón. El autor de la “descripción del Edén” (Gn 2,7-15) se inspiró en la cultura mesopotámica para dibujar los trazos del Edén; pero no pretendió situar geográficamente el paraíso en Mesopotamia. Recogiendo motivos mesopotámicos, el autor plasmó el proyecto feliz que el Dios de Israel diseña para la humanidad entera. El Señor convirtió una zona yerma en un jardín en Edén, alegoría de Jerusalén, donde el mismo se revela bajo la imagen del árbol de la vida, y manifiesta su voluntad mediante el árbol del conocimiento del bien y del mal, eco de la ley; por si fuera poco, el Señor, a través del río que surge “desde allí”, alegoría del templo de Jerusalén, hace que la ley, representada esta vez por el agua del río, llegue a toda la humanidad, simbolizada por los cuatro brazos que surcan el orbe conocido. Solo así, como señala Isaías, Israel y las naciones podrán reunirse en Jerusalén, al final de los tiempos, para adorar al Señor, el único Dios (Is 66,18-23).



[1] . R. Le Déaut, Tárgum de Pentateuque, ed. Cerf, París 1978, p.85.
[2] . Importancia del árbol, centro del mundo, en la cultura mesopotámica; ver: F. Castel, Comienzos. Los once primeros capítulos del Génesis, ed. Verbo Divino, Estella (Navarra) 1987, p. 53-57.
[3] . J. Eisenberg – A. Abecassiis, A Bible ouverte, vo. II: Et Dieu créa Éve, ed. Albin Michel, Paris 1979, p. 24-28.
[4] . “Destruye (come), pues, a todos los pueblos que el Señor tu Dios va a entregarte; no tengas piedad de ellos, ni des culto a sus dioses, pues serían para ti una trampa” (Dt 7,16).

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