Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
La sección comienza con el
“Epígrafe” para señalar cuatro cuestiones (1,1-4). En primer lugar, adscribe a
Jeremías el contenido del mensaje profético, pues la profecía comienza
mencionando las “palabras de Jeremías” (1,1), mientras la penúltima sección
concluye cerrándolas: “hasta aquí las palabras de Jeremías” (51,64). En segundo
término, recalca que la predicación no procede de la iniciativa de Jeremías,
sino de la determinación de Dios que le constituye como profeta; por eso, el
calado de las “palabras de Jeremías” debe interpretarse desde “la palabra del
Señor que vino sobre él (Jeremías)”; Jeremías es el profeta elegido por Dios
para proclamar el mensaje divino en la sociedad de su tiempo.
En tercer lugar,
el “Epígrafe” adscribe la ascendencia de Jeremías, “hijo de Jilcias, uno de los
sacerdotes de Anatot”. Así recuerda el oprobio de sus ancestros desterrados a
Anatot; Jeremías está forjado desde sus orígenes en el sufrimiento, de ahí su
confianza en Dios y su solidaridad con quienes padecen. En cuarto lugar, sitúa
el misión de Jeremías en el entramado histórico: “el año decimotercero de su
reinado (de Josías) […] hasta la deportación de Jerusalén en el quinto mes”; y
en el ámbito geográfico: Anatot y Judá. Más adelante, e libro también señalará
su relación con los deportados (c. 29) y su penar en Egipto (40,1-45,5); en
definitiva, las palabras de Jeremías plasman la voluntad divina en una época adversa
de la historia de Judá.
A continuación, figura el relato de la
“vocación de Jeremías” (1,4-19). Aunque el profeta narre el suceso, la triple
rúbrica, “oráculo del Señor” (1,8.15.19), subraya la iniciativa divina en la
vocación. El episodio se enmarca en el diálogo entre Dios y el profeta,
acompañado de dos visones que sugieren la misión de Jeremías; la presencia de
prosa y poesía preludia la textura poética y narrativa del libro. Cuando el
Señor elige a Jeremías antes de que se formara en el seno materno, subraya que la
vocación brota de la iniciativa divina; y cuando lo consagra y constituye
profeta de las naciones, establece que su ministerio trascenderá el ámbito
judío para llegar al mundo pagano. Al escuchar la llamada, el profeta tiembla;
como Moisés, no sabe hablar, y como Samuel, es un niño (Éx 4,10; 1Sam 3,19).
Sin duda, las fuerzas humanas son insuficientes para coronar el proyecto
divino; por eso el Señor sentencia: “yo estoy contigo para librarte”; el
auxilio divino sostendrá al profeta, por eso irá donde el Señor le envíe para
proclamar la palabra (1,2).
Después, el Señor extiende su mano,
alegoría de su poder, para tocar la boca del profeta y poner sus palabras en su
boca; pues los profetas son la “boca de Dios” entre su pueblo (ver Is 40,5). El
don de la palabra expresa la autoridad que Dios le concede sobre pueblos y
naciones para “arrancar y arrasar […] reedificar y plantar”; por eso Jeremías
arremeterá, en nombre de Dios, contra la idolatría para arrancarla con
intención de plantar la justicia. La tarea será ardua; por esa razón el Señor,
valiéndose de la visión del almendro, promete su auxilio. El término “almendro”
significa en hebreo “el árbol que vela”; durante el invierno, los árboles sin
flores ni frutos parece que duermen, pero el almendro, con sus flores abiertas,
vela el sueño de los otros árboles. Jeremías hablará al pueblo anclado en el
invierno de la fe, carente de justicia como los árboles sin frutos. Aterido en
el invierno de la idolatría, el pueblo desdeñará al profeta, pero no lo
abatirán porque el Señor, metáfora del almendro, velará por Jeremías.
A continuación, Dios muestra al profeta la
olla hirviendo que se derrama desde el norte; la metáfora augura la fiereza babilónica
contra Judá. El profeta debe prepararse ante el envite, “ceñir sus lomos”, para
soportar la adversidad cuando proclame que el ataque es el castigo divino
contra la malandanza del pueblo (c. 29). El Señor ha elegido y consagrado al
profeta, pero se nuestra exigente: Jeremías, protegido por Dios, no debe temer,
pero si sucumbiera y dejara de predicar, el Señor arremetería contra él. Cuando
el Señor le convierte en plaza fuerte, columna de hierro y muralla de bronce,
le hace testigo de su voluntad entre reyes, príncipes, sacerdotes y pueblo,
ajenos a Dios y adeptos de los ídolos. Aunque el Señor augura un ministerio
difícil, asegura la victoria del profeta: “no te podrán porque yo estoy contigo
para librarte” (1,19; Gén 39,3).
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