Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
A lo largo de los
apartados anteriores, hemos apreciado el desarrollo de la cultura mesopotámica
hasta los albores de la civilización sumeria. Ahora apuntaremos como la
Escritura también esboza la evolución de la sociedad, y recoge aspectos culturales
anclados en la tradición mesopotámica; centrados en la “Historia de los
Orígenes (Gn 1-11), analizaremos el relato de “Caín y Abel” (Gn 4,1-26). Aunque
la narración recoja tradiciones antiguas, adquirió el aspecto final en
Jerusalén en una etapa tardía (ca. siglos V-IV a.C.). El relato de “Caín y
Abel” no constituye la interpretación bíblica de la evolución cultural que
desembocó en la civilización sumeria; pues quienes vivían en Jerusalén cuando
nació el relato desconocían el proceso histórico establecido por los
arqueólogos durante los siglos XIX y XX. No obstante, desde la perspectiva del
sentido común y la apreciación histórica de la antigüedad señala, entre otros
temas, el proceso evolutivo de la sociedad humana. Comienza con la mención de agricultores
(Caín) y ganaderos (Abel), después señala el origen de las ciudades (Enoc) y la
presencia de los pastores que merodeaban en su entorno (Yabel), a continuación
sugiere el desarrollo cultural de las urbes (Yubal), para terminar refiriendo
el evolución técnica que culmina en la forja del bronce y el hierro
(Tubalcaín). El episodio de “Caín y Abel” ha sido objeto de innumerables
estudios; por eso solo indicaremos el aspecto de la evolución social que
percibe la Escritura, y el papel que juega Dios, según la perspectiva bíblica,
en el devenir humano.
Como atestigua la Escritura, una vez fuera
del Edén y establecido al oriente del jardín (Gn 2,24), Adán se unió a su mujer, Eva, que le dio un hijo, Caín (Gn 4,1).
Los estudiosos han conferido al apelativo “Caín” distintos sentidos. Su relación
con la figura de Tubalcaín, forjador de herramientas de bronce y de hierro (Gn
4,22), parece indicar que significa “forjador”. Con más certeza, puede relacionarse
con la raíz hebrea “adquirir”; así, indicaría al “que adquiere”, afinado la
cuestión “el que adquiere el suelo”, es decir, el agricultor, pues “Caín era
agricultor” (Gn 4,2). Apelando a su conducta moral, asesino de Abel (Gn 4,8),
la tradición entendió el nombre como “el envidioso”; es decir, el envidioso de
Abel, su hermano. El Tárgum de Jonatan, obra insigne de la tradición judía,
ahonda en la perversidad de Caín. La Escritura sentencia: “Adán se unió a su
mujer, Eva; ella concibió y dio a luz a Caín” (Gn 4,1); pero el Tárgum
entiende: “Cuando Adán conoció a su mujer, Eva, llevaba ya en su seno un hijo
de Sammael”. Al decir de la tradición, Sammael era el ángel venenoso, capaz de
transmutarte en serpiente; desde esta óptica, sugiere el Tárgum, Caín, el hijo
que porta Eva en el seno, es hijo del ángel camuflado tras la serpiente del
paraíso; como hijo de Sammael, la vileza de Caín no puede ser mayor. Entre las
etimologías propuestas, la más obvia es la que apunta “al que adquiere el
suelo”, o sea, el agricultor. Establecida la identidad de Caín, el relato
apunta hacia Abel: “después Eva tuvo a Abel, hermano de Caín. Abel se hizo
pastor” (Gn 4,2). El apelativo “Abel” significa literalmente “soplo”, y con más
carga poética, “aquel que es menos que nada”; nombre, como veremos, de gran
hondura teológica.
Desde la perspectiva sociológica, el relato
ha expuesto bajo la metáfora de Caín y Abel el origen de agricultores y
ganaderos. Acto seguido, la narración amparada en el asesinato de Abel por mano
de Caín dibuja el pertinaz conflicto entre agricultores, “poseedores de tierras
de cultivo”, y los pastores, dedicados a la trashumancia, que tantas veces ensangrentó
la historia mesopotámica. Tras matar a su hermano, Caín huye al país de Nod, un
país de carácter simbólico, situado al este del Edén (Gn 4,16). Apurando la
metáfora, el apelativo “Nod” significa: “el país donde habita quien deambula
errante por el mundo”. Afinando la cuestión, la ubicación en el “este”, el
horizonte donde emerge la primera luz del día, permitiría interpretarlo, desde
la óptica poética, como “el país de la esperanza” o “el país donde esperan un
nuevo comienzo quienes van errantes por el mundo”. Como hemos descrito en
anteriores apartados, varios pueblos incógnitos, tras deambular por las
fronteras orientales, penetraron en Mesopotamia, la tierra de la esperanza, feraz
por sus ríos, donde forjaron con esfuerzo culturas propias. Cuando Caín alcanzó
el país de Nod, prosigue el relato, se unió a su mujer, la cual concibió y dio
a luz a Enoc (Gn 4,17). Notemos una cuestión relevante: además del Edén, la
Escritura concibe la existencia de otros territorios habitados por el hombre.
