lunes, 25 de febrero de 2019

AMOR A LOS ENEMIGOS




                                                           Francesc Ramis Darder
                                                           bibliayoriente.blogspot.com



Como explica la Sagrada Escritura, David entró al servicio del rey Saúl. Como general del ejército, David obtenía más éxitos militares y tenía más renombre entre el pueblo que el propio monarca. Entonces, la envidia ahogó el corazón de Saúl. El rey tan solo deseaba la muerte de su general; una vez, en público, intentó atravesarlo con una  lanza. Cansado de las amenazas del rey, David abandonó la corte para buscar refugio en tierra extranjera. Desde la perspectiva humana, David hubiera podido sentir un odio inmenso contra Saúl, pues el monarca había truncado su carrera política y lo había alejado de su familia.

    Ahora bien, como hemos escuchado en la primera lectura, la casualidad de las circunstancias ofrecía una ocasión para que David pudiera vengarse de Saúl. Pero, como hemos escuchado, David rehusó matarlo; y dio la razón: “No he querido hacer ningún mal contra el ungido del Señor. Cabe recordar que los reyes de Israel, en este caso Saúl, recibían el nombre de Ungidos del Señor.

    Desde la perspectiva teológica, el título, Ungido del Señor, quería decir que el rey era el representante de Dios en medio del pueblo; era el que intercedía ante el Señor por la necesidad del pueblo. David fue capaz de comprender que su enemigo, Saúl, era mucho más que un representante político, entendió que su enemigo era el ungido del Señor; por ello fue capaz de perdonarle la vida. Conviene precisar que si David hubiera matado a Saúl, se habría convertido en rey de Judá. En definitiva, David contempló al enemigo con los ojos del amor; renunció a la venganza, y renunció al trono, por respeto a la persona que Dios había elegido para ser su Ungido entre el pueblo.

    Como dice la Escritura que hemos escuchado, el amor de David por Saúl, su enemigo, lo convirtió en un hombre magnánimo y leal. La capacidad de perdonar nos hace personas magnánimas, y la decisión de amar nos convierte en personas leales a la ley de Dios. Sin duda, la actitud de David impresionó a la gente de su tiempo. El estudio atento del Antiguo Testamento nos hace descubrir que el nombre de David era el de Baaljanán; pero sucedió que la gente, observando la lealtad y la magnanimidad del monarca, empezó a llamarlo David. La palabra David quiere decir ‘el que es capaz de amar como Dios ama’.

    Con su lealtad para perdonar a Saúl, David dio testimonio de la magnanimidad de Dios, que tantas veces, como señalan los profetas, perdonó a su pueblo, y renovó la alianza con la nación que lo había traicionado. Solo damos testimonio de Dios cuando nuestra vida constituye un reflejo del amor de Dios por la humanidad entera.

   Jesús de Nazaret quería que sus discípulos diesen testimonio del amor de Dios Padre, por ello les decía: “Amad a los enemigos, haced el bien a los que no os aman, bendecid a los que os maldicen, orad por aquellos que os ofenden.” El propio Jesús fue el primero que dio ejemplo cuando desde la cruz exclamó ante quienes lo crucificaban: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.”

    La capacidad de perdonar que Jesús nos propone no se reduce al olvido de las ofensas que hayamos podido recibir. Implica la vivencia de la misericordia y la compasión; por eso decía Jesús: “Sed misericordiosos como lo es vuestro Padre. No juzguéis y Dios no os juzgará. No condenéis y Dios no os condenará. Absolved y Dios os absolverá.”

    En esta Eucaristía, pidamos a Dios que infunda en nuestra alma la gracia de vivir la misericordia y el perdón; así nos convertiremos en medio de nuestra sociedad, tan falta de ternura, en testigos de la magnanimidad y la bondad del Señor.

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