martes, 8 de marzo de 2016

LA MUJER PERDONADA POR JESÚS

           
                                                          Francesc Ramis Darder
                                                          bibliayoriente.blogspot.com


La liturgia cuaresmal ahonda en la senda de la conversión para que podamos celebrar con gozo la resurrección del Señor durante el tiempo pascual. A menudo, pensamos que el empeño por la conversión se agota en el esfuerzo personal para mejorar nuestra conducta y perfeccionar el estilo de nuestra vida. Sin duda, la conversión implica el esfuerzo personal por mejorar nuestra manera de ser y el empeño por ayudar a quienes están a nuestro lado; aún así, desde la perspectiva bíblica, la conversión adquiere una perspectiva más profunda. Convertirse significa dejar que la misericordia de Dios empape nuestra existencia hasta transformarnos en testigos del Evangelio en la sociedad donde vivimos; pues, un cristiano está llamado a ser testigo de la bondad de Dios en la sociedad de su tiempo. El relato de ‘la mujer adúltera’, que hoy hemos proclamado, constituye un buen ejemplo para apreciar como la misericordia de Jesús abre a una mujer rota la puerta de una vida según las pautas del Evangelio.

  
La primera línea del Evangelio señala que Jesús se retiró al monte de los Olivos; una colina situada frente a la explanada del templo de Jerusalén. Como señala el Evangelio, antes de comenzar su tarea, Jesús solía retirarse al monte de los Olivos para orar; por eso, antes de presentarse en el templo para enseñar a la gente, pasó la noche en el monte. La actitud de Jesús entraña una enseñanza significativa. Explicita que la oración no es un adorno o un complemento de la vida cristiana, la plegaria es el alimento que nutre al cristiano para que pueda ser testigo de Jesús en la sociedad humana; durante la plegaria recibimos la misericordia de Dios para poder después compartirla con el prójimo.

    Mientras Jesús enseñaba, los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio. Atentos a la ley de Moisés, recuerdan a Jesús que la mujer debe morir apedreada por los mismos que la han descubierto cometiendo adulterio (ver: Dt 17,7; Ez 16,38-40). Conviene notar que los escribas y fariseos, tan decididos para aplicar la ley sin misericordia contra una mujer, omiten presentarse a Jesús con el varón adúltero, tan culpable como la mujer del adulterio cometido. La fiereza de los poderosos, escribas y fariseos, se ceba contra la debilidad de los débiles; no en vano, Jesús dirá de ellos: “¡Ay de vosotros, que sois tumbas no señaladas, que la gente pisa sin saberlo!” (Lc 11,44). A modo de contraluz, la misericordia de Jesús constituye el consuelo de los débiles, así dirá: “Misericordia quiero y no sacrificios: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mt 9,13).

    Los escribas y fariseos querían ver como Jesús, el profeta de la misericordia, se veía obligado a aplicar la dureza de la ley contra la mujer adúltera. Jesús no responde enseguida; buscando un tiempo de reflexión, trazó unas líneas en el suelo. Los fariseos conocían una ley escrita, la de Moisés, que mandaba apedrear a la mujer; pero Jesús, escribiendo en el suelo, sugiere la redacción de una nueva ley, la de la misericordia convertida en perdón. Como insistían en preguntarle, Jesús se incorporó y les dijo: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Jesús no denuncia abiertamente la perversidad de escribas y fariseos; sino que, como buen maestro, adopta una actitud más sagaz: deja que la mala conciencia de los acusadores descubra la vileza de su conducta. Los acusadores se conocían entre sí. Sin duda conocían la ignominia de sus pecados, por eso, oída la invectiva de Jesús, comenzaron a retirarse, comenzando por los más viejos; es decir, comienzan a retirarse por los que con mayor hipocresía cubrían la vergüenza de su pecado.

    Cuando Jesús quedó a solas con la mujer, pudo dialogar con ella. Un aspecto decisivo de la práctica de la misericordia radica en la capacidad de entablar el diálogo con el prójimo; pues, solo cuando conocemos la necesidad del hermano podemos ayudarle con eficacia. Mientras la lapidación de los fariseos quería acabar con la vida de la mujer, el diálogo con Jesús la devuelve al cauce de la vida.

    Cuando la mujer constató que los acusadores habían desaparecido, sin condenarla, Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.    Conviene apreciar el significado de las palabras del Señor. Jesús evita condenar a la mujer, pero después le dice: “Anda, y no peques más”. La palabra “anda” no significa simplemente “vete” o “márchate”, significa “recupera tu dignidad como persona humana”. Así pues, dialogando con la mujer, Jesús ha derramado sobre ella la fuerza de su misericordia y le ha devuelto la dignidad humana que la adversidad de la vida le había arrebatado.

    A ejemplo de Jesús, la vivencia de la misericordia estriba en devolver a nuestro prójimo la dignidad humana que quizá las contrariedades de la vida le arrebataron. Una vez recuperada la dignidad, Jesús dice a la mujer: “en adelante, no peques más”; expresado de manera positiva, le diría “a partir de ahora recorre la vida haciendo el bien, viviendo la misericordia”. Todos nosotros hemos sido perdonados; como dijo a la mujer, Jesús también nos dice: “recupera tu dignidad humana y recorre la vida haciendo el bien”. En esta Eucaristía, pidamos al Señor que nos convierta en testigos veraces de su misericordia en el seno de la sociedad tan necesitada de solidaridad y de ternura.


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