Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
A lo largo de la
historia, la ciencia ha abordado tres cuestiones esenciales. Las ciencias
físicas han escudriñado el inicio, funcionamiento y desarrollo del Universo.
Las ciencias naturales han penetrado en el origen, dinámica, y evolución de la
Vida. La antropología y las ciencias humanas han analizado la eclosión,
organización, y desarrollo del ser humano. Los autores bíblicos asumieron el
planteamiento de la ciencia antigua para describir la naturaleza del Cosmos, la
Vida, y el Hombre. A la vez que emprendieron la lectura creyente de la
evidencia científica, pues bajo el origen del Cosmos, la eclosión de la Vida, y
la presencia del Hombre percibieron la intervención del Señor, que conduce la
historia hacia el Reino de Dios, eco de la humanidad enhebrada en la fraternidad
y embebida en el amor divino.
Leer la Biblia significa imbuirse del texto
para aprender a vivir con humanidad y
confianza en Dios. A lo largo del
estudio, contemplaremos el desarrollo de la Ciencia y la iluminación creyente
que le confiere la Escritura.
1.La ciencia
mesopotámica, trasfondo de la cultura bíblica
La Escritura ensalza la
personalidad de Salomón como eminente científico, amante de la botánica y la
zoología: “Trató sobre las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo; disertó
también acerca de cuadrúpedos, aves, peces y reptiles”. Además, también le
atribuye conocimientos musicales, literarios y filosóficos: “Compuso tres mil
proverbios y su cancionero contenía mil cinco poemas” (1Re 5,9-14). La
sabiduría de Salomón refleja el tesón académico de las escuelas de Jerusalén;
el ámbito donde los estudiosos escudriñaban el movimiento de los astros, la
naturaleza y, sobre todo, el sentido de la existencia humana. Ahora bien, los
sabios de Judá, como acontecía en Oriente, participaban de la tradición nacida
en Mesopotamia. ¿Cómo era la ciencia del País del Eúfrates?
Como señala la historia, los sumerios entendían el universo como un “cosmos encantado”;
cualquier cosa, ya fuera la luz del sol o el movimiento de un azadón,
manifestaba el latido de un dios que provocaba la luz solar o el cavar de la
azada.
La parte inferior del cosmos estaba
constituida por la “Tierra”; el disco sólido, formado por montañas y valles,
surcado por ríos, y acotado por mares y lagos, ámbito de la existencia humana.
La parte superior conformaba el “Cielo”; el espacio en forma de bóveda que contenía una enorme masa de agua
dulce. Quizá la bóveda podría ser de estaño, pues los sumerios llamaban al
estaño “metal del cielo”. La bóveda también disponía de compuertas que al
abrirse, por orden divina, propiciaban la lluvia, la caída del agua almacenada
en la bóveda de estaño. Los sumerios llamaban a la “Tierra” era “An” y al “Cielo”
“Ki”, de ahí que el Cosmos se llamara “An-Ki”. Entre el “Cielo” y la “Tierra”
estaba el “aire”, en sumerio “Lil”, equivalente de nuestra atmósfera. La
denominación de cielo, tierra y aire constituyen también el nombre del dios que
representan; no en vano, el mundo sumerio era, como hemos dicho, un cosmos
encantado, identificado con los dioses y movido por ellos.
Al decir de los sumerios, el sol, la luna y
las estrellas estaban formadas por concentraciones de “aire” y dotadas de luminosidad.
Las estrellas fijas permanecían ancladas en la parte inferior de la bóveda
celeste, mientras los astros móviles (sol, luna, planetas) se desplazaban por
las estrías de la bóveda. Además, existían los “mares superiores” que bañaban
las costas. Bajo la superficie terrestre, había un gran depósito, el “Mundo
subterráneo” que almacenaba las sombras de los difuntos después de la muerte.
El conjunto del cosmos yacía suspendido en el seno de un “mar primigenio” que
lo envolvía; constituía una amenaza, pues, por voluntad divina podía
encabritarse y engullir el cosmos hasta destruirlo.
Al decir de la ciencia sumeria, el “mar
primigenio” existía desde siempre. El “mar primigenio” engendró la “Tierra
(An)” y el “Cielo (Ki)”. Cuando “Cielo” y “Tierra” comenzaron a separarse,
surgió entre ambos el “aire (Lil)”. Varias porciones de “aire” fueron
concentrándose hasta conformar el sol, la luna, los planetas y las estrellas.