La constatación corrobora la teología expuesta en la “Descripción del Edén” (Gn
2,7-14). Como dijimos, la Descripción esboza el proyecto salvador de Dios para
la humanidad entera; desde esta perspectiva, la población que vive fuera del
Edén aparece ya insinuada por la mención de los cuatro ríos que portan el agua,
alegoría de la ley, por todo en mundo entonces conocido.
La decisión de fundar una familia certifica
el asentamiento de Caín en tierra de Nod. El antropónimo “Enoc” significa “el
que da comienzo”; puliendo la cuestión: “el que da comienzo a una cultura
nueva”. Establecido en el país, Caín edificó una ciudad a la que dio el nombre
de su hijo, Enoc. Como hemos señalado, las sucesivas culturas que fueron
instalándose en Mesopotamia amalgamándose con la población autóctona, aludida por
la esposa de Caín originaria del país de Nod, engendraron ciudades que dieron
inicio a nuevas culturas. Desde este prisma, la Escritura asimila la evolución
cultural del ser humano, pues muestra como el hombre, asociado en comunidades
dispersas, va reuniéndose en ciudades. Una vez afincado en la ciudad, Enoc
engendró descendencia: Irad, Meviael, Matusael, Lámec. El cuarto descendiente,
Lámec tuvo dos mujeres: Adá y Selá. La unión entre Lámec y Adá engendró a
Yabel, el antepasado de los pastores nómadas; su hermano Yubal, fue el ancestro
de quienes tocan la cítara y la flauta. El matrimonio con Selá contempló el nacimiento
de Tubalcaín, el forjador de herramientas de bronce y hierro, y de su hermana
Noemá (Gn 4,17-22). Apreciamos así el calado social de las ciudades,
caracterizadas por la presencia de artistas (Yubal), talleres metalúrgicos (Tubalcaín),
y visitada por pastores nómadas (Yabel), a veces enfrentados con la urbe.
Al
observar la genealogía desde Adán hasta Lámec, detectamos la sucesión de siete personajes;
el número “siete” constituye el símbolo de la plenitud, por eso la ciudad que alcanza
el apogeo durante la séptima generación
(Lámec) conforma el vértice de la civilización humana. Algunos nombres de la
genealogía destilan el aura de la teología babilónica: Maviael y Matusael
aluden “al hombre de los infiernos”, eco de las deidades mesopotámicas que
habitaban el mundo subterráneo; mientras Lámec rememora el término “lunga”,
título de Ea, diosa babilónica tutelar del canto y la música. El nombre de los
hijos de Lámec, Yabel y Yubal, tiene su origen en la raíz hebrea que significa
“conducir, orientar”, en sentido poético “enseñar”. De ahí que Yabel aluda “al
que enseñó el oficio a los pastores nómadas”, y Yubal sugiera “al que enseñó el
arte de la música”. Al parecer, el apelativo “Tubal” procede de la misma raíz
“conducir”, mientras el término “Caín”, como hemos comentado, apunta al “que
adquiere”; anudando ambos sentidos con la explicación de la Escritura, aludiría
“al que adquiere y enseña el arte de la foreja”. Lámec también tiene una hija,
Noemá; nombre emparentado con “Noemí” (Rt 1,2), que denota, entre otras
posibilidades, a “quien es capaz de dar seguridad”, o “a quien ofrece consuelo”.[1] La
intelección poética de “Noemá” y su posición al final del texto que describe la
evolución social podría indicar, quizá, la “seguridad” o el “consuelo” que las
ciudades ofrecían a al ser humano, tan avezado a los conflictos tribales. No
obstante, la seguridad que podría ofrecer la ciudad contrasta con el alma
vengativa de Lámec: “Si a Caín se le venga siete veces, a Lámec, setenta y
siete” (Gn 4,24). La contraposición del término Noemá con la actitud de Lámec
apunta, desde el vértice simbólico, al aspecto que adquirió la ciudad; por una
parte, hogar de la civilización (Noemá), y, por otra, crisol de conflictos
políticos por el control de la urbe (Lámec). A tenor de lo expuesto, el autor
bíblico consideró la tradición mesopotámica y aplicó el sentido histórico,
propio de la antigüedad, para componer un relato que esbozara, entre otros
temas, la evolución social que alcanza el cenit con las ciudades. Ahora bien, el
autor no se limitó a dibujar la evolución social, sino que delineándola
explicitó también la identidad profunda del Dios de Israel. Veámoslo.
