Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
La liturgia cuaresmal ahonda en la senda de la conversión
para que podamos celebrar con gozo la resurrección del Señor durante el tiempo
pascual. A menudo, pensamos que el empeño por la conversión se agota en el
esfuerzo personal para mejorar nuestra conducta y perfeccionar el estilo de
nuestra vida. Sin duda, la conversión implica el esfuerzo personal por mejorar
nuestra manera de ser y el empeño por ayudar a quienes están a nuestro lado;
aún así, desde la perspectiva bíblica, la conversión adquiere una perspectiva
más profunda. Convertirse significa dejar que la misericordia de Dios empape
nuestra existencia hasta transformarnos en testigos del Evangelio en la
sociedad donde vivimos; pues, un cristiano está llamado a ser testigo de la
bondad de Dios en la sociedad de su tiempo. El relato de ‘la mujer adúltera’,
que hoy hemos proclamado, constituye un buen ejemplo para apreciar como la
misericordia de Jesús abre a una mujer rota la puerta de una vida según las
pautas del Evangelio.
La primera línea del Evangelio señala que Jesús se retiró
al monte de los Olivos; una colina situada frente a la explanada del templo de
Jerusalén. Como señala el Evangelio, antes de comenzar su tarea, Jesús solía
retirarse al monte de los Olivos para orar; por eso, antes de presentarse en el
templo para enseñar a la gente, pasó la noche en el monte. La actitud de Jesús
entraña una enseñanza significativa. Explicita que la oración no es un adorno o
un complemento de la vida cristiana, la plegaria es el alimento que nutre al
cristiano para que pueda ser testigo de Jesús en la sociedad humana; durante la
plegaria recibimos la misericordia de Dios para poder después compartirla con
el prójimo.
Mientras Jesús
enseñaba, los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en
adulterio. Atentos a la ley de Moisés, recuerdan a Jesús que la mujer debe
morir apedreada por los mismos que la han descubierto cometiendo adulterio
(ver: Dt 17,7; Ez 16,38-40). Conviene notar que los escribas y fariseos, tan decididos
para aplicar la ley sin misericordia contra una mujer, omiten presentarse a
Jesús con el varón adúltero, tan culpable como la mujer del adulterio cometido.
La fiereza de los poderosos, escribas y fariseos, se ceba contra la debilidad
de los débiles; no en vano, Jesús dirá de ellos: “¡Ay de vosotros, que sois
tumbas no señaladas, que la gente pisa sin saberlo!” (Lc 11,44). A modo de
contraluz, la misericordia de Jesús constituye el consuelo de los débiles, así
dirá: “Misericordia quiero y no sacrificios: que no he venido a llamar a justos
sino a pecadores” (Mt 9,13).
Los escribas y
fariseos querían ver como Jesús, el profeta de la misericordia, se veía
obligado a aplicar la dureza de la ley contra la mujer adúltera. Jesús no
responde enseguida; buscando un tiempo de reflexión, trazó unas líneas en el
suelo. Los fariseos conocían una ley escrita, la de Moisés, que mandaba
apedrear a la mujer; pero Jesús, escribiendo en el suelo, sugiere la redacción
de una nueva ley, la de la misericordia convertida en perdón. Como insistían en
preguntarle, Jesús se incorporó y les dijo: “El que esté libre de pecado que
tire la primera piedra”. Jesús no denuncia abiertamente la perversidad de
escribas y fariseos; sino que, como buen maestro, adopta una actitud más sagaz:
deja que la mala conciencia de los acusadores descubra la vileza de su
conducta. Los acusadores se conocían entre sí. Sin duda conocían la ignominia
de sus pecados, por eso, oída la invectiva de Jesús, comenzaron a retirarse,
comenzando por los más viejos; es decir, comienzan a retirarse por los que con
mayor hipocresía cubrían la vergüenza de su pecado.
Cuando Jesús quedó a solas con la mujer, pudo
dialogar con ella. Un aspecto decisivo de la práctica de la misericordia radica
en la capacidad de entablar el diálogo con el prójimo; pues, solo cuando
conocemos la necesidad del hermano podemos ayudarle con eficacia. Mientras la
lapidación de los fariseos quería acabar con la vida de la mujer, el diálogo
con Jesús la devuelve al cauce de la vida.
Cuando la mujer constató que los acusadores
habían desaparecido, sin condenarla, Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno.
Anda, y en adelante no peques más”. Conviene apreciar el significado de las
palabras del Señor. Jesús evita condenar a la mujer, pero después le dice:
“Anda, y no peques más”. La palabra “anda” no significa simplemente “vete” o
“márchate”, significa “recupera tu dignidad como persona humana”. Así pues, dialogando
con la mujer, Jesús ha derramado sobre ella la fuerza de su misericordia y le
ha devuelto la dignidad humana que la adversidad de la vida le había
arrebatado.
A
ejemplo de Jesús, la vivencia de la misericordia estriba en devolver a nuestro
prójimo la dignidad humana que quizá las contrariedades de la vida le arrebataron.
Una vez recuperada la dignidad, Jesús dice a la mujer: “en adelante, no peques
más”; expresado de manera positiva, le diría “a partir de ahora recorre la vida
haciendo el bien, viviendo la misericordia”. Todos nosotros hemos sido
perdonados; como dijo a la mujer, Jesús también nos dice: “recupera tu dignidad
humana y recorre la vida haciendo el bien”. En esta Eucaristía, pidamos al
Señor que nos convierta en testigos veraces de su misericordia en el seno de la
sociedad tan necesitada de solidaridad y de ternura.
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