Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
El domingo pasado, fiesta del Bautismo del Señor,
terminaba el tiempo de Navidad. En Navidad, hemos celebrado que el Hijo de Dios
se ha hecho hombre en Jesús de Nazaret y ha habitado entre nosotros. En la
noche de Navidad contemplábamos cómo el Dios hecho hombre se revelaba a los
pastores, metáfora de los pobres, que lo adoraron en el pesebre de Belén. En el
día de Epifanía, veíamos que el Dios encarnado se manifestaba a todos los pueblos,
simbolizados por los sabios de Oriente. En el domingo del Bautismo del Señor veíamos
cómo el Dios hecho hombre se revelaba a los pecadores, representados por los hebreos
que acudían a recibir el bautismo de Juan. El tiempo litúrgico de Navidad conlleva
un encuentro profundo con el Señor; el gozo festivo aparecía en la liturgia con
el color blanco de los ornamentos.
Acabado
el tiempo de Navidad, la Iglesia inicia el tiempo litúrgico llamado ordinario;
como podemos observar, la decoración del templo es más sencilla, y los ornamentos
no son blancos, sino verdes. Este tiempo durará hasta el inicio de la Cuaresma.
La espiritualidad del tiempo ordinario nos impulsa a poner en práctica el Evangelio
en las situaciones sencillas de la vida cotidiana, a la vez que nos invita a
ser misioneros de la Buena Nueva de Jesús, que con alegría hemos celebrado en
Navidad.
El evangelio
que hemos proclamado presenta a Juan Bautista como un buen ejemplo del misionero
del tiempo ordinario. Juan se encontró con Jesús cuando lo bautizó en el Jordán;
pero el día siguiente tuvo el coraje misionero de anunciarlo a dos de sus discípulos.
Cuando Jesús pasaba, Juan dijo: “Este es el Cordero de Dios.” ¿Qué quiere decir
esta expresión? Cuando los hebreos se sentían pecadores, iban al templo de
Jerusalén. Sobre el altar del santuario sacrificaban un cordero. Con el
sacrificio del animal, afirmaba el Antiguo Testamento, imploraban el perdón de los
pecados. Por tanto, cuando Juan dice que Jesús es “el cordero de Dios”, proclama
ante los discípulos que Jesús es el Salvador, el que libera al hombre de las redes
del pecado para conducirlo por el buen camino.
El
encuentro de los discípulos con Jesús es tan importante que, incluso, recordarán
su hora; dice el evangelio: “Eran las cuatro de la tarde.” Y es que el encuentro
personal con Jesús no deja indiferente a nadie; una vez que los discípulos han
descubierto a Jesús, nace en su corazón el espíritu misionero. Uno de los dos,
Andrés, fue a decir a su hermano Pedro: “Hemos encontrado al Mesías”; y después
le acompañó a donde estaba Jesús. Notemos un detalle decisivo, el cristianismo
no se vive de manera aislada, se vive en el lugar donde está Jesús, como decía el
evangelio, “el lugar donde se alojaba Jesús”. Y el lugar en que se alojaba es
la comunidad cristiana, el ámbito donde el cristiano puede “ir y ver” la presencia
del Señor. El tiempo ordinario nos invita a ser misioneros del evangelio en la
vida de cada día; pero también nos impulsa a construir la comunidad cristiana para
que todo el mundo que vaya a la Iglesia pueda ver la presencia de Jesús resucitado.
El
encuentro personal con Jesús supuso un cambio radical en la vida de Pedro,
simbolizado por el cambio de nombre; Jesús le dice: “Tú eres Simón, hijo de Juan.
Tú te llamarás Cefas, que significa Piedra.” Jesús convirtió a Pedro en el
primer servidor de la comunidad, el que mantendría, desde la caridad, la unidad
de la Iglesia; y, como señala más adelante la Escritura, Pedro sería el misionero
cristiano entre los hebreos. Pedro es también un modelo de la espiritualidad
del tiempo ordinario; comprometido en la edificación de la Iglesia y misionero
entre su gente. En esta Eucaristía, pidamos al Señor que la espiritualidad del
tiempo ordinario nos impulse a hacer de la Iglesia el ámbito de ternura que el
mundo tanto necesita, y a hacer de nuestra vida un buen ejemplo del testimonio
del Evangelio.
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