Cuando los astros, emisores de luz y calor, quedaron anclados en la parte
inferior de la bóveda celeste, apreció sobre la tierra, por obra de los dioses,
el ser humano junto a los animales y vegetales.
La
Epopeya de Atra-Hasis describe el origen del hombre. Expone como los dioses,
cansados del trabajo que realizan en la tierra, deciden crear al hombre para que
haga su faena. Modelan al ser humano con arcilla amasada con la sangre de un
dios degollado, Tiamat; así pues, el hombre nace de la mezcla de sangre divina
y barro terrestre, y aparece esclavizado al capricho de los dioses como
sustituto de su labor sobre la tierra. La ciencia mesopotámica entendía que el ser
vivo en sentido pleno era el humano; los animales tenían un aspecto vital subordinado
al servicio del hombre, mientras los vegetales carecían de vida propia, eran
frutos de la tierra.
En definitiva, la idea del cosmos,
elaborada por la ciencia mesopotámica, mostraba una entidad encantada y amalgamada
con los dioses que regían su funcionamiento. El cosmos era la entidad ordenada
que permitía la existencia del hombre,
siervo de las divinidades; más allá del cosmos y en contraposición con él,
rugía el caos, eco del el “mar primigenio”, el ámbito donde no era posible la
vida humana ni el desarrollo social.
2.Interpretación bíblica
de la ciencia mesopotámica
En consonancia con la
ciencia oriental, anclada en la tradición sumeria, la Biblia percibe un Cosmos
pequeño. La Tierra constituía una superficie plana. Conformaba un continente
sostenido sobre columnas que al temblar provocaban terremotos (Sal 75,4; Job 9,6).
Los pilares de la tierra se sostenían, a su vez, sobre el abismo de un mar
situado bajo la superficie terrestre (Sal 24,2). Debajo de la tierra y entre
las columnas que la sostenían, destacaba un habitáculo llamado “Sheol” (Gn
37,35); el ámbito donde descansaban las sombras de los difuntos. Bajo la
superficie de la tierra destacaba un inmenso depósito de agua que alimentaba
los mares, las fuentes, y los ríos (Prov 8,28). Los extremos de la superficie
terrestre veían erguirse altas montañas, las columnas del cielo (Job 26,11),
que sostenían una campana transparente: el firmamento (Gn 1,6-10). Sobre la
superficie del firmamento reposaba una gran masa de agua, “las aguas de encima
del firmamento” (Gn 1,7); y a lo largo del mismo existían las “compuertas del
cielo” (Is 24,18) que, al abrirse por orden de Dios, desencadenaban la lluvia
(Mal 3,10).
El firmamento separaba las aguas de la
superficie de la tierra (mares, lagos, ríos, fuentes) de las aguas situadas
sobre el firmamento que ocasionaban la lluvia (Gn 1,6); y, además, sostenía el
sol, la luna, y las estrellas (Gn 1,14-18). Como señala la Escritura, el sol y
la luna, no son dioses; penden del firmamento “para separar el día de la noche,
y servir de señales para distinguir las estaciones, los días y los años” (Gn
1,14); también desempeñan la tarea de “alumbrar la tierra” (Gn 1,15). El sol
durante el día y la luna por la noche recorrían la campana del firmamento.
Las
aguas emplazadas sobre el firmamento estaban a su vez recubiertas por otra
superficie sólida que envolvía todo el Cosmos (Gn 1,6). Más allá de esta
segunda cubierta; o sea, más allá del Cosmos, despuntaba la morada divina, el
trono del Señor, inaccesible para el ser humano (Ez 1,22.26; 10,1).
La
superficie terrestre veía crecer las plantas; pues, a la orden de Dios, y a
tenor de la mentalidad antigua, “la tierra hizo brotar hierba verde que engendraba
semilla según su especie, y árboles que dan fruto” (Gn 1,12). Después, el Señor
determinó que bulleran las aguas de seres vivientes, y que los pájaros volaran
sobre la tierra”; a continuación, creó los grandes cetáceos; acto seguido, dio
origen a los animales terrestres, y finalmente, al ser humano (Gn 1,11-27).
