2.3. La actitud el Padre
hacia el hijo menor.
El hijo menor vuelve a casa con el amargo
sabor de la derrota y la mala conciencia del pecado. Ha destruido su vida y ya
sólo aspira, con suerte, a ser un jornalero más. Pero la actitud del padre con
ese hijo es del todo diversa. El evangelio destaca en el padre una actitud
interna: "se le conmovieron las entrañas"; y, dos actitudes externas:
"celebremos una fiesta", y "le besó afectuosamente".
Comentaremos escuetamente cada una de estas disposiciones del ánimo.
* "
... se le conmovieron las entrañas ... ".
El hecho de "conmoverse las
entrañas" refleja el aspecto maternal del amor y la ternura. A una madre,
en el momento de dar a luz a su hijo se le conmueven las entrañas. Es el mismo
sentimiento de Jesús en situaciones importantes del evangelio. Cuando contempla
la aflicción de la viuda de Naïm ante el féretro de su hijo, se le conmueven
las entrañas y, dirigiéndose al cadáver
exclama: "¡levántate!", y
entrega al hijo vivo a su madre (Lc 7,11-17). Jesús se hace solidario de
aquella mujer; cuando ella alumbró a su hijo "se le conmovieron las
entrañas"; al Señor "se le conmueven las entrañas" ante el
padecimiento de la madre desconsolada, y lo devuelve ora vez vivo a su madre,
de alguna manera lo engendra de nuevo.
El padre de nuestra parábola siente en su
seno la experiencia del amor maternal. También a él "se le conmueven las
entrañas"; y recoge de nuevo en su regazo al hijo perdido. Fijémonos en el
texto evangélico: "Lo vio de lejos,
salió corriendo, se le echó al cuello, lo cubrió de besos". De alguna
manera, todas estas acciones "vuelven a introducir en las entrañas del
padre" al hijo que se fue y ahora regresa desangelado.
* "... celebremos una fiesta ...".
La actitud interior de "conmoverse las
entrañas" tiene un correlato externo. En todos los gestos se manifiesta el
amor "paternal" con el hijo. El padre le vuelve a otorgar la
categoría correspondiente en el seno de la familia. El traje, los criados que
le visten, el anillo en el dedo, las sandalias en los pies; dibujan la manera
con la que el padre restituye a su hijo la dignidad familiar destruida.
* "...
le besó afectuosamente...".
Cuando hablábamos del amor
"maternal" del padre recogíamos esta expresión, pero también es
posible completarla desde un matiz peculiar. La amistad adulta entre dos
hombres se expresaba, a menudo, mediante
un beso. Cuando Pablo parte de viaje, los discípulos de Efeso le
despiden con un beso (Ac 20,37); Jesús recrimina al fariseo que le ha invitado,
el hecho de no haberle recibido con un beso (Lc 7,45), mientras que la mujer
pecadora si lo ha hecho (Lc 7,38).
El beso afectuoso con que el padre recibe a
su hijo adquiere la connotación del "amor amical". El padre ha
mostrado un amor "maternal" y "paternal", pero manifiesta,
también, con esa postura la perspectiva "amical del amor". Tomás de
Aquino decía que la amistad es la forma privilegiada del amor, porque es una
relación que brota de la libertad. El padre es "padre" por naturaleza
pero se convierte en "amigo" por opción.
En ningún momento ha aplicado el padre,
como suponía el hijo menor, una justicia basada en modelos humanos. Según esos
esquemas el hijo no tendría derecho a porción alguna de los bienes familiares.
En cambio, el padre no le pide explicaciones sobre su comportamiento ni le
reprocha a traición, sino que le acoge como hijo mediante la triplicidad del
amor que hemos descrito.
2.4. La relación con el hijo
mayor.
El hijo mayor había estado siempre con su
padre obedeciendo sus mandatos; pero seguramente habría permanecido cerrado a
su actitud amorosa. Como las piedras sumergidas en el fondo del mar que
rodeadas de agua por todas partes continuan resecas en su interior. El mayor
habiendo estado imbuido en el amor paterno no ha percibido nunca la ternura de
su cariño. Notemos la cruel respuesta que profiere contra su padre: "... jamás me has dado un cabrito para
comérmelo con mis amigos ...".
El hermano menor se marchó de casa
destruyendo la hacienda. El mayor no quiere entrar en casa para disfrutar de la
fiesta; de ese modo, también se niega a gozar del amor paterno. El padre le dice: "¡si tú estás conmigo
y todo lo mío es tuyo!". Este hermano había estado siempre en contacto
con el padre pero carecía de lo más esencial: la experiencia del contacto
personal con él. No dejarse querer por Dios es una manera muy sutil de huir de
la casa del Padre, y revela otra manera con la que se echa a perder el amor de
Dios.
3. La actitud profunda de
los personajes.
