lunes, 13 de octubre de 2014

MOISÉS Y CIRO


                                                                                    Francesc Ramis Darder


A principios del siglo XX, los arqueólogos desenterraron las tablillas concernientes a la Leyenda de Sargón I (ca. 2371-2316 a.C.), soberano del Imperio de Acad. Como sucedía en las cortes orientales, los escribas palaciegos envolvieron el origen del monarca en las telas del misterio. Al decir de la leyenda, Sargón era hijo de una sacerdotisa y un peregrino. Su madre no deseaba que la gente conociera el nacimiento de su hijo, por eso tejió una cesta donde puso la criatura. Después la depositó en las aguas del Eúfrates para que la llevaran hasta los dominios de Aqqi, jardinero real. Aqqi salvó al niño de la turbulencia de las aguas y lo adoptó como hijo. Con el auxilio de la diosa Istar, el niño creció hasta convertirse en Sargón I.

   La leyenda evoca el relato del nacimiento de Moisés. Su madre, Yoquébed, perteneciente a la tribu de Leví, estaba casada con Amrán, también de la tribu de Leví (Ex 2,1; 6,20). Los levitas conformaban la tribu sacerdotal de Israel, pero solo los varones ejercían el oficio cultual. Aunque Yoquébed no sea sacerdotisa, pertenecía a la tribu sacerdotal y estaba casada con un sacerdote, Amrán. En analogía con Yoquébed, también la madre de Sargón pertenecía al estamento clerical, pues era sacerdotisa.

    Ambas madres temían por sus hijos. La de Sargón no quería que nadie supiera de la criatura, mientras la de Moisés quería salvar a su hijo de las garras del faraón, que había prescrito la muerte de los niños hebreos (Ex 1,16). La sacerdotisa salvó a Sargón de la ignominia depositándolo en una cesta entre los juncos del Eúfrates, hasta que lo encontró Aqqi. Yoquébeb, la esposa de Amrán, salvó la vida de Moisés poniéndolo en una cesta a orillas del Río hasta que lo encontró la hija del faraón. Así como Aqqi adoptó a Sargón como hijo, la princesa adoptó a Moisés. Ambas criaturas poseyeron la mayor grandeza. Sargón alcanzó la cima del Imperio de Acad, mientras Moisés liberó a los israelitas esclavizados en Egipto y los condujo hacia la Tierra Prometida (Ex 2,1-10).

    Aunque ambos relatos presenten analogías, existe una diferencia. El objetivo de la Leyenda de Sargón estriba en magnificar la grandeza del monarca. Mientras el relato de Moisés sugiere la magnificencia de Yahvé; el Dios atento al penar de su pueblo que dirigió la vida de Moisés para encargarle la misión de liberar a la comunidad subyugada. Cuando los relatos de la Escritura encumbran a los personajes, lo hacen para resaltar la grandeza de Yahvé y su empeño por auxiliar al pueblo hebreo (1Sm 3,1-4,1).

    H. Rassum (1826-1910) descubrió en la biblioteca de Asurbanipal, en Nínive, el Cilindro de Ciro. El rey de Babilonia, Nabónido, cometió tropelías contra su pueblo y pretendió sustituir el culto del dios Marduk por el de Sin. Como señala el Cilindro, Marduk, atento a los desmanes, suscitó a Ciro, rey de Persia, para conquistar Babilonia, restaurar el culto legítimo e instaurar la prosperidad. El libro de Isaías recogió, entre otros temas, el mensaje del Cilindro (Is 41,1-5.25). Una porción de la comunidad hebrea sufría el exilio en Babilonia. Entonces Dios, atento a su penar, suscitó a Ciro para que conquistase Babilonia y liberase a Israel de las cadenas del destierro.


    Aunque haya un paralelismo entre el Cilindro y la Escritura, apreciamos diferencias. La Biblia no se contenta con realzar la figura de Ciro, también le corona como Mesías, el ungido de Dios para salvar al pueblo deportado. El Cilindro encamina la tarea de Ciro hacia el bienestar del pueblo, pero también hacia la entronización de Marduk. A modo de contrapunto, la Escritura enfatiza la misión de Ciro que, obediente a Yahvé, conquista Babilonia para liberar a la comunidad exiliada, pero sin pretender cambiar el culto babilónico por la religiosidad persa; pues Yahvé es el exclusivo señor de la Historia, no hay otro dios capaz de parangonarse con él (Is 45,1-8).                                                                  Apreciamos, de nuevo, como el empeño de la Escritura enfatiza la grandeza de Yahvé, siempre dispuesto a salvar a su pueblo.  

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