Cuando comparamos la visión bíblica del Cosmos
con la representación mesopotámica, apreciamos la semejanza estructural; en
ambas, el cosmos tiene tres partes (firmamento, tierra, sheol), y contemplan al
hombre sobre la superficie terrestre, rodeado de animales y vegetales. Sin
duda, cuando los autores bíblicos compusieron los relatos de creación, tenían
presente la perspectiva con que la ciencia oriental entendía el Universo. Sin
embargo, contemplaron la ciencia mesopotámica desde los parámetros de la fe
israelita.
Mientras la tradición mesopotámica es
politeísta, la perspectiva bíblica señala la existencia de un solo Dios que
crea el Cosmos entero (Gn 1,1-31). La Escritura aplica el término “crear” tan
solo a la actuación divina; el hombre construye o fabrica, pero solo Dios crea.
Cuando la Biblia sentencia que Dios es el creador de todo, certifica que en el
hondón del universo y en el alma de cada persona no anida el vacío, sino la
actuación divina que desea el bien del cosmos y del ser humano (Is 40,28;
41,20). Como hemos expuesto, los dioses mesopotámicos se identifican con las
entidades cósmicas, Sol o Luna; en cambio el Dios bíblico, aunque haya creado
el Cosmos, no se confunde con la realidad creada (Is 40,12-26; 44,6).
Las
divinidades orientales modelaban al hombre para someterlo a su capricho. En
cambio, la Escritura enfatiza como Dios crea al hombre a su imagen y semejanza
(Gn 1,26) para que oriente, según el designio divino, el destino del Cosmos:
“llenad la tierra y sometedla; dominad sobre […] todos los animales que se
mueven en la tierra” (Gn 1,28). En último término, la tradición mesopotámica
entendía que el Cosmos “se sostenía sobre el mar primigenio”, pero según la
Escritura “está sostenido en las manos de Dios” (Sal 8); mediante esta
metáfora, la Biblia desvela que bajo el aspecto del Cosmos “late el proyecto de
Dios en favor del ser humano” (Rom 8,18-23).
Así pues, los autores bíblicos recogieron las
características que la ciencia mesopotámica confería al Universo y al ser
humano; pero los contemplaron desde la óptica de la religión israelita, percibieron que en el hondón del Cosmos y en
el corazón del hombre palpita el proyecto divino en bien de la humanidad. El
cosmos, la vida y el hombre brotaban del designio divino y adquirían un
sentido, pues el hombre, creado a “imagen y semejanza de Dios” (Gn 1,26), debía
cuidar del cosmos (Gn 1,28) hasta el día final en que amaneciera “el cielo
nuevo y la tierra nueva” (Ap 21,1), metáfora de la humanidad asentada en la
plena comunión con Dios.
3.El planteamiento
bíblico y la ciencia occidental
El planteamiento
cosmológico de la ciencia mesopotámica fue cuestionado por los astrónomos
griegos. Eudoxo de Cnido (408-355 a.C.) elaboró la teoría de las “esferas
homocéntricas”; consideró que la Tierra estaba suspendida en el centro del
Cosmos, rodeada por un conjunto de esferas que sostenían los planetas y las
estrellas fijas. Heráclides del Ponto (388-312 a.C.) sentenció que la Tierra
giraba sobre su propio eje, sin moverse del centro del cosmos. Al contraluz de Eudoxo, Aristarco de Samos (310-230
a.C.) propuso la “teoría heliocéntrica”; afirmó que el centro del cosmos estaba
ocupado por el Sol al que circundaban la tierra, los demás planetas y las
estrellas.
Cuando parecía que iba a imponerse la interpretación heliocéntrica,
entró en escena Claudio Ptolomeo (90-170). En su obra, conocida posteriormente
como “Almagesto”, estableció la teoría geocéntrica; sentenció que la tierra
ocupaba el centro del universo, mientras el sol, la luna, los planetas y las
estrellas la circundaban. La hipótesis de Ptolomeo parecía casar con el
planteamiento bíblico, “donde el sol salía por el este y se ponía por el oeste”,
por eso la autoridad del científico, corroborada por la Escritura, se impuso en
el Occidente medieval.
Sin embargo, la irrupción del método
científico, basado en la experimentación, quebró la cosmología medieval,
asentada en el planteamiento de Ptolomeo y la concepción bíblica, y engendró la
perspectiva del Renacimiento. Copérnico (1473-1543) fundamentó de nuevo la
teoría heliocéntrica. Kepler (1571-1630) la precisó, estableciendo que las
órbitas planetarias eran elípticas. Mientras Galileo (1564-1642) afinaba el
conocimiento del sistema solar; su obra, “Diálogo entre los dos sistemas del
Mundo”, daba al traste con el sistema de Ptolomeo y consagraba el
heliocentrismo de Copérnico.
