domingo, 15 de enero de 2012

LOS DISCÍPULOS DE EMÁUS: LC. 24,13-35

                                                                                                      “Dar testimonio de Jesús y tener espíritu
                                                                                                      profético es lo mismo” (Ap 19,10).
                 
                                                                                           
    La Lectio Divina es un itinerario espiritual que hace posible que la Palabra cale en nuestro corazón para que podamos sembrar la semilla del evangelio en el alma del Mundo. La Pascua constituye el tiempo litúrgico más intenso de la vida cristiana. Adentrémonos, por tanto, en la Palabra proclamada durante el tiempo pascual mediante la contemplación del pasaje referido a “los Discípulos de Emaús” (Lc 24,13-35). Lo haremos recorriendo la senda básica de la Lectio Divina: Lectio, Meditatio y Actio.   


1. Lectio: Lc 24, 13-35.
   
    La primera etapa de la Lectio Divina, denominada “Lectio”, requiere la lectura atenta del Evangelio. Cojamos nuestra Biblia y leamos con atención varias veces el texto, ayudándonos, si es necesario, con las notas a pie de página. Antes de comenzar conviene que hagamos un breve silencio para recordar que vamos a leer la Palabra de Dios. 

2. Meditatio.

    La segunda fase, denominada “Meditatio”, se centra en la meditación de la Palabra. Elijamos alguna frase o alguna palabra que nos haya llamado la atención durante la lectura, y vayamos repitiéndola pausadamente en nuestro interior. De ese modo la voz del Señor irá empapando el hondón de nuestra alma. Por nuestra parte, comentaremos ciertos aspectos del relato que, a nuestro entender, pueden ayudarnos a la reflexión. 

a. Jerusalén.

    La ciudad de Jerusalén presenta en el evangelio un significado simbólico. Es el lugar donde todos -las mujeres que van al sepulcro y Pedro más tarde- reciben la revelación de Cristo resucitado. Jerusalén representa el "sentido", la "razón de ser" de la vida humana, el "ámbito" de encuentro con el verdadero Señor. Pero, a tenor del relato, los discípulos que habían acompañado a Jesús, abandonan la ciudad donde había acontecido la resurrección del Señor y emprenden el triste camino hacia una aldea llamada Emaús.

b. Emaús.

     El sentido simbólico de Emaús aparece al contraluz de la significación de Jerusalén. El nombre de la Ciudad Santa aparece continuamente en la Biblia, el nombre de Emaús figura tan sólo una vez en el AT. En Jerusalén tienen lugar los sucesos cruciales de la vida de Jesús y gran parte de los acontecimientos del AT, la aldea de Emaús no es testigo de ningún hecho significativo. Jerusalén es el centro neurálgico de la fe judía, mientras Emaús está habitada por antiguos soldados romanos que desconocen la religión hebrea. Jerusalén es el símbolo del "sentido", el lugar de la "revelación" del Resucitado, mientras Emaús es la metáfora del "sin sentido", el lugar de la experiencia de "vacío", de la "tristeza" ante el aparente fracaso de la vida.

c. Los dos discípulos van de camino.

    Los discípulos habían compartido con Jesús sus últimos días en Jerusalén. Esperaban que fuera el liberador de Israel, pero ha sido crucificado y ha muerto en la cruz: todo ha terminado. Los discípulos, desanimados, abandonan la ciudad del "sentido" para dirigirse a Emaús, la aldea del "sin sentido".

    El ánimo de los discípulos atraviesa la noche del desencanto, pero Dios no les abandona. Jesús camina hacia atrás juntamente con ellos, para permitirles, en el momento oportuno, ver de nuevo la luz. Dios nunca abandona a quienes ha llamado, el Señor no se desentiende de nadie. 

e. La presencia de Jesús junto a los dos discípulos.

     “Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos, pero estaban cegados y no podían reconocerlo" (24,17). Jesús no les reprende por su desilusión, les pregunta por la situación en que se encuentran. Ellos explican le los sucesos acaecidos en Sión, pero lo hacen desde la perspectiva de quién no ha captado la profundidad de los hechos. La expresión "estar cegado", indica precisamente eso, no haber descubierto el sentido de la vida. La inteligencia es la que busca pero quien encuentra es el corazón. Los discípulos han convivido con Jesús pero no han comprendido el significado de la enseñanza del Maestro.

     Han contemplado a Jesús con unos ojos superficiales, no le captado con los ojos de las fe. Por eso sólo han podido percibir aspectos externos: Un profeta poderoso en obras y palabras que fue entregado por los sumos sacerdotes a la crucifixión. Regresan a Emaús; su esperanza utópica ha fenecido, hace ya tres días del entierro. Pero en esa situación de desengaño hay un hecho decisivo: Jesús camina con ellos hacia atrás, compartiendo de ese modo su pena y su desencanto.  

