Blog de Francesc Ramis Darder sobre literatura, teología, historia, arqueología del Oriente antiguo y su relación con la Biblia.
miércoles, 30 de enero de 2019
martes, 22 de enero de 2019
HOMBRE NUEVO
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Ahora bien, ¿en qué
consistía la identidad del hombre nuevo? Con intención de responder, debemos sondear
el AT por cuanto concierne al concepto de “creación (br’)”. El AT refiere la
raíz “crear (br’)” exclusivamente a la actuación divina; el hombre “hace” y
“fabrica” (Is 44,9-20), pero solo Dios “crea (br’)” (Gn 1,1).
Adoptando un aspecto de la teología de la
creación, la profecía de Isaías
refiere el estado del pueblo que, sumido en la idolatría, estaba abocado a la
extinción. En plena indigencia, el Señor dice a su pueblo: “No temas”; luego
increpa a los ídolos, ocultos bajo la mención de los puntos cardinales: “Diré
al Norte […] y al Sur […] Haz venir a mis hijos desde lejos, y a mis hijas del
extremo de la tierra, a todos los que llevan mi nombre, a los que creé (br’) para mi gloria, a los que he
hecho (hyh) y formado (ytsr)” (Is 43,1-7). Conviene recalcar que el término
“formado (ytsr)” perfila también la manera en que una madre modela al hijo en
su seno (cf. Is 44,2); de ese modo, la profecía certifica que Dios no crea a
golpes a su pueblo, lo modela con la ternura de una madre. En definitiva, el
texto isaianao muestra como el Señor crea, hace, y forma a su pueblo, con amor
maternal.
Una
vez que el Señor ha creado, hecho y formado a su pueblo, continúa reseñando la
profecía, la asamblea deja de ser un enjambre sordo y ciego, eco de la opresión
idolátrica (Is 42,15-25), para convertirse en la comunidad que da testimonio de
la bondad divina ante las naciones; así dice el Señor respecto de la comunidad
que ha creado: “Vosotros sois mis testigos” (Is 43,8-15).
De ese modo, la profecía entiende el proceso de “creación (br’)” como la “relación
nueva” que Dios establece con su pueblo, gracias a la cual el pueblo percibe su
identidad desde la relación gratuita y amorosa que Dios ha establecido con la
comunidad. Volvamos al ejemplo anterior. La comunidad hebrea estaba sumida
en el abatimiento porque fundaba su identidad en la relación que mantenía con
los ídolos, aludidos tras la mención del Norte y del Sur; entonces, el Señor lo
arranca de la relación que mantiene con los fetiches para establecer con la
asamblea una relación nueva con la que el pueblo deja de ser un enjambre que
deambula en el sinsentido para convertirse en la comunidad que proclama la
gloria de Dios entre las naciones. En síntesis, Israel deja de ser un “pueblo
idólatra” para convertirse en un “pueblo nuevo” gracias a la relación,
entendida como “creación”, que Dios ha establecido con él.
Como señala el NT, ápice de la Antigua
Alianza, la Iglesia constituye el Israel de Dios (Gal 6,16), acrisolado en el
AT. Así pues, cuando alguien, judío o pagano, se adhería a la Iglesia,
depositaria de la autoridad (exousia) de Jesús (Mt 28,18-19), nacía como
“hombre nuevo (kaine)” (Ef 4,24). Así, tanto judíos como paganos, adheridos a
Jesús, alma de la Iglesia, pueden confesar: “Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús,
para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso él que
practicásemos” (Ef 2,10); de modo más abreviado: “revestíos del hombre nuevo,
creado según Dios” (Ef 4,24b).
Desde este horizonte, la mención del hombre
nuevo no alude a un simple amejoramiento personal, implica una “creación nueva”
del ser humano (Gal 6,15). Recogiendo el significado del término creación, el
NT certifica: “el que está en Cristo es una creación nueva; pasó lo viejo, todo
es nuevo” (2Cor 5,17). En este mismo sentido, proclama el apóstol Pablo: “para
mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). Sin duda, después de la conversión, el
sentido de la vida de Pablo ya no reposaba en la espera de un Mesías futuro ni
en la acérrima defensa del judaísmo, sino en “Aquel […] que le ha revelado a su
Hijo para que lo anuncie entre los gentiles” (Gal 1,15-16). Desde esta óptica,
Pablo es un “hombre nuevo”, pues su vida reposa en Cristo y se orienta hacia la
proclamación de Cristo.