Como señala el relato, Caín, después de
matar a su hermano, obtuvo descendencia y fundó una ciudad, Enoc. Desde la
perspectiva social, Caín aparece como el triunfador, “el forjador”, el fundador
de la urbe, mientras Abel encarna a la víctima, el que “es menos que nada” y
muere sin descendencia. La mitología antigua encomiaba al vencedor. Así lo
establece, por ejemplo, la historia de Rómulo y Remo; después del sacrifico de
su hermano Remo, Rómulo, auspiciado por los dioses, fundó la ciudad de Roma. A
modo de contrapunto, el relato bíblico no emplaza al Señor junto al triunfador
a cualquier precio, Caín, sino que sitúa a Dios junto a la víctima, Abel. El
Dios de Israel está siempre al lado de la víctima, del pequeño, del pobre; esta
metáfora tapiza la Escritura. Abrahán tuvo un hijo con Agar, Ismael, el mayor,
y otro con Sara, Isaac, el menor; pero la alianza prosiguió con Isaac: “Dice
el Señor: En cuanto a Ismael […] lo bendigo […] pero mi alianza la
estableceré con Isaac” (Gn 1720-21). Isaac tuvo dos hijos, el mayor Esaú, y el
menor Jacob; aun así, el pacto divino recayó sobre el menor: “La tierra que yo
di a Abrahán y a Isaac, te la doy a ti (Jacob)” (Gn 35,12). Contra la
costumbre antigua que privilegia al mayor, la Escritura enfoca la preferencia
divina hacia el menor. Algo idéntico ocurre con la elección de David, el
monarca emblemático. Cuando Samuel, enviado por Dios, se presentó en casa de
Jesé para ungir al rey de Judá, creyó que había encontrado al candidato en la
persona de Eliab, el hijo mayor de Jesé; entonces le dijo el Señor: “Yo lo he
descartado. La mirada de Dios no es como la del hombre: el hombre ve las
apariencias, pero el Señor escruta el corazón” (1Sm 16,7). Aconsejado por Dios,
Samuel preguntó a Jesé por el hijo más pequeño, David; entonces Dios le dijo:
“Levántate y úngelo (a David), porque es este (el rey)"
(1Sm 16,12). Quizá lo más sorprendente, sea el discurso que Moisés, en nombre
de Dios, dirige a los israelitas: “El Señor se fijó en vosotros y os eligió, no
porque fuerais más numerosos que los demás pueblos, pues sois el más pequeño de
todos, sino por el amor que os tiene” (Dt 7,7-8). Como apreciamos, pues, el
Dios de la Escritura está con las víctimas, Abel, con el menor, Isaac y Jacob,
con el pequeño, David, y con la comunidad más sencilla, Israel.
El Dios de Israel no se conforma con estar
junto a la víctima, siente el ultraje contra ellas como violencia ejercida
contra él mismo. Cuando Caín hubo matado a Abel, Dios le dijo: “La sangre de tu
hermano me grita a mí desde la tierra” (Gn 4,10). La locución “me grita a mí”, traducida
literalmente, señala el sufrimiento de Dios por el penar de la víctima. La
espiritualidad bíblica constata el dolor de Dios ante el sufrimiento de los
oprimidos, “Tú (Señor) ves la pena y la aflicción y la tomas en tus
manos” (Sl 10,14), y la vez que advierte contra la injusticia: “No despojes al
pobre […] ni oprimas al desvalido” (Pr 22,22).
El Señor está con la víctima, Abel, pero no
abandona al asesino, Caín, pues “Dios no desea la muerte del pecador, sino que
se convierta y viva” (Ez 18,32).
Asustado por las consecuencias del crimen, Caín suplicó el auxilio divino. Entonces
el Señor “puso una marca en Caín, para que no lo matara quien lo encontrase”
(Gn 4,15); después, como hemos dicho, Caín se fue al país de Nod, para comenzar
una nueva vida. La marca indica la entereza con que Dios protegerá a Caín en la
vida nueva que inicia. La protección es tan cierta que la tradición hebrea,
anclada en el Tárgum, alcanza el hondón de la interpretación: “El Señor plasmó
en el rostro de Caín una letra del nombre divino”. Como sabemos, el nombre divino
será revelada a Moisés, durante el prodigio de la zarza: “Yo soy el que soy.
Explícaselo así a los israelitas: Yo soy me envía a vosotros” (Ex 3,14). Según
la tradición bíblica, la protección divina sobre Caín se perpetuó sobre su
descendencia. La Escritura certifica que Caleb, el quenita, alegoría del cainita
descendiente de Caín, era “adorador del Señor” (Nm 32,12); igualmente, Otoniel,
su hermano (Jc 1,5), experimentó como “el espíritu del Señor” se posaba en él
(Jc 3,10); ambos hermanos participaron en la conquista de la tierra prometida
(Jc 1,12-13; 3,7-11). Cuando el texto establece que Caleb y Otoniel, de estirpe
quenita, eran servidores del Señor, atestigua, desde el prisma simbólico, que
la protección divina sobre Caín, ancestro simbólico de los quenitas, se
perpetuó sobre su descendencia. Tampoco abandonó el Señor a Adán y Eva que,
tras la muerte de Abel y la partida de Caín, habían quedado solos; permitió que
engendraran un hijo, Set. El cariz poético invita a interpretar el nombre como
“aquel con quien de nuevo comienza la historia”, pues de Set nacerá Enós,
ancestro de Abrán.
En síntesis, el autor bíblico ha plasmado,
desde el sentido común y la perspectiva antigua, la evolución de la sociedad;
pero, plasmándola, ha subrayado como el Dios de Israel está siempre del lado de
las víctimas y protege siempre al ser humano.
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