martes, 29 de abril de 2014

DEL EXILIO DE BABILONIA A LA CONQUISTA ROMANA: 538 a.C. - 135 d.C.



                                                                         Francesc Ramis Darder

La primera expedición de repatriados fue encabezada por Sesbassar (537 aC.). Recibió el título de gobernador y se le encomendó la reconstrucción del Templo (Esd 5, 14-16). Pocos años después, Zorobabel con otra  partida de exiliados llegó a Jerusalén para continuar la obra de Sesbassar (Ag 1, 1). Palestina estaba integrada en la provincia persa de Transeufratina, dividida, a su vez, en regiones menores, una de las cuales era Yehud (Judea). Los judíos, animados por los profetas Zacarías y Ageo,  levantaron el Templo en el año 515 aC.

    En el año 415 aC. un dignatario persa de origen judío, Nehemías, es designado por el rey Artajerjes gobernador de Yehud (Judea), con la misión de reconstruir la murallla de Jerusalén (Neh 5, 14). Acabada su tarea, regresó a Persia, y en el año 430 aC. fue nombrado de nuevo gobernador de Judea; le acompañó Esdras, sacerdote y escriba, para realizar la reforma religiosa (Esd 7, 11-26). Judea, después, cayó en el desaliento de una vida lángida, mientras lentamente el imperio persa se deshacía.

    Alejandro Magno, rey de Macedonia (Grecia), inició la conquista de Oriente (334 aC.). En Jerusalén recibió el acatamiento del sumo sacerdote y de la población. Judea pasó a depender de los griegos. A la súbita muerte de Alejandro (323 aC.), siguió una época turbulenta en que sus generales se repartieron el imperio.

    El general Ptolomeo, con el título de rey, ocupó Palestina (320 aC.), pero más tarde pasó a los sucesores del general Seluco (198 aC.). Un descendiente de Seleuco, el rey Antíoco IV Epífanes (175-164 aC.), oprimió al pueblo hebreo intentando eliminar su cultura y religión. Ante la agresión, los hermanos macabeos (167 aC.) iniciaron una guerra de liberación nacional, en la que murió Judas Macabeo (161 aC.), caudillo de la revuelta. Le sucede su hermano Jonatán y después Simón (142 aC.). La valentía de los macabeos y las dificultades internas de Antíoco en su imperio, favorecieron que los judíos recuperaran la independencia.

    Juan Hircano (134 aC.) sucedió a su padre Simón, devino sumo sacerdote y príncipe de un estado independiente. Su hijo Aristóbulo se proclamó rey (104 aC) iniciando la dinastía asmonea. Los asmoneos al principio procuraron la prosperidad del país pero, a excepción de la reina Salomé Alejandra (77-67 aC.), cayeron en la corrupción y las disputas internas.

    Durante las disensiones asmoneas el general romano Pompeyo conquistó Jerusalén (63 aC.), y el senado proclamó a Herodes (40-4 aC.) rey de los judíos. Herodes reconstruyó el Templo, levantó nuevas ciudades y edificó fortalezas, pero su carácter cínico engendró en el reino un régimen de terror.

    A la muerte de Herodes el reino se dividió entre tres de sus hijos. Arquelao gobernó Samaría, Judea e Idumea. Herodes Antipas heredó Galilea y Perea. Herodes Filippo recibió territorios situados más al norte de Galilea. El año 6 dC. el emperador romano depuso a Arquelao y entregó su teritorio al gobierno de un procurador romano.

    Los procuradores sometieron al país a duro régimen tributario. El procurador más conocido es Poncio Pilato, en cuyo procuratorato (26-36) tuvo lugar el ministerio público de Jesús. Los judíos se rebelaron contra Roma en el año 66 dC. La respuesta romana no se hizo esperar, primero Vespasiano y después Tito reconquistaron el país tomando Jerusalén (70 dC.) y la fortaleza de Masada (73 dC.), convirtiendo Judea en provincia romana. En el año 132, acontece otro levantamiento encabezado por Bar Kokba, como represalia el emperador Adriano expulsa a los judíos de Jerusalén, convirtiendo la Ciudad Santa en la colonia romana de Aelia Capitolina (135).