Hemos descrito las situaciones
contrapuestas del padre y los hijos. En el fondo de estas actitudes late una
opción distinta: El Padre representa la opción que hace nacer la vida, mientras los hijos muestran la opción que les
conduciría a la muerte.
Apreciemos las palabras del padre respecto
del menor: "... porque este hijo mío
estaba muerto y ha vuelto a la vida". Y también lo que le dice al
mayor: "... este hermano tuyo que
estaba muerto ha vuelto a la vida". Nuestro Dios es el Señor de la
vida. La opción más profunda del padre
por sus hijos es la vida; él desea que vivan plenamente. Notemos la gran
diferencia con las palabras de los criados: "...
a tu hermano tu padre lo ha recobrado sano"; a Dios, representado por
el padre, no le basta la salud física de sus hijos, él desea la profundidad y
la intensidad en la vida.
El Padre de la vida cree en la libertad,
pues no hay vida sin libertad. Por eso respeta la decisión del menor de
marcharse de casa y no se enfrenta agriamente con el mayor, cuando, henchido
por la ira, se niega a entrar en el hogar. Simplemente les recuerda que él es
vida, vida expresada mediante el perdón, la acogida, la ternura, y la fiesta.
La descripción de los hermanos dispone ante
nuestros ojos la negativa a participar de la vida nacida de las entrañas del
padre. El menor se marcha de casa; y la vida que había disfrutado en el hogar
adquiere el sabor amargo del desamparo en tierras lejanas. El mayor había
vivido siempre en casa pero no disfrutado de la vida de su padre. Ahora, al oír
los aires de fiesta, ve la naturaleza íntima del padre y se niega a entrar. La
cerrazón ha hecho de su existencia una vida triste y mezquina.
La actitud del hijo mayor guarda todavía
otra lección. El que ha vivido siempre en el nido paterno y no ha sabido gustar
la ternura del padre, se queja por no haber recibido un regalo banal: "nunca me diste un cabrito ...".
El premio de los discípulos de Cristo consiste en estar en la casa del Padre: "¡si todo lo mío es tuyo!" le
recuerda el padre a su hijo.
¡Cuántas veces en nuestra vida nos sabe a
poco tener a Dios por Padre, y perseguimos otros premios: el poder, el tener, o
el aparentar! El amor con amor se paga, el gozo de ser cristiano radica en
serlo; y nuestra suerte sólo es una: sabernos en manos del Dios de la ternura.
La búsqueda de cualquier otra recompensa nos hace salir de la casa, como le
sucedió al hijo menor; o nos impide entrar en ella, como al menor.
Sin ambargo contamos con una certeza: ni la
mezquindad del mayor ni la traición del más joven, tienen poder para derrotar
la fuerza del amor del padre. La muerte nunca puede con la vida; ese es el
mensaje del evangelio: "Jesús de
Nazaret, el Crucificado; ha resucitado" (Mc 16,6). La ternura y la misericordia
del padre ha reengendrado a los dos hermanos y los ha introducido de nuevo en
el seno de la vida.
4. Síntesis final.
La parábola del hijo pródigo tiene una única
finalidad: Presentarnos la intimidad del Dios que nos invita a seguirle. El
rostro de Dios Padre tiene los rasgos de la vida. Él es quien engendra la vida
en aquellos que devienen discípulos suyos. Dios genera la vida porque Él es amor. La ternura y la
misericordia de Dios no constituyen un concepto, sino que se palpan desde la
experiencia de habitar en casa del Padre.
El hijo menor representa al discípulo
orgulloso que se aparta del camino. Fuera de la casa del Dios de la vida
sobreviene la desgracia de los ídolos de muerte. El discípulo decide volver a
la senda y allí experimenta la profundidad de la vida. El padre lo acoge de
nuevo, de alguna manera vuelve a engendrarlo. El amor maternal, paternal y
amical del Padre, devuelven a aquel hombre
vencido la certeza de sentirse querido.
El hermano mayor es el prototipo de
cristiano que ha creído estar siempre en el camino, pero le ha faltado lo más
importante: el encuentro personal con Dios. Durante toda su existencia, aquel
hijo, había habitado la casa y había trabajado con afán en sus campos; pero no
había experimentado el hondo gozo del amor del Padre.
Nuestro Dios es el Señor de la Vida. Cuando
nos apartamos de él, como el hijo menor, nos sale al encuentro la experiencia
del abandono; cuando nos cerramos a él, como el hijo mayor, nos acontece la
rutina del sinsentido y la tristeza. Pero lo más importante no es ni nuestra
huida ni nuestra cerrazón. Lo crucial es que junto a nosotros está un Dios que
es Padre, cuyo rostro es la ternura, y cuya opción es hacernos vivir. El darnos
cuenta de que estamos en la buenas manos del Dios de la vida, constituye
nuestra suerte y, a la vez, el reto de
nuestra existencia.
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