sábado, 12 de abril de 2014

JESÚS DE NAZARET: EL MESÍAS ESPERADO Y SORPRENDENTE

                                                           Francesc Ramis Darder

“Jesús de Nazaret salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo y por el camino les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo? ...  Pedro le respondió: Tú eres el Mesías” (Mc 8, 27-30). ¿Qué significa la palabra “Mesías”?

    El término hebreo “Mesías” y el griego “Cristo” significan “ungido”. En el Antiguo Testamento los “ungidos”; es decir, los “Mesías” eran los reyes de Israel.

    El rey israelita, igual que los monarcas orientales, gobernaba desde la perspectiva política, militar y legislativa, pero gozaba de una prerrogativa propia: era un rey ungido. Cuando el rey judío era entronizado, un profeta o un sacerdote derramaba sobre la cabeza del soberano aceite consagrado. el profeta Samuel ungió a David (1Sam 16, 13), y el sacerdote Sadoc a Salomón (1 Re 11, 12). El rito de verter óleo consagrado sobre la cabeza real constituía el rito de la unción.

    La unción confería al rey atribuciones religiosas con las que devenía mediador entre Dios y los hombres pero, sobre todo, le comprometía a gobernar el país con los criterios de Dios: eliminar la idolatría, defender a los pobres, servir al pueblo, y consolidar el Templo.

    Los reyes de Israel y Judá fueron numerosos, pero el AT sólo alaba especialmente el comportamiento de David (1 Sam 16 - 2 Sam 6), Ezequías (2 Re 18, 1-8), y Josías (2 Re 23, 24-27). Los demás monarcas, en general, son censurados: desde la perspectiva humana ganaron batallas y edificaron palacios, pero se preocuparon poco de sembrar entre el pueblo la fidelidad, la lealtad y la misericordia divina.


    Los abusos de la realeza llevaron a Israel al desastre (2 Re 23, 31 - 25, 26). El año 587 aC. Nabucodonosor destruyó Jerusalén y deportó sus habitantes a Babilonia. Al volver del exilio (538 aC.) el pueblo judío fue administrado por sacerdotes. El sumo sacerdote recibió la unción que antes pertenecía a los reyes (Lv 4, 3.5.16; 2 Ma 1, 10), y devino mediador entre Dios y los hombres, y responsable de dirigir al pueblo con los criterios de Dios.

    Los profetas contemplaban el fracaso de reyes y sacerdotes para guiar al pueblo con las normas de Dios. En los ambientes proféticos surgió el intenso anhelo por la llegada de un auténtico ungido, de un verdadero “Mesías” que viviera y enseñara a los hombres el plan de Dios ( Sal 2). El deseo del Mesías definitivo era tan intenso que algunos esperaban la llegada de dos Mesías: un “Mesías Sacerdote” para regir la esfera religiosa, y un “Mesías Rey” para los asuntos civiles (Ez 45, 1-8: Zac 4, 1-14).

    Las condiciones sociales eran duras en Palestina durante el siglo I. Todos suspiraban por la llegada inminente del Mesías pero, y eso es muy importante, el Mesías que la gente esperaba tenía unas características distintas al Mesías anunciado por el AT.

    Los profetas anunciaban el advenimiento de un Mesías que mostraría el proyecto de Dios para que Israel hallara sentido a su vida. En cambio, los hebreos del siglo I esperaban un Mesías con tres características. 1ª Un Mesías poderoso para desbancar militarmente a los romanos. 2ª Un Mesías económicamente fuerte para eliminar de un plumazo la pobreza de Palestina. 3ª Un Mesías deslumbrante, ante quien no restara más alternativa que la adulación. En definitiva, los habitantes de Palestina deseaban un Mesías con tres atributos: “poder”, “tener” y  “aparentar”.

Jesús es el Mesías anunciado por el AT, pero no es el Mesías poderoso, rico, y deslumbrante que la gente esperaba. Jesús es el Mesías pero ejerce su ministerio actuando como el “Hijo del Hombre”. Aplicado a Cristo, el título “Hijo del Hombre” indica que Jesús no libera desde el “poder”, “tener” o “aparentar”, sino desde la humildad, la actitud de servicio y la vida compartida.

    Jesús no redime con el poder sino desde la entrega y el servicio: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos” (Mt 20, 28).

    Cristo no salva desde la riqueza, sino compartiendo la vida: “Si quieres ser perfecto, ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres ... luego ven y sígueme” (Mt 19, 21).

    Jesús no libera mediante la apariencia deslumbrante, sino desde el oprobio de la cruz y la fragilidad de la cueva de Belén: “... se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 8); “ella (María) lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2, 7).

    Jesús de Nazaret es el Mesías anunciado en la Antigua Alianza, pero matiza su mesianismo con el título de “Hijo del Hombre”. Jesús es el Mesías que enseña a amar con los criterios de Dios: servicio, humildad y experiencia de vida compartida.

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