La
astronomía del Renacimiento desterró la interpretación de Ptolomeo, a la vez
que cuestionó la comprensión de la Biblia como autoridad científica. A modo de
ejemplo, si el sol permanecía inmóvil en el centro del cosmos, como sostenía
Copérnico, ¿cómo habría podido Josué detener su marcha por el firmamento, como
expone la Escritura? (Jos 10,6-15). La comprensión literal de la Biblia provocó
un choque entre las Iglesia cristianas, asentadas en la verdad de la Escritura,
y la astronomía renacentista, fundamentada en el método científico. El
desencuentro pudo crecer, -y aún se mantiene en ambientes fundamentalistas-, a
medida que la astronomía progresaba con las leyes de Newton, el descubrimiento
de otras galaxias (Messier), el origen del universo, (Big Bang), la expansión del
cosmos o la sugerencia de universos múltiples (Lemaître, Einstein, Gamow, Hawking).
¿Cómo afrontar la disyunción entre la
astronomía contemporánea y el planteamiento bíblico? Como dijimos, la Escritura
recogió la explicación del cosmos propia de la ciencia mesopotámica, pero la
interpretó desde la perspectiva creyente para sentenciar, mediante el término
“creación”, que en el origen del Cosmos y del hombre latía la presencia de Dios
(Gn 1,1.27). La verdad de la Escritura no consiste en aseverar las afirmaciones
de la ciencia mesopotámica, sino en confesar, desde la perspectiva de la fe, la
presencia de Dios en el origen del mundo y del hombre.
Así pues, contemplando
el planteamiento de la actual astrofísica podemos percibir, acordes con la
lectura creyente de la Escritura, el latido de Dios en la grandeza del cosmos y
del ser humano; ya lo hicieron los autores bíblicos que, atentos a la ciencia
de su tiempo, afirmaron la presencia divina en los avatares del mundo y en el
origen del ser humano.
Al unísono con la explicación del cosmos,
la ciencia ahondó en la comprensión de la materia. La ciencia mesopotámica entendía
la realidad material como un todo continuo, sin fisuras. Sin embargo, lo
griegos, Leucipo y Demócrito (siglo V a.C.), intuyeron, desde la perspectiva
teórica, que la materia estaba constituida por átomos. Durante la edad media,
la teoría atomística cayó en el olvido, hasta que fue recuperada por Boyle
(1627-91) y Dalton (1766-1844). Desde entonces, los avances de la física y la química
han ido despejando la intimidad de la materia: perspectiva atómica de Thomson y
Rutherford; modelo estándar (Weinberg); mecánica cuántica (Heisenberg); teoría
de la relatividad (Einstein); teoría de cuerdas y supersimetría (Witten); hipótesis
del Big Bang (Lemaître, Hawking); antimateria (Dirac); teoría de la gran
unificación (Salam); naturaleza de la materia y la energía oscura (Perlmutter).
La sucesión de descubrimientos sugiere que
los resultados de la ciencia no constituyen un “un espejo perfecto de la
realidad natural”. La ciencia construye “modelos”, cada vez más precisos, pero
siempre provisionales, para entender el funcionamiento de la naturaleza. A modo
de ejemplo: Thomson (1903) supuso que el átomo estaba compuesto por una esfera
cargada de electricidad positiva donde se incrustaban los electrones de carga
negativa; poco después (1911), Rutherford sentenció que los electrones giraban
alrededor del núcleo. Las hipótesis de Thomson y Rutherford, tan diversas, no
constituían “un espejo de la realidad”, eran modelos, cada vez más precisos,
propuestos por la física para intentar comprender la realidad atómica. Lo mismo
había sucedido antaño con la ciencia mesopotámica, era un “modelo” trenzado por
los científicos para comprender la naturaleza.
La Biblia, asentada en el mundo
oriental, tomó aquel modelo para describir la presencia de Dios en el origen
del mundo y en el corazón humano. La verdad propuesta por la Biblia no estriba
en la aceptación del modelo mesopotámico, tan provisional, sino en la
percepción, gracias al don de la fe, de la presencia divina sobre el cosmos y
en el hombre, descritos ambos por los modelos que propone la ciencia.