    Jesús, "comenzando por Moisés y siguiendo por los Profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura". Jesús se fija en un aspecto decisivo: "¿No tenía el Mesías que padecer para entrar en su gloria?" (24,26). Los discípulos esperaban la llegada de un salvador. Sin embargo, como la gente de su tiempo, esperaban un Mesías poderoso, deslumbrante, y con una capacidad económica esplendorosa. Jesús es el Mesías, el liberador de Israel; pero no actúa con las formas anheladas por sus contemporáneos. Jesús libera desde la humildad de una vida compartida y hecha servicio en favor de los débiles. El auténtico Señor libera desde el dolor de la cruz.

     La explicación de la Palabra ha calado en los discípulos. Jesús se quedó con ellos, y recostado en la mesa, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo ofreció (24,30). Entonces, "se les abrieron los ojos (a los discípulos) y lo reconocieron, pero él (Jesús) desapareció". El proceso de los discípulos ha sido largo: Primero han palpado el pesar y la tristeza, después han escuchado la voz de la Palabra, finalmente han compartido el pan con Jesús. Sólo entonces sucede algo sorprendente: "se les abrieron los ojos, lo reconocieron, pero él desapareció".

    A lo largo del viaje discípulos tenían los ojos abiertos, pero no reconocieron con ellos al Señor, pues eran incapaces de contemplar a Jesús con los ojos del corazón. Una vez más se hace patente lo que decíamos: "La razón busca, pero quien verdaderamente encuentra es el corazón". Jesús desaparece de su presencia y permanece para siempre en el alma de los discípulos. Jesús deja de ser un simple modelo a imitar y se convierte en el eje que llena de sentido la vida de aquellos hombres.

    Tras reconocer a Jesús,  los discípulos abandonan el camino del desencanto y vuelven a recuperar la dirección auténtica de su vida; se dirigen de nuevo hacia Jerusalén, la ciudad del “sentido”. Llegados a la Ciudad Santa, anunciaron la experiencia transformadora de sus vidas: "contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan" (24, 35). Quien ha tenido un encuentro personal con Cristo no puede hacer otra cosa sino proclamar la Buena Nueva a los cuatro vientos.

3. Actio.

    La lectura y la meditación de la Palabra orientan nuestra vida hacia la vivencia del evangelio. La narración de los discípulos de Emaús es un fiel reflejo de la celebración de la Eucaristía, por eso centraremos la aplicación de la Lectio Divina a la experiencia comprometida de la Misa.

     Al comienzo de la Eucaristía reconocemos con humildad nuestras faltas. Nos fijamos en las ocasiones en que hemos desdeñado la ruta hacia Jerusalén para enzarzarnos en la senda que lleva a Emaús. Cuando reconocemos nuestros pecados no lo hacemos desde la desesperación, los confesamos desde la certeza de que el Señor camina con nosotros para recordarnos el auténtico rumbo de nuestra la vida.

    La segunda parte de la Eucaristía consiste en la celebración de la Palabra, pero no debemos percibirla como la narración de acontecimientos pasados. La escuchamos como la voz de Dios que nos habla. La Palabra nos anuncia que Cristo es el Señor resucitado y que sólo en él adquiere sentido nuestra vida.

   Una vez reconocida nuestra culpa y escuchada la Palabra, celebramos la fracción del pan. Después, en la comunión, recibimos el cuerpo de Cristo que se hace carne de nuestra carne. Así dejamos de percibir al Señor con los ojos para experimentarlo en la profundidad del corazón.

    Cuando termina la Eucaristía recibimos la bendición, donde se nos invita a proclamar, con la ayuda de Dios, aquello que hemos celebrado: ¡Cristo ha resucitado! La celebración de la Eucaristía convierte al cristiano en misionero de la presencia viva del Señor. Ese es el sentido de la bendición.

4.Oración final.

    Quizá a lo largo de la Lectio Divina nos propongamos vivir la fe con mayor intensidad. Sin embargo, a menudo pensamos que podemos ser cristianos tan sólo con nuestras propias fuerzas, pero no es así. Sólo podemos vivir el evangelio con la fuerza de Señor, pues el proyecto de Dios sólo llega a puerto con la gracia que Dios nos regala. La plegaria es la ocasión privilegiada en la que permitimos al Señor que inunde nuestra alma.

     La Lectio Divina concluye siempre con una plegaria sencilla, el Padrenuestro, para que entendamos que lo más importante no es aquello que podemos hacer por Dios, lo crucial estriba en que nos demos cuenta de todo lo que Dios hace por nosotros. “Nos hiciste Señor para ti y nuestra vida sólo alcanzará la plenitud cuando repose en ti” (S. Agustín).

                                                                                                                   Francesc Ramis Darder       

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