¡Esa era la identidad del “hombre nuevo” modelado a
imagen de Jesús en el torno de la Iglesia!
sábado, 12 de enero de 2019
TORRE DE BABEL
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Como hemos comentado,
la ciudad de Babilonia veía erguirse, detrás del Palacio Real, un gran zigurat,
llamado Etemenanki, “enlace entre el cielo y la tierra”. Tenía siete pisos, con
una base cuadrangular (91m), y una altura estimada de 100 metros; según algunos
arqueólogos no llegó a terminarse del todo. Los siete pisos corresponden a los
siete cielos planetarios; estaban pintados con colores adecuados a cada
planeta. La edificación era de adobe en el interior y de ladrillo en el
exterior. Disponía de escaleras adosadas en la zona exterior y una escalinata
perpendicular para ascender hasta el segundo piso; después, subiendo por las
escaleras laterales podía alcanzarse el séptimo piso donde se alzaba el
santuario, ámbito de sacrificios, y lugar de hierogamia, la relación íntima
entre un dios, representado por un sacerdote, y una mujer (Herodoto, Historia,
1,181). La tradición babilónica atribuye al zigurat la simbología de la escala
que quiere tocar el cielo; el zigurat simbolizaba el descenso de los dioses
sobre la tierra y la ascensión del hombre hacia el cielo.
El relato de la “Torre de Babel” (Gn
11,19), situada al final de la “Historia Primera” (Gn 1-11), evoca, desde la
óptica metafórica, el Etemenanki, que contemplaron los desterrados.
Seguramente, el recuerdo del gran zigurat de Babilonia influyó en la
composición de la narración de la Torre, cuando fue escrita en Jerusalén,
después del exilio. El recuerdo babilonio de la construcción de los zigurats
aflora el relato de la Torre. El Enuma Elis expone la técnica para edificar un
zigurat: “los dioses (annunanki) moldearon ladrillos” (VI, 60-62); técnica que
recoge la Escritura: “dijeron los hombres: Vamos a hacer ladrillos y a cocerlos
al fuego” (Gn 11,3). El Poema subraya el motivo para la erección de zigurat:
“Alzaron la cabeza de Esagila para igualar a Apsu […] habiendo edificado un
zigurat tan alto como Apsu” (VI, 63); la Escritura parece indicar un motivo
parejo en la intención de los hombres: “Vamos a edificar una ciudad y una torre
cuya cúspide llegue hasta el cielo” (Gn 11,4).
Los redactores bíblicos conocían
la técnica constructiva babilónica, pero al componer el relato de la Torre
aludieron al zigurat para resaltar un motivo teológico: el fracaso de la
idolatría.
Los versos del Segundo Isaías censuran y
ridiculizan la idolatría con el mayor empeño (Is 40,18-21; 41,6-7; 44,9-20).
Arremeten también contra la idolatría representada por Babilonia (Is 46-47).
Desde la perspectiva teológica, la profecía entiende que Babilonia intentó
parangonar su poderío con la exclusiva divinidad del Dios de Israel sobre la
historia humana. Decía la Gran Potencia: “Yo y solo yo” (Is 47,8.10); de ese
modo, quería enfatizar que era la divinidad que conducía el curso de la
historia.
A modo de contrapunto, la profecía pone en boca del Dios de Israel su
propia identidad: “Yo soy el Señor, y no hay otro” (Is 45,3.6); a la vez que
establece su exclusivo señorío sobre el cosmos y el devenir humano: “Yo hice la
tierra y creé al hombre sobre ella […] yo he hecho surgir a Ciro para libraros,
y voy a allanar sus caminos” (Is 45,12-13).
La idolatría de Babilonia estriba
en su pretensión de asimilarse con el Dios de Israel, el único Dios. Notemos,
en ese sentido, como la Escritura asimila la identidad de Babilonia, “Yo y solo
yo” (Is 47,8), con la identidad de Dios, “Yo soy el Señor” (Is 45,6), eco de la
revelación divina en la zarza que arde sin consumirse, “Yo soy el que soy […]
Yo soy” (Ex 3,14; cf. Is 43,25). Al decir de la Escritura, intentar investirse
de la autoridad del Señor, el único Dios, constituye el hondón de la idolatría.
Como sucede con cualquier ídolo, Babilonia se desvanece entre los dedos del
Señor. Así, la profecía proclama la sentencia divina contra el imperio
idólatra: “Baja a sentarte en el suelo, joven Babilonia; siéntate en tierra,
sin trono, capital caldea […] te sobrevendrá una desgracia que no podrás
conjurar” (Is 47,1.10).
El escenario del relato de Torre se sitúa
en la región de Senaar, en un lugar llamado Babel; el topónimo alude a la
ciudad de “Babilonia (Babilu)”, significa “Puerta de Dios”. Unos emigrantes de
Oriente alcanzan el territorio y se proponer “edificar una ciudad y una torre
cuya cúspide llegue has el cielo; dicen: así nos haremos famosos” (Gn 11,4). La
tarea evoca la decisión de Babilonia expuesta por la profecía: “subiré a la
cima de las nubes, seré igual al Altísimo” (Is 14,14; cf. 47,7).
