Francesc Ramis Darder
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Terminado el tiempo de Pascua y las solemnidades
de la Trinidad y el Corpus, nos hemos adentrado en el tiempo que la Iglesia llama
el “tiempo ordinario”, un tiempo que se prolongará hasta que volvamos a empezar
el Adviento.
El tiempo ordinario es el tiempo más habitual del ciclo litúrgico y
se caracteriza, entre otras cuestiones, por los ornamentos verdes que los presbíteros
vestimos en la Eucaristía. El tiempo ordinario tiene una espiritualidad propia.
Nos invita a vivir en la vida ordinaria y habitual de cada día la presencia de
Cristo resucitado que con tanta fuerza hemos celebrado durante la Pascua y las
solemnidades. Durante el tiempo ordinario habrá siempre la invitación a poner
en práctica nuestra fe, a vivir la misericordia con la sencillez y la cotidianidad
de cada día.
Un
ejemplo de espiritualidad del tiempo ordinario aparece en la figura del profeta
Jeremías, en la primera lectura que hoy hemos proclamado. Jeremías predicó en
Jerusalén en la segunda mitad del siglo VI aC. Un día, cuando Jeremías era casi
adolescente, el Señor lo llamó para convertirlo en profeta. La escena sucedió una
mañana de invierno. Dios dijo a Jeremías; “Sal de tu casa y explícame lo que
ves.” Jeremías salió y contempló el campo de su pueblo natal; vio el campo en tiempo
de invierno; muchas higueras, y aquí y allá algunos almendros.
Como sabemos,
durante el invierno la higuera es un árbol gris, sin hojas ni frutos, un árbol
que parece que esté dormido; pero como también hemos contemplado, el almendro en
invierno es el primer árbol que florece, parece que con su flor vela el sueño
de las higueras que en invierno parece que duermen; por ello, en lengua hebrea,
el almendro se llama “el árbol que vela”, o “el árbol que cuida de los demás
árboles”.
Contemplada la escena, Jeremías dijo al Señor, he visto un campo de higueras,
y aquí y allá almendros en flor, un paisaje de invierno. El Señor explicó la escena
a su elegido. Dijo a Jeremías, mira, te mando a predicar a Jerusalén. Allí encontrarás
un pueblo incapaz de escuchar, son como las higueras en tiempo de invierno, parecen
dormidos, están cerrados a la Palabra de Dios y cautivos de la superficialidad.
Sorprendido de la propuesta divina, Jeremías dijo al Señor; me mandas a
predicar a un lugar difícil, un lugar donde la gente está dormida y no puede
escuchar; y aún exclamó Jeremías: Señor, ¿y tú dónde estarás cuando yo predique
a un pueblo que no puede escuchar porque está dormido para los valores de la
trascendencia?
Y el Señor respondió, yo seré tu almendro, yo velaré por ti y te
protegeré mientras prediques mi Palabra a un pueblo que duerme. Y Jeremías se lanzó
a vivir la propuesta; conocedor de que Dios era el almendro que le guardaba, vivió
y predicó la Palabra de Dios en una época en que la gente estaba dormida, cerrada
a la trascendencia.
Tal
vez, cuando Jeremías recibió la propuesta de ser profeta, pensó que tendría que
hacer cosas espectaculares, acaso dividir las aguas del mar o subir al Sinaí,
como había hecho Moisés. Pero Dios le pidió la espiritualidad del tiempo
ordinario; sabiéndose protegido por el Señor, el almendro que le guardaba, poner
amor y fidelidad en las cosas de cada día, a fin de dar testimonio ante la gente
de que, dormida como las higueras, no podía escuchar la profundidad de la Palabra.
La espiritualidad del tiempo ordinario no es una espiritualidad simple,
implica, como toda la espiritualidad cristiana, la búsqueda de la santidad en los
quehaceres de la vida cotidiana.
Como dice el libro de las Antigüedades
Bíblicas, Dios no necesita grandes multitudes para erigir su Reino,
necesita la fidelidad de algunas personas que busquen la santidad en la vida cotidiana.
En esta Eucaristía, demos gracias a Dios que protege nuestra vida, y pidámosle
la fuerza para dar testimonio de la fe en un mundo que, aunque parezca dormido
a la trascendencia, anhela, sin saberlo, la ternura del Reino de Dios.
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