La sucesiva complejidad de la materia dio
lugar al origen de la Vida (Oparin, Miller, Urey), aparecida quizá en las
profundidades marinas y manifestada en las columnas de estromatolitos (Margulis).
La eclosión de la vida desencadenó el proceso evolutivo que dio lugar a
bacterias, procariotas, hongos, vegetales y animales. Aguzando la observación,
tanto la Biblia como la ciencia antigua percibieron la creciente complejidad de
los seres vivos. El Génesis percibe una gradación en la aparición de organismos
vivos; después de la vegetación, despuntan los animales acuáticos y las aves,
los cetáceos, ganados, reptiles, bestias salvajes, el hombre (Gn 1,1-28). Los
científicos griegos también percibieron una gradación en la complejidad de los
seres vivos (Heráclito, 536-470 a.C.); entre los modernos, fue creciendo la
perspectiva evolucionista (Malillet, 1656-1738), hasta llegar al evolucionismo
restringido de Buffon (1707-1788) y Linné (1707-1778).
A pesar de la intuición, hubo que aguardar
a Lamarck (1744-1829) para la confección de la primera teoría evolucionista con
fundamento científico, la hipótesis de la herencia de los caracteres
adquiridos. A modo de ejemplo; cuando una jirafa tiene que esforzarse por estirar
el cuello para alimentarse con hojas de árboles, el cuello tiende a alargarse; y,
sentencia Lamarck, los descendientes de la jirafa nacen con un cuello más
largo, heredado del esfuerzo de sus progenitores. La hipótesis de Lamarck no
era “un espejo de la naturaleza”, era un “modelo” para intentar comprender el proceso
de la evolución.
Y
como acontece con todo modelo, cayó en el olvido al aparecer la teoría de
Darwin (1809-1882), basada en la selección natural, expuesta en un libro
relevante: “Origen de las especies mediante la selección natural o la
conservación de las razas favorecida por la lucha por la vida”. Sigamos con el
ejemplo anterior. Un grupo de jirafas se alimenta de hojas de árboles. Con el
tiempo, las hojas escasean y solo pueden alcanzar las hojas los animales de cuello
largo; al poder alimentarse, las de cuello largo sobreviven, mientras las de
cuello corto mueren de hambre. Por tanto, concluiría Darwin, las jirafas de
cuello corto, al sorber la muerte, carecen de descendencia, con lo cual
desaparecen, mientras las de cuello largo engendran sucesores que heredan el
cuello de sus progenitores. Como en cada generación van desapareciendo las
jirafas de cuelo más corto, la especie se configura con animales de cuello
largo.
La teoría de Darwin adquirió la confirmación científica con el
desarrollo de la paleontología (Waagen), la genética (Mendel), y la bioquímica
del ADN (Watson-Crick), hasta desembocar en el Neodarwinismo, la descripción
del genoma, y la Teoría sintética de la evolución (Dobzhansky, Huxley, Mayr,
Simpson).
La teoría evolutiva abraza también nuestra
especie; el mismo Darwin quiso exponerla en su obra “La descendencia del hombre
y la selección en relación al sexo”. Sin embargo, ha sido la paleontología
quien he intentado deslindar los mojones de la evolución humana. Nuestro linaje
se apartó de la línea de los chimpancés hacia entre 4,5-7 millones de años. A
continuación, brotó el Ardipithecus ramidus; más tarde las diferentes especies
de Australopithecus (bahrelghazali, afarensis, africanus, anamensis); después, amanecieron
los géneros Paranthropus, y Homo (ergaster, habilis, rudolfensis, erectus,
antecessor), hasta aparecer nuestra especie: Homo sapiens sapiens (Carbonell);
nuestra especie convivió con otras del género Homo.
Cuando Darwin publicó su autobiografía,
sentenció: “Parece no haber más propósito en […] la acción de la selección
natural que en la dirección en que sopla el viento”. De ese modo, sostenía que
el proceso evolutivo no se dirige hacia un objetivo pre-establecido, como
pudiera ser la aparición del Homo sapiens; sino que se desarrolla, como dirá
más tarde Monod, al azar de la naturaleza y al empeño por subsistir que caracteriza
a todo ser vivo. La extinción de los dinosaurios y la eclosión de los mamíferos
parecen confirmar el azar por el que zigzaguea el proceso evolutivo; pues quizá
si un meteorito, hace 65 millones de años, no hubiera impactado contra la
Tierra y provocado la extinción de los dinosaurios, tal vez los mamíferos no
hubieran evolucionado en la línea que originó el género Homo.