Afinando la
cuestión, observamos también como quienes levantan la torre utilizan la forma
plural para describir su trabajo: “vamos a hacer ladrillos […] nos haremos
famosos” (Gn 11,3.4). Desde la óptica simbólica, la forma plural sugiere la
manera en que Dios decidió crear al ser humano: “Hagamos el hombre a nuestra
imagen y semejanza” (Gn 1,26). Así, la paralaje insinúa que la pretensión de
los recién llegados, como sucedía con Babilonia, intenta equiparar su tarea con
la del Señor, el único Dios; por eso constituye, como acontecía con Babilonia,
el eco de la idolatría.
Como toda tentación idolátrica, la soberbia
por alzar la torre, se desvanece ante la intervención del Señor. Dijo Dios:
“Voy a bajar a confundir su idioma para que no se entiendan” (Gn 11,7); algo
semejante obró Dios contra Babilonia: “Voy a vengarme (de tu idolatría) y seré
implacable” (Is 47,3).
El Señor dispersó a los constructores de la torre; y
añade, “por eso se llamó Babel, porque allí el Señor confundió la lengua de
todos” (Gn 11,9). La raíz “confundir (bll) presenta relación con la idolatría.
Así lo sentencia Oseas: “Efraín se mezcló (bll) con los pueblos” (Os 7,8), pues
mezclase con otros pueblos significa confundir la religión israelita con el culto
extranjero, culto idolátrico; dicho de otro modo, Efraín se ahogó en la
idolatría (cf. Is 44,19-20). Desde el horizonte metafórico, también Babilonia
quedó en la confusión después la intervención divina; pues la urbe que se
proclamaba “soberana de reinos” (Is 47,5), tuvo que atenerse, como las
esclavas, a “tomar el molino y moler el trigo” (Is 47,2).
Quienes se asentaron en Jerusalén, después
del destierro, recordaban el terror babilónico que devastó Judá (2Re
23,28-25,26). Quizá por eso colorearon Babilonia con el aura del gran ídolo que
había pretendido usurpar la exclusiva autoridad del Señor sobre la historia
humana (Is 14; 46-47). Recogiendo un mito oriental que atribuía la
multiplicidad de idiomas a la decisión divina de dividir la única lengua
hablada por la humanidad primigenia, y haciendo memoria del gran zigurat,
compusieron el relato de la Torre de Babel para establecer la banalidad de la
idolatría y enfatizar, a modo de contraluz, el exclusivo señorío del Dios de
Israel sobre la historia humana.
martes, 8 de enero de 2019
¿QUIÉNES ANUNCIAN EL EVANGELIO?
Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
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En analogía con el
mundo judío y pagano, la Iglesia también disponía de colegios dedicados a la proclamación del evangelio. Los apóstoles (Mt
28,16-20), Pedro a los judíos y Pablo a los gentiles (Gal 2,6-10). Los diáconos,
específicamente Esteban y Felipe (Hch 6,8; 8,4-40). Los maestros y los profetas
(Hch 13,1).
Ahora bien, también nacieron colectivos muy novedosos, que
podríamos llamar colectivos periféricos,
consagrados al anuncio de la Buena. Ente ellos destacan, cuatro grupos.
Quienes, utilizando un lenguaje moderno, podríamos llamar ‘intelectuales’; a modo de ejemplo, destaca Tirano, un pagano que
dispuso su escuela para que Pablo, expulsado de la sinagoga, pudiera predicar a
judíos y gentiles en Éfeso (Hch 19,8-10).
Un contingente decisivo lo
constituyen las “mujeres”. Cuando
María Magdalena, María la de Santiago y Salomé acudieron al sepulcro para ungir
el cuerpo de Jesús, un joven vestido de blanco les ordenó proclamar el evangelio:
“Id a decir a sus discípulos y a Pedro que (Jesús) irá delante de vosotros a
Galilea” (Mc 16,6-7). El episodio alude a la vida de Jesús, pero también certifica
la relevancia evangelizadora de la mujer; relevancia enfatizada por la mención
de Andrónico y Junia, una mujer, a
quienes Pablo llama: “mis parientes y compañeros de prisión, ilustres entre los
apóstoles, que llegaron a Cristo antes que yo” (Rm 16,7).
Despunta, sin duda,
la presencia de un matrimonio,
Priscila y Aquila, en las tareas de evangelización, quienes además reunían, más
bien dirigían, una Iglesia en su casa (Hch 18,24-26; Rm 16,5).
Sorprende
también el tesón de los cristianos
perseguidos por anunciar el evangelio; así lo hacían quienes sufrieron la
persecución, después de la muerte de Esteban, que predicaron en Antioquía hasta
bautizar a los paganos (Hch 11,19-22).
Dos actitudes caracterizaban a los
evangelizadores, a saber: la confianza
en Dios, pues “la mano del Señor estaba con ellos” (Hch 11,21), y la convicción (parresiatzomai) con que
proclamaban la Buena Nueva (Hch 9,27).
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