jueves, 24 de abril de 2014

SITUACIÓN DE PALESTINA EN TIEMPOS DE JESÚS



                                                              Francesc Ramis Darder


El general Pompeyo (63 aC.) conquistó Jerusalén e incorporó Palestina al Imperio Romano. Tras muchas vicisitudes, el año 37 aC., Herodes el Grande (73-4 aC.) subió al trono en calidad de rey vasallo de Roma. Herodes, cruel y despótico, tuvo la habilidad de congraciarse con Roma, reedificar el Templo de Jerusalén, construir fortalezas, y edificar ciudades (Cesarea, Tiberias). A la muerte del rey, el estado se dividió entre sus hijos (Arquelao, Herodes Antipas, y Filipo), pero los conflictos originados tras el reparto obligaron a los romanos a gobernar Palestina directamente mediante procuradores. El más famoso fue Poncio Pilato (26-36) en cuya época murió crucificado Jesús de Nazaret.

    La división administrativa impuesta al país sufrió constantes cambios; pero, básicamente, los romanos dividieron Palestina en tres provincias: Galilea, Samaría y Judea.

    Galilea, ubicada al norte, era una región próspera y bien situada junto a las vías de comunicación. El mar de Galilea proporcionaba abundante pesca, asentándose en sus orillas industrias de salazón. El agua del lago y las fuentes del Jordán propiciaban un terreno feraz. La edificación de nuevas ciudades desarrolló la construcción, favoreció la explotación de canteras, y propició la inmigración de trabajadores. La población era de religión judía; aunque había grupos hebreos radicales y, en general, la cultura estaba influenciada por la mentalidad griega.

    Samaría, situada en el centro, disponía del cauce del Jordán que propiciaba abundantes cosechas. La proximidad de las rutas comerciales favorecía el comercio. En una de sus ciudades, Cesarea del Mar, residían habitualmente los procuradores romanos. La población era mixta y compleja. La minoría, los samaritanos, constituían una rama escindida del judaísmo oficial. La mayoría de pobladores descendía de emigrantes instalados en el año 722 aC. por el rey Sargón II de Asiria y, por tanto, no eran de raza ni de religión judía. La diferencia racial y religiosa entre samaritanos y judíos ocasionaba continuos enfrentamientos entre ambos grupos.

    A Judea, la provincia del sur, pertenecía Jerusalén con su magnificente Templo remozado en profundidad por Herodes. La provincia era pobre, carecía del agua del Jordán, padecía la esterilidad del desierto y soportaba la inutilidad del agua del Mar Muerto. Su fortuna provenía de los beneficios del Templo procedentes de la limosna de los peregrinos, la donación obligatoria de todo judío, y de los múltiples sacrificios oficiados por los sacerdotes. La población era de religión y cultura judía, aunque fragmentada en diversas tendencias.

     El Imperio Romano respetó, generalmente, la religión y las costumbres judías, pero a cambio exigió el pago de elevados impuestos. Los judíos también pagaban impuestos a las autoridades judías y al Templo de Jerusalén. La tasa que aplastaba al pueblo era la recaudada por los romanos, sumiendo a la región en la miseria. Parte de la población padecía esclavitud para satisfacer las deudas, y los hombres empobrecidos, antes de someterse a esclavitud, vivían del bandidaje.

    Los publicanos cobraban los impuestos y solían exigir a la gente mucho más de lo debido a fin de enriquecerse. Al contar con el respaldo militar si alguien se negaba a abonar la tasa era obligado por la fuerza; cuando no podía pagar, el deudor y su familia eran vendidos como esclavos.

    El pueblo sencillo odiaba a los publicanos por su injusticia. Los nacionalistas judíos les despreciaban por su colaboracionismo con Roma. Las personas religiosas les consideraban culpables de la desgracia de Israel; pues, en su opinión, el cobro de impuestos mantenía el poder romano, y la presencia de una potencia extranjera en Palestina hacía que, según la creencia judía, Dios retrasara la llegada del Mesías para instaurar su Reino.

    En definitiva, las condiciones políticas, económicas y sociales de Palestina en el tiempo de Cristo, causaban la miseria de la población y sembraban impotencia y desánimo en el corazón del pueblo.


domingo, 20 de abril de 2014

PASCUA 2014. ¡CRISTO HA RESUCITADO!