Conviene precisar
que el papel de la paleontología no estriba en determinar el “objetivo final”
al que apunta la evolución, sino en establecer “modelos teóricos” para explicar
el proceso evolutivo; aun así, los fósiles registran la complejidad creciente
de los seres vivos: no es lo mismo una bacteria que un león, aunque las bioquímica
de ambos respondan a procesos parejos.
Un intento por dotar a la teoría evolutiva de un “objetivo final”
lo constituye la hipótesis del “Diseño inteligente”; supone que en los procesos
atómicos o evolutivos actúan “fuerzas misteriosas”, “demiurgos”, “energías
divinas” que dirigen, independientemente del modelo científico, la senda de la
evolución.
A nuestro entender, el Diseño inteligente introduce en la propuesta
científica, basada básicamente en la selección natural, un componente ajeno a
la ciencia, “fuerzas misteriosas”. El creyente estudia los “modelos evolutivos”
que propone la ciencia, sin mezclarlos con cuestiones no científicas; pero, y
eso es decisivo, a la luz de la Escritura emprende la lectura creyente de la
propuesta científica para intuir, desde la fe, la actuación divina en el Cosmos
y en el Hombre.
La Biblia impele al creyente a profundizar en
la comprensión del proceso evolutivo, propuesto por la ciencia, para
interpretarlo desde la óptica de la fe. Como subraya la Escritura, el Señor es
el creador de todo (Is 41,20; Rm 4,17); es decir, Dios está en el origen del
Cosmos y en el hondón del ser humano. Pero también “el Señor determina desde
sus orígenes el curso de la historia” (Is 41,4); o sea, el proceso evolutivo
del mundo y del hombre reposan, desde el horizonte creyente, en el designio
divino, hasta el día final en que advenga el “cielo nuevo y la tierra nueva”
(Ap 21), metáfora de la humanidad que ha alcanzado la plenitud en Cristo
resucitado (Col 1,15-20).
Un
pionero en la reflexión sobre la relación entre Escritura y Ciencia, Teilhard
de Chardin, meditó en su obra, “El Medio Divino”, sobre el sentido de la
evolución, contemplada desde la óptica bíblica. Al decir del autor, la
evolución de la materia desembocó en la “biosfera”, conjunto de seres vivos que
pueblan la Tierra; entre los seres vivos, el proceso evolutivo engendró la
“noosfera”, alusiva al ser humano dotado de conciencia y libertad; la nooefera
evoluciona hacia el “Punto Omega”, eco de la plenitud humana; para el creyente,
el punto omega constituye la metáfora de Cristo, mientras el Cosmos es el
“medio divino”, el ámbito de la revelación de Dios al ser humano.
4.Conclusión y
proyección
La Biblia, anclada en
la cultura oriental, adoptó los parámetros de la ciencia mesopotámica para explicar,
desde la perspectiva de la fe israelita, el origen del cosmos y del hombre. Aunque
la concepción científica del antiguo oriente carezca de vigencia, el
planteamiento bíblico continúa iluminando, desde la perspectiva creyente, el
origen del cosmos y la identidad humana; pues como sentencia la Escritura en el
hondón del cosmos y del hombre palpita la presencia de Dios que conduce la
historia.
El
futuro de la ciencia es impredecible, pero parece sugerir tres horizontes decisivos.
La astrofísica contempla la existencia de un solo universo; no obstante, va
abriéndose paso la idea de los multiversos, la presencia de universos paralelos
o sucesivos en el tiempo. La biología estudia la vida que emerge en el planeta
Tierra; aun así, la astrobiología intuye la presencia de vida, quizá con una
conformación bioquímica distinta, en otros planetas. La antropología, centrada
en el estudio del ser humano, comienza a intuir la existencia de individuos
transhumanos; pues la manipulación del genoma humano o la mayor duración de la
vida darán lugar a cambios en la configuración, personal y social, del hombre.
Junto
a los retos de la ciencia, la Biblia, eco de la presencia de Dios en la
historia, insta al creyente a contribuir al desarrollo científico para edificar
una sociedad anclada en el respeto a la vida, en el cuidado ecológico del cosmos,
y en la construcción de una sociedad caracterizada por la libertad del hombre y
la fraternidad social hasta el advenimiento definitivo del Reino de Dios,
cuando “Dios sea todo en todos” (1Cor 15,27-28).
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