Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Como recoge Giacomo de la Voragine en la “leyenda Áurea”,
la palabra “Cecilia” puede proceder, entre otras posibilidades, de la locución
latina “coeli lilia”, que significa “lirios del cielo”, o de la expresión
“caecis via”, que quiere decir “guía de ciegos”. Entrelazando ambos significados
resplandece el sentido profundo del término “Cecilia”. La mujer que, limpia de maldad
como los lirios del campo, metáfora de la pureza evangélica, orienta con el
testimonio de su vida, la existencia de los seres humanos hacia la puerta del cielo,
la meta feliz de la vida cristiana.
Cecilia
nació en el seno de una noble familia romana. Desde la infancia fue educada en
la fe cristiana. Oraba noche y día. Como observan los comentaristas, llevaba siempre
en el pecho un ejemplar de los evangelios; símbolo de la presencia de Cristo
que latía en su corazón y de quien daba testimonio entre los paganos.
Su familia
la prometió en matrimonio con un joven llamado Valeriano. Como refleja la leyenda,
mientras los músicos ensayaban los cantos que pensaban interpretar durante las bodas,
ella oraba pidiendo al Señor que le permitiera mantenerse fiel a las pautas del
Evangelio durante toda su vida. Seguramente, fue la actitud de plegaria que
mantuvo mientras los músicos ensayaban los cantos de la ceremonia lo que la
convirtió en patrona de los músicos.
El
testimonio cristiano de Cecilia determinó la conversión de su marido, Valeriano,
al cristianismo; y más adelante, propició también la conversión de su cuñado,
Tiburcio. Con argumentos sólidos, Cecilia explicó a los dos hermanos la falsedad
de la idolatría y la certeza salvadora que emana del amor de Dios, reflejo de
la Trinidad Santísima.
La vivencia
cristiana de Valeriano y Tiburcio provocó la ira de Almaquio, el prefecto romano
de la ciudad. Con mucha violencia, Almaquio les conminó al abandono del
cristianismo y les exigió la adhesión a la idolatría. Depositando tota su
confianza en el Señor, rechazaron las órdenes del prefecto y confesaron con más
firmeza su fe en Jesucristo, presencia del Dios hecho hombre entre nosotros.
Dolido por la respuesta, Almaquio les condenó al martirio; hay que añadir, como
señala la leyenda, que el verdugo, Máximo, admirado del testimonio de Valeriano
y Tiburcio, abrazó la vida cristiana.
Más tarde,
Almaquio, exigió a Cecilia que renunciase al cristianismo y adorase los ídolos
paganos. Cuando ella se negó, el prefecto la condenó al martirio. Antes de
morir dirigió, como afirma la leyenda, una catequesis a los miembros de la guardia
del prefecto, abriéndoles las puertas de la fe cristiana. Santa Cecilia sufrió
el martirio, según unos autores, hacia el año 223, bajo el emperador Alejandro,
y como sentencian otros comentaristas, fue martirizada en el año 220 durante el
gobierno del emperador Marco Aurelio.
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