domingo, 2 de octubre de 2016

EL REGRESO DEL EXILIO EN BABILONIA


                                                        Francesc Ramis Darder
                                                       bibliayoriente@gmail.com



Como señala la Escritura, Sesbassar, príncipe de Judá (Esd 1,8.11), encabezó el primer retorno. El nombre “Sesbassar” es de origen babilónico y delata el grado de asimilación social que alcanzaron los deportados; debieron ser pocos los que regresaron con Sesbassar, pues muchos habían prosperado y se habían asentado en Babilonia. Sesbassar recibió el título de gobernador (pehaj) (Esd 5,14). Las competencias del cargo son inciertas; lo más probable es que recibiera el encargo de dirigir el regreso y remozar el templo; pues, como sucedía con los templos antiguos, el santuario no sólo detentaba un papel cultual, sino también financiero.

    Ahora bien, los judaítas que no habían marchado al exilio, el Pueblo de la tierra, se tenían por auténticos propietarios de los campos (Ez 33,24); por esa razón debieron mostrarse reticentes ante los recién llegados, quienes, con toda probabilidad, pretenderían recobrar las propiedades que Nabuzardán había arrebatado a sus antepasados para repartirlas entre los más pobres del país (2Re 25,8-12; Neh 5,1-13). Los resultados alcanzados por Sesbassar fueron escasos, según Esd 5,16 sólo pudo poner los cimientos del nuevo Templo; el silencio de la Escritura sugiere su pronta desaparición.

Los avatares políticos posteriores a la muerte de Cambises y a la ascensión de Darío I posibilitaron el regreso del otro contingente de exiliados (522-520 a.C.), encabezados por Zorobabel y Josué (Esd 2-6). La autoridad persa confirió a Zorobabel el título de gobernador de Judá (Ag 1,1.14; 2,2.21). Zorobabel aparece como hijo de Sealtiel (Esd 3,2; 5,2); según 1Cr 3,17 Sealtiel es el hijo mayor de Jeconías, el rey de Judá deportado a Babilonia (2Re 24,15). Como señala la Escritura, la figura de Josué entronca con el linaje sacerdotal de Sadoc (1 Cr 5,27-41); Josué, hijo de Josadac, es hijo de Josadac, el sacerdote que marchó al exilio (1Cr 5,41). Así pues, cabe suponer que en el ánimo de quienes volvían anidara el deseo de recuperar, bajo el cetro de Zorobabel y la tiara de Josué, la identidad nacional perdida tras la conquista babilónica.

    La profecía de Ageo y de Zacarías señala la esperanza en la restauración de la dinastía davídica. La visión de Zacarías (Zac 4,1-6ª.10-14) presenta a Josué y Zorobabel como personajes ungidos. Josué ejerce la función sacerdotal, mientras Zorobabel es el príncipe. Los oráculos dirigidos a Zorobabel (Zac 4,6b-10ª), exponentes de la ideología real, encomiendan al príncipe, como primera función, la reedificación del Templo. La profecía de Ageo muestra cómo Yahvé se dirige a Zorobabel bajo los apelativos de “mi servidor” y “mi elegido”. Zorobabel se convierte en “el sello y el anillo de Yahvé”, el representante de Dios en medio de su pueblo (Ag 2,20-23). La predicación de Ageo y la voz de Zacarías percibían en la figura de Zorobabel al heredero legítimo de David, llamado a restaurar la identidad nacional bajo la corona de los dávidas.

    No obstante y como señala la Escritura, la presencia de Zorobabel se extingue. La razón permanece oscura, pero podemos intuir dos motivos. Por una parte, quizá los persas pudieran ver con malos ojos el renacimiento de la dinastía davídica y prefirieran una región más armonizada con la estructura del imperio, por esa razón podrían haber decidido desembarazarse de Zorobabel. Por otra, pudiera haber ocurrido una confrontación entre quienes habían permanecido en Judá durante el exilio, el Pueblo de la tierra, y los que habían regresado del destierro. Al filo de la confrontación quizá habría estallado un conflicto en el cual habría muerto Zorobabel, así se habría extinguido por sí misma la esperanza de la restauración dinástica. Sea lo que fuere, quienes volvieron del exilio tuvieron que renunciar a la restauración dinástica y comenzaron a volcar sus esperanzas en la figura del sacerdote Josué (Zac 4,8-10; 6,11-14). A pesar de que los persas reconocieran la solvencia del sacerdocio, rigieron los destinos de la región mediante la autoridad de los gobernadores, la prestancia de Josué y sus sucesores se circunscribió al culto del templo, mientras el destino de la región reposaban en la decisión de autoridad persa.

Quienes volvieron del exilio centraron su esperanza en la consagración y reedificación del Santuario; tarea que culminó en el año 515 a.C., cuando el Templo fue dedicado con gran solemnidad (Esd 6,13-18). El trono de David no fue restablecido; los gobernadores persas regían el destino de Yehud, mientras el sacerdote Josué y sus sucesores orientaban la conducta religiosa de la comunidad (cf. Neh 5,14). Las dificultades de quienes volvieron del exilio aumentaban mientras se multiplicaban los conflictos con las regiones vecinas. Los funcionarios de la administración de Samaría denunciaron ante la autoridad persa la reedificación de las murallas de Jerusalén, pues la fortificación de la Ciudad Santa y la centralidad del Templo mermaban la prestancia de Samaría. La revuelta del sátrapa de Transeufratina, Megabyzus, a mediados del siglo V a.C., mermó la seguridad del Imperio persa en la zona occidental; seguramente por eso y por la protesta de los samaritanos, los persas ordenaron detener la reconstrucción de las murallas de Sión. Como veremos en el capítulo VII, la situación incierta de Yehud induce a pensar que la autoridad aqueménida decidiera enviar a Esdras y Nehemías para inspeccionar la región (ca. 458-398 a.C.).
 
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    El escaso éxito de Sesbassar, la turbulencia política entre la muerte de Cambises y la ascensión de Darío I, la animadversión de quienes no fueron al exilio contra los recién llegados y la desaparición de Zorobabel, dificultaron la instalación de quienes volvían del destierro; con el tiempo, el asentamiento se configuró entorno al Templo, regido por Josué y encomiado por la predicación de Ageo y Zacarías.



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