Las narraciones de la resurrección de Jesús presentan una frase fundamental “Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí...” (Mc 16, 6). Esta expresión es el centro del NuevoTestamento y de toda la Biblia. No es una simple frase, constituye nuestra confesión de fe. ¡Cristo ha resucitado! es el núcleo del gozo cristiano y del evangelio. Si elimináramos del NT la proclamación de la resurrección de Jesús nuestra fe se desvanecería y el NT perdería su profundo valor. Dice S. Pablo “Si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra predicación no tiene contenido ni vuestra fe tampoco” (1 Cor 15, 14).

    La certeza de que Cristo Vive es el centro de nuestra fe. Sucede que el lenguaje humano es insuficiente para expresar el significado preciso de la resurrección de Jesús. Por eso el NT utiliza dos tipos de vocabulario, entre otros, para describir la vida nueva del Señor: el lenguaje de resurrección y el de exaltación.

    El lenguaje de resurrección figura en las narraciones de la tumba vacía (Mt 28, 1-10 y par.); “Porqué buscáis entre los muertos al que vive. No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5-6). Se basa en un esquema temporal; Jesús “antes” estaba muerto y “ahora” ha resucitado. Tiene la ventaja de destacar la continuidad en la persona de Jesús. El mismo Jesús que predicaba en Palestina y murió en Jerusalén es el  que ha resucitado; pero, muestra la desventaja de no explicar la nueva vida que alcanza Cristo después de la resurrección.

     De ahí que la Iglesia introdujera el lenguaje de exaltación que aparece en algunas Cartas (Flp 2, 1-11) discursos (Act 3, 13) y en las narraciones de la Ascensión del Señor (Lc 24, 50-53; Act 1, 3-11). Este lenguaje utiliza palabras como “exaltación , subida”: “Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 9). Se basa en un esquema espacial, existe un “abajo”, la tierra, donde acaece la muerte de Cristo y un “arriba”, el cielo, que es la nueva forma de vida de Cristo resucitado. La combinación de los dos lenguajes (Act 2, 23-24.32-33) perfila mejor el sentido de la resurrección pero no llega a agotarlo.

     La resurrección de Jesús es un hecho de revelación que se percibe desde la fe; el lenguaje bíblico la explica mediante el vocabulario de resurrección y exaltación; y la vivencia de la comunidad cristiana la experimenta de forma privilegiada en la celebración de la Eucaristía y en la práctica de la caridad. Especialmente duramnte el tiempo pascual demos testimonio vivo de Jesús; pues como repite el papa Francisco la vida cristiana atractiva contagia la ilusión por vivir el evangelio a quenes aún deconocen a Jesús. El amor de Dios, sembrado en la humanidad por el testimonio cristiano, planta en el corazón del ser humano la esperanza en un mundo nuevo, metáfora del Reino de Dios..

sábado, 12 de abril de 2014

JESÚS DE NAZARET: EL MESÍAS ESPERADO Y SORPRENDENTE

                                                           Francesc Ramis Darder

“Jesús de Nazaret salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo y por el camino les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo? ...  Pedro le respondió: Tú eres el Mesías” (Mc 8, 27-30). ¿Qué significa la palabra “Mesías”?

    El término hebreo “Mesías” y el griego “Cristo” significan “ungido”. En el Antiguo Testamento los “ungidos”; es decir, los “Mesías” eran los reyes de Israel.

    El rey israelita, igual que los monarcas orientales, gobernaba desde la perspectiva política, militar y legislativa, pero gozaba de una prerrogativa propia: era un rey ungido. Cuando el rey judío era entronizado, un profeta o un sacerdote derramaba sobre la cabeza del soberano aceite consagrado. el profeta Samuel ungió a David (1Sam 16, 13), y el sacerdote Sadoc a Salomón (1 Re 11, 12). El rito de verter óleo consagrado sobre la cabeza real constituía el rito de la unción.

    La unción confería al rey atribuciones religiosas con las que devenía mediador entre Dios y los hombres pero, sobre todo, le comprometía a gobernar el país con los criterios de Dios: eliminar la idolatría, defender a los pobres, servir al pueblo, y consolidar el Templo.

