Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
A lo largo de la
historia, la ciencia ha abordado tres cuestiones esenciales. Las ciencias
físicas han escudriñado el inicio, funcionamiento y desarrollo del Universo.
Las ciencias naturales han penetrado en el origen, dinámica, y evolución de la
Vida. La antropología y las ciencias humanas han analizado la eclosión,
organización, y desarrollo del ser humano. Los autores bíblicos asumieron el
planteamiento de la ciencia antigua para describir la naturaleza del Cosmos, la
Vida, y el Hombre. A la vez que emprendieron la lectura creyente de la
evidencia científica, pues bajo el origen del Cosmos, la eclosión de la Vida, y
la presencia del Hombre percibieron la intervención del Señor, que conduce la
historia hacia el Reino de Dios, eco de la humanidad enhebrada en la fraternidad
y embebida en el amor divino.
Leer la Biblia significa imbuirse del texto
para aprender a vivir con humanidad y
confianza en Dios. A lo largo del
estudio, contemplaremos el desarrollo de la Ciencia y la iluminación creyente
que le confiere la Escritura.
1.La ciencia
mesopotámica, trasfondo de la cultura bíblica
La Escritura ensalza la
personalidad de Salomón como eminente científico, amante de la botánica y la
zoología: “Trató sobre las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo; disertó
también acerca de cuadrúpedos, aves, peces y reptiles”. Además, también le
atribuye conocimientos musicales, literarios y filosóficos: “Compuso tres mil
proverbios y su cancionero contenía mil cinco poemas” (1Re 5,9-14). La
sabiduría de Salomón refleja el tesón académico de las escuelas de Jerusalén;
el ámbito donde los estudiosos escudriñaban el movimiento de los astros, la
naturaleza y, sobre todo, el sentido de la existencia humana. Ahora bien, los
sabios de Judá, como acontecía en Oriente, participaban de la tradición nacida
en Mesopotamia. ¿Cómo era la ciencia del País del Eúfrates?
Como señala la historia, los sumerios entendían el universo como un “cosmos encantado”;
cualquier cosa, ya fuera la luz del sol o el movimiento de un azadón,
manifestaba el latido de un dios que provocaba la luz solar o el cavar de la
azada.
La parte inferior del cosmos estaba
constituida por la “Tierra”; el disco sólido, formado por montañas y valles,
surcado por ríos, y acotado por mares y lagos, ámbito de la existencia humana.
La parte superior conformaba el “Cielo”; el espacio en forma de bóveda que contenía una enorme masa de agua
dulce. Quizá la bóveda podría ser de estaño, pues los sumerios llamaban al
estaño “metal del cielo”. La bóveda también disponía de compuertas que al
abrirse, por orden divina, propiciaban la lluvia, la caída del agua almacenada
en la bóveda de estaño. Los sumerios llamaban a la “Tierra” era “An” y al “Cielo”
“Ki”, de ahí que el Cosmos se llamara “An-Ki”. Entre el “Cielo” y la “Tierra”
estaba el “aire”, en sumerio “Lil”, equivalente de nuestra atmósfera. La
denominación de cielo, tierra y aire constituyen también el nombre del dios que
representan; no en vano, el mundo sumerio era, como hemos dicho, un cosmos
encantado, identificado con los dioses y movido por ellos.
Al decir de los sumerios, el sol, la luna y
las estrellas estaban formadas por concentraciones de “aire” y dotadas de luminosidad.
Las estrellas fijas permanecían ancladas en la parte inferior de la bóveda
celeste, mientras los astros móviles (sol, luna, planetas) se desplazaban por
las estrías de la bóveda. Además, existían los “mares superiores” que bañaban
las costas. Bajo la superficie terrestre, había un gran depósito, el “Mundo
subterráneo” que almacenaba las sombras de los difuntos después de la muerte.
El conjunto del cosmos yacía suspendido en el seno de un “mar primigenio” que
lo envolvía; constituía una amenaza, pues, por voluntad divina podía
encabritarse y engullir el cosmos hasta destruirlo.
Al decir de la ciencia sumeria, el “mar
primigenio” existía desde siempre. El “mar primigenio” engendró la “Tierra
