Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
¡Cristo
ha resucitado! La resurrección de Jesús es el acontecimiento
central de nuestra fe. Es un acontecimiento tan esencial que a lo
largo de la Cuaresma la lectura del Evangelio ha orientado nuestra
vida por la senda de la conversión para que podamos celebrar con
hondura la Pascua. Al inicio de la Cuaresma leíamos el Evangelio de
las tentaciones de Jesús. El Señor encauzaba nuestra vida por la
senda de la conversión. Nos enseñaba que la actitud de servicio
hacia nuestro prójimo, la decisión de compartir nuestros bienes con
los necesitados, y empeño por la vida humilde, nos abriría la
puerta del Reino de Dios; en definitiva, Jesús nos enseñaba que la
vivencia de la misericordia, expresión más genuina del amor, abre
la puerta al gozo de la Pascua.
La
resurrección certifica el triunfo definitivo del Evangelio de Jesús.
Certifica que la misericordia, insignia del Evangelio del Señor,
derrota a las fuerzas del mal, representadas por la soberbia. La
resurrección sentencia que la entrega servicial de Jesús,
manifestada en su amor por los pobres, vence la arbitrariedad de los
poderosos, centrados en la codicia. La resurrección del Señor
manifiesta que la humildad, emblema de los seguidores del Evangelio,
triunfa sobre la hipocresía humana, superficial y efímera. Hoy,
domingo de Pascua, celebramos la Buena Nueva de Jesús colma de
sentido la existencia humana.
En
el Evangelio que hemos proclamado, aparecían tres personajes
significativos: María la Magdalena, el discípulo que Jesús amaba,
y el apóstol Pedro. El más relevante es el segundo; a quien el
Evangelio llama “el otro discípulo” o “el discípulo que Jesús
amaba”. Su relevancia estriba en que creyó plenamente en la
resurrección del Señor. Repasemos el itinerario del discípulo que
captó la profundidad de la resurrección.
Cuando
escuchó las palabras de María la Magdalena, no se quedó en el
cenáculo esperando acontecimientos, sino que, acompañando a Pedro,
marchó corriendo al sepulcro. La decisión supone un acto de
valentía, pues tras la muerte de Jesús, los discípulos sufrían la
amenaza de la autoridad judía. Conviene observar que la conducta del
discípulo destila misericordia; pues su capacidad para escuchar a la
Magdalena, la decisión de acompañar a Pedro, el empeño por
emprender el camino hacia el sepulcro, y la actitud valiente
acreditan la actitud misericordiosa del discípulo.
Al
llegar al sepulcro se inclinó, y, sin entrar, vio los lienzos de
amortajar. La palabra “inclinarse” define la actitud religiosa
del discípulo. El término “inclinarse” no significa simplemente
“agacharse”, sino que indica la fe del discípulo que se inclina,
“se postra”, ante la manifestación de la actuación de Dios
(ver: 1Pe 1,12). Cuando Jesús predicaba, dijo a sus discípulos: “El
Hijo del hombre […] será entregado a los gentiles y será
escarnecido, insultado y escupido, y después de azotarlo lo matarán,
y al tercer día resucitará”; pero, como recalca el Evangelio,
“los discípulos […] no entendieron […] y no comprendieron lo
que les decía” (Lc 18,31-34).
Como
sucedía con los otros discípulos, el discípulo que Jesús amaba
tampoco entendía el asunto de la resurrección; pero, como veíamos
antes, ha asimilado la conducta misericordiosa y al llegar al
sepulcro es capaz de “inclinarse”, de reconocer la actuación de
Dios en la tumba vacía. Como señala el Evangelio, “hasta entonces
no había entendido […] que Jesús había de resucitar de entre los
muertos”; pero cuando “se inclina” reconoce la resurrección
del Señor, entonces “ve” que las promesas de Jesús se han
cumplido, y “cree” que Jesús es el salvador definitivo. La
vivencia de la misericordia orienta al discípulo hacia la
contemplación de la resurrección del Señor.
El
discípulo que Jesús amaba constituye la metáfora del ‘discípulo
ideal’, el que ha llegado a la plena intimidad con el Señor en el
Reino de Dios; mientras la figura de María Magdalena y la
personalidad de Pedro esconden la identidad de los ‘discípulos que
aún estamos en camino’ hacia el pleno encuentro con el Resucitado.
La actitud de María Magdalena se agota en la sorpresa y la actitud
de Pedro se acaba en la extrañeza, pero ninguno de los dos “se
inclina” ante la tumba vacía, presencia del Resucitado. Surge
ahora una pregunta; los cristianos que aún estamos en camino, ¿cómo
podemos ‘inclinarnos’ ante la presencia de Jesús resucitado? El
Evangelio sentencia que la vivencia de la misericordia es el tormo
donde Jesús forja nuestra vida para que podamos encontrarnos
plenamente con él y ser, en medio del mundo, testigos de la ternura
de Dios.
Sin
duda, podemos encontrarnos con el Resucitado en cualquier ámbito de
la vida, pero la sabiduría del Evangelio subraya dos ámbitos
privilegiados donde el encuentro con el Señor se conjuga con la
vivencia de la misericordia: la celebración de la Eucaristía,
explicada entre las líneas del relato de los Discípulos de Emaús,
y la opción por los pobres, recogida en la parábola del Buen
Samaritano. El tiempo pascual nos invita a “inclinarnos ante el
Señor resucitado”, especialmente presente en la celebración de la
Eucaristía y en el rostro de los pobres, mediante la vivencia
confiada de la misericordia; solo así nos convertiremos en testigos
de la misericordia de Dios en la sociedad humana.
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