    Los reyes de Israel y Judá fueron numerosos, pero el AT sólo alaba especialmente el comportamiento de David (1 Sam 16 - 2 Sam 6), Ezequías (2 Re 18, 1-8), y Josías (2 Re 23, 24-27). Los demás monarcas, en general, son censurados: desde la perspectiva humana ganaron batallas y edificaron palacios, pero se preocuparon poco de sembrar entre el pueblo la fidelidad, la lealtad y la misericordia divina.


    Los abusos de la realeza llevaron a Israel al desastre (2 Re 23, 31 - 25, 26). El año 587 aC. Nabucodonosor destruyó Jerusalén y deportó sus habitantes a Babilonia. Al volver del exilio (538 aC.) el pueblo judío fue administrado por sacerdotes. El sumo sacerdote recibió la unción que antes pertenecía a los reyes (Lv 4, 3.5.16; 2 Ma 1, 10), y devino mediador entre Dios y los hombres, y responsable de dirigir al pueblo con los criterios de Dios.

    Los profetas contemplaban el fracaso de reyes y sacerdotes para guiar al pueblo con las normas de Dios. En los ambientes proféticos surgió el intenso anhelo por la llegada de un auténtico ungido, de un verdadero “Mesías” que viviera y enseñara a los hombres el plan de Dios ( Sal 2). El deseo del Mesías definitivo era tan intenso que algunos esperaban la llegada de dos Mesías: un “Mesías Sacerdote” para regir la esfera religiosa, y un “Mesías Rey” para los asuntos civiles (Ez 45, 1-8: Zac 4, 1-14).

    Las condiciones sociales eran duras en Palestina durante el siglo I. Todos suspiraban por la llegada inminente del Mesías pero, y eso es muy importante, el Mesías que la gente esperaba tenía unas características distintas al Mesías anunciado por el AT.

    Los profetas anunciaban el advenimiento de un Mesías que mostraría el proyecto de Dios para que Israel hallara sentido a su vida. En cambio, los hebreos del siglo I esperaban un Mesías con tres características. 1ª Un Mesías poderoso para desbancar militarmente a los romanos. 2ª Un Mesías económicamente fuerte para eliminar de un plumazo la pobreza de Palestina. 3ª Un Mesías deslumbrante, ante quien no restara más alternativa que la adulación. En definitiva, los habitantes de Palestina deseaban un Mesías con tres atributos: “poder”, “tener” y  “aparentar”.

Jesús es el Mesías anunciado por el AT, pero no es el Mesías poderoso, rico, y deslumbrante que la gente esperaba. Jesús es el Mesías pero ejerce su ministerio actuando como el “Hijo del Hombre”. Aplicado a Cristo, el título “Hijo del Hombre” indica que Jesús no libera desde el “poder”, “tener” o “aparentar”, sino desde la humildad, la actitud de servicio y la vida compartida.

    Jesús no redime con el poder sino desde la entrega y el servicio: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos” (Mt 20, 28).

    Cristo no salva desde la riqueza, sino compartiendo la vida: “Si quieres ser perfecto, ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres ... luego ven y sígueme” (Mt 19, 21).

    Jesús no libera mediante la apariencia deslumbrante, sino desde el oprobio de la cruz y la fragilidad de la cueva de Belén: “... se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 8); “ella (María) lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2, 7).

    Jesús de Nazaret es el Mesías anunciado en la Antigua Alianza, pero matiza su mesianismo con el título de “Hijo del Hombre”. Jesús es el Mesías que enseña a amar con los criterios de Dios: servicio, humildad y experiencia de vida compartida.

viernes, 4 de abril de 2014

LAS SIETE PALABRAS DE JESÚS

                                                                                 Francesc Ramis Darder


Como certifica la historia de la cultura, el número siete simboliza la totalidad y la perfección tanto de la persona como de los acontecimientos. Perfección y totalidad que no son estáticos, se proyectan hacia el infinito. Atento al entorno cultural del mundo oriental, el Antiguo Testamento recoge la riqueza metafórica del número siete. Habla del candelabro de los siete brazos o de los siete días de la creación. El día séptimo, el sábado, se consagra al Señor; mientras el séptimo año, el año sabático, se convierte en el tiempo especialmente dedicado a contemplar la bondad de Dios, a cultivar la amistad y a desarrollar en el mundo el trabajo por la justicia.

 El Nuevo Testamento, heredero del valor metafórico del Antiguo Testamento, sigue sumergiéndose en el valor simbólico del número siete. Tal vez sean los escritos de san Juan donde el siete alcanza su mayor profundidad. El Apocalipsis habla de siete estrellas, siete sellos o de los siete espíritus de Dios, entre otros temas. Valiéndose de siete imágenes, el evangelio de san Juan expresa la intimidad más preciada de Cristo. Así dijo Jesús a sus discípulos: Yo soy el pan de vida; la luz del mundo; la puerta; el buen pastor; la resurrección y la vida; el camino y la verdad y la vida; la vid verdadera. Desde la mística del número siete, los escritos de san Juan contemplan la plenitud de Cristo, la presencia entre nosotros del Dios hecho hombre, el Salvador del Mundo (Jn 1,1.14).

 Anclada en el cañamazo de la Biblia, la tradición cristiana ha recogido el valor espiritual del número siete para alabar al Señor y meditar el Evangelio. De esta tradición nace el sermón de las “Siete Palabras”, dedicado, como sabemos, a contemplar la Pasión durante la Semana Santa. El comentario de las Siete Palabras ayuda a los cristianos, y a toda persona de buena voluntad, a sembrar en el mundo el amor entrañable de Dios hacia la humanidad entera.

 En la cruz, Jesús rogó: “Padre, perdónales, que no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Los soldados se repartieron sus vestidos y los presentes le escarnecían; pero Jesús perdona, sin condiciones. Así se hace cierta una frase que más adelante dirá san Pablo: “No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence al mal con el bien” (Rm 12,21).

 Al lado del Señor, crucificaron a dos ladrones. Cuando uno de ellos imploró ayuda, Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). Mientras la multitud maldecía al ladrón, Jesús derramó en su corazón la misericordia revestida de esperanza. Ser misericordioso radica en darse a sí mismo para aminorar la pobreza del prójimo. Lo enseña Jesús: “No amontonéis tesoros aquí en la tierra [...], reunid tesoros en el cielo” (Mt 6,19-21).

 Junto a la cruz, estaban María, la madre de Jesús, y Juan, el discípulo amado. Jesús dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Después dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). María, madre de Jesús, también es metáfora de la Iglesia, el ámbito privilegiado de la presencia de Jesús resucitado; la comunidad cristiana es un refugio donde late la presencia del Señor. Desde el corazón, Jesús oró: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). A primera vista, parece una frase desesperada; conviene notar, sin embargo, que es el título del Salmo 22. Cuando los escritores antiguos indicaban que alguien rezaba un salmo entero, se limitaban a reseñar su título; de ahí hay que concluir que Jesús no se limitó a la primera frase, sino que, como hacían los hebreos a la hora de la muerte, rezó entero el Salmo 22, una plegaria en que el orante pone su confianza en Dios en los últimos instantes de su vida.

 Jesús exclamó: “Tengo sed” (Jo 19,28). Al punto un soldado le dio una esponja empapada en vinagre. La sed expresa la angustia; pero, desde el ángulo bíblico, denota la “sed de Dios” que envolvía la vida de los profetas (Is 41). Jesús es el profeta “más grande” anunciado por Moisés, durante el camino del Éxodo (Dt 18). Probado el vinagre, Jesús dijo: “Todo se ha cumplido” (Jn 19,30); bajo la palabra “todo” late la entrega de Jesús por la humanidad para enseñar que el único camino que lleva a la victoria es la ruta del amor y la ternura. Acabando su vida, Jesús gritó con todas sus fuerzas: “Padre, a tus manos confío mi espíritu” (Lc 23,46). La frase forma parte del Salmo 31; el salmo recuerda que Dios ampara siempre a los que se refugian en Él, especialmente a los débiles y oprimidos. Cristo, que ha enseñado el amor, muere en las buenas manos del Padre.


 Las palabras de Jesús en la pasión sintetizan su mensaje. La confianza en Dios Padre y la certeza de que solo el amor es capaz de dar sentido a la vida. Dios no es algo abstracto o lejano, es el buen padre que nos acompaña y acaricia con sus manos. El amor cristiano no es un sentimiento pasajero, es el compromiso con la vida para que en el mundo broten la hermandad y la justicia. Quien lucha por la justicia sufre persecución, pero es en el luto de la cruz donde nace la luz resucitada del domingo de Pascua.