Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
El Señor
nunca nos abandona. Incluso cuando nuestra vida toma el rumbo del sinsentido,
Dios permanece fiel junto a nosotros, esperando el momento en que volvamos a su
regazo.
Jeremías
no fue un profeta triunfante. Nadie escuchó su mensaje. Al final de su vida,
tuvo que abandonar Jerusalén para emigrar a Egipto. Antaño, el Señor había
liberado a los israelitas de la esclavitud impuesta por el faraón (Ex 14-15);
ahora, Israel inmerso en su fracaso regresa a la tierra de sus lamentos.
¿Cómo
pudo Jeremías ser testigo de la fidelidad de Dios en tiempos de tiniebla? La
primera visión del profeta ofrece la respuesta mediante una bella metáfora (Jr
1,11-12). El profeta cumplió su misión porque supo que en todo momento el Señor
le protegía bajo la sombra de su ternura. Recreémonos en la visión.
Jeremías
ha escuchado la llamada de Dios, ha comprendido la dificultad de la misión y ha
sentido el escalofrío del miedo. Se preguntaría en su corazón ¿cómo cumpliré la
voluntad de Dios? Entonces, el Señor le ordena salir al campo. Supongamos que
estamos en invierno, cuando todos los árboles están sin hojas ni frutos
esperando la primavera. Entre aquellos árboles que duermen el sueño invernal,
Jeremías observa un árbol cuyas flores blancas velan el sueño de los otros
árboles.
Los
almendros florecen en invierno, y con sus flores abiertas parece que guardan a
los demás árboles hasta que despierten en primavera. No en vano la lengua
hebrea conoce al almendro como “el árbol que vela, el árbol que sabe escuchar”.
El Señor revela a Jeremías: ‘Yo soy un almendro. Te ha correspondido ser mi
profeta durante el invierno de la historia de mi pueblo. Yo te envío para que
recuerdes a los israelitas que estoy siempre a su lado. Pocos te escucharán;
pero, en el desánimo, recuerda que junto a ti está el Señor que como un
almendro vela por tu vida y la de su pueblo, hasta que llegue la primavera en
la que Israel florezca de nuevo”.
La
labor de Jeremías fue dura e incomprendida, pero a él nunca le faltó la certeza
de que Dios le acompañaba, y que como un almendro velaba por su vida durante el
invierno de la historia israelita.
La
existencia de Israel reposaba en la capacidad de escuchar la voz cálida y
exigente de Dios que habla desde el hondón del alma. Recordemos el gran
precepto dirigido por Dios a su pueblo: “Escucha, Israel, el Señor es
nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,4-9).
Israel
había perdido durante la época de Jeremías la capacidad de escuchar, la pasión
por amar y la actitud de guardar en el corazón las palabras de la vida. El
pueblo elegido comenzaba a atravesar el largo invierno de su historia.
En
este momento, Israel levantó los ojos y contempló Palestina. Era invierno, los
árboles no tenían flores e, igual que Israel, parecía que también habían
perdido el deseo de vivir. Pero desplegando la vista hacia la magnitud del
horizonte, Israel descubrió un árbol en flor. Un árbol que en el frío del
invierno era capaz de hacer germinar una flor blanca. Un árbol rodeado por la
grisalla del invierno que aún tenía fuerzas para alumbrar una flor. Con esta
flor abierta escuchaba a los otros árboles, sus hermanos, y les anunciaba que
aquel crudo invierno no duraría para siempre. La flor blanca y abierta pregonaba
la primavera por llegar y daba testimonio de que, al final, siempre triunfa la
vida.
Israel
sumido en el invierno de su historia quedó impresionado por árbol que velaba a
los otros y con su flor abierta los sabía escuchar. Y puso nombre a aquel árbol,
le llamó almendro, que en lengua hebrea significa “el árbol que vela” o “el
árbol que sabe escuchar”.
Mediante
la metáfora del almendro, Israel descubrió que “saber escuchar a Dios y al
prójimo” requiere silencio y paciencia pero, sobre todo, exige amar
apasionadamente la vida, amar profundamente el corazón de los otros, creer que
la humanidad será capaz algún día de hacer brotar sus flores en primavera y dar
los mejores frutos de su ternura.
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