Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
ELISEO: SÓLO EL SEÑOR ES CAPAZ DE
SALVAR
El rey Salomón gobernaba a la vez sobre dos
estados: Judá, al sur; e Israel, al norte. Cuando murió Salomón (ca. 930 aC.)
ambos reinos recobraron la respectiva independencia. El reino del norte,
Israel, tras algunos titubeos estableció la capital en Samaría (1Re 16,24). El
primer rey, Jeroboán I (931-910 aC.), ávido de poder y riqueza precipitó el
reino en la idolatría. El monarca erigió un santuario en Dan y otro en Bersebá
dedicados al culto idolátrico (1Re 12,26-33). Los sucesores de Jeroboán I
ahondaron en las prácticas idolátricas y provocaron que el pueblo casi olvidara
la identidad misericordiosa y liberadora de Yahvé, el Dios de Israel.
Recordemos que la idolatría no se reduce al
hecho banal de adorar imágenes engañosas; consiste en dejarse seducir por el
afán de poder, en la decisión de acallar la voz de la conciencia, y en el deseo
de poseer riquezas sin fin.
El sexto sucesor de Jeroboán I fue el rey
Ajab (874-853 aC). Ajab y su esposa, Jezabel, hundieron el país en la idolatría
(1Re 16,30-33). En tiempos de Ajab, el Señor suscitó al profeta Elías para
recordar al pueblo la falsedad de la idolatría y para anunciarle que lo único
que vale la pena es amar y practicar la misericordia (1Re 17-19.21; 2Re 1-2).
Eliseo era el discípulo privilegiado de
Elías (1Re 19,19-21). Cuando Elías murió, Eliseo continuó la tarea profética de
su maestro (2Re 2,1-17). Sin embargo la tarea que aguardaba a Eliseo era ardua,
pues Ajab gobernaba Israel y la nación estaba sumida en la injusticia y en la
idolatría.
Eliseo comenzó su ministerio profético con
humildad y mucho sentido común. Seguramente, antes de iniciar la misión
profética, Eliseo tendría un nombre que desconocemos; pero cuando comenzó su
tarea quiso llamarse “Eliseo”. La palabra “Eliseo” pertenece a la lengua hebrea
y significa “el Señor es el único capaz de salvar”. De ese modo, Eliseo, con
sólo pronunciar su nombre realizaba una catequesis en bien de su pueblo.
Anunciaba que sólo el Señor es capaz de salvar y, como contrapartida,
denunciaba la falsedad de los ídolos.
Eliseo inició su ministerio llevando a cabo
tareas muy sencillas: condimentó un guiso para que sus compañeros pudieran
alimentarse (2Re 4,38-41), y ayudó a un leñador a recuperar el hacha que había
perdido (2Re 6,1-7). Eliseo comenzó con lo que podíamos llamar el apostolado de
las pequeñas cosas. Recordemos que los
ojos de Dios, las cosas no son importantes por lo grandes que sean, sino por la
intensidad del amor con que se hacen.
La decisión de Eliseo de sembrar amor y
bondad en su entorno, le convirtió en el “hombre de Dios” (2Re 4,9) que se
preocupaba de los pobres (2Re 4,1-8) y los enfermos (2Re 5,1-19). Eliseo era un
hombre de Dios porque era una persona de oración y un creyente que destacaba
por la práctica de la caridad en las cosas pequeñas.
La situación política de Israel empeoraba.
Muerto Ajab, subió al trono Ocozías (853-852 aC.) y después Jorán (852-841
aC.). Ambos monarcas, arrojaron a la comunidad israelita en las zarpas de los
ídolos (2Re 1,3; 3,1-3). Ante la gravedad de la situación, Eliseo comprendió
que no podía limitar su tarea a la realidad cotidiana. El profeta decidió
comprometerse políticamente para conseguir la trasformación social y religiosa
de Israel. El compromiso político de
Eliseo le llevó a urdir un golpe de estado. El profeta hizo ungir a Jehú como
rey de Israel, y combatió el gobierno déspota e impío de Jorán (2Re 9,1-26).
El nuevo rey, Jehú (841-813 aC.), comenzó
gobernando con justicia, pero, lentamente, fue abandonando la senda de los
mandamientos y se precipitó en la idolatría (2Re 11,29-31). A pesar de la
desidia del rey, Eliseo persistió en la predicación de la buena nueva y en la
práctica de la misericordia hasta el final de su vida (2Re 13,14-19). La
intimidad de Eliseo con Dios fue tan grande que, incluso después de morir, el contacto
con sus huesos propició la resurrección de un muerto (2Re 13,20-21). Eliseo fue
un hombre de Dios, valiente y constante en la vivencia del amor.
La lectura cristiana de la Biblia percibe
en el Nuevo Testamento el cumplimiento de las promesas de la Antigua Alianza.
Los profetas preludian el advenimiento de Jesús, el profeta definitivo, y
anuncian la esperanza del Apocalipsis: “dar testimonio de Jesús y tener
espíritu profético es una misma cosa” (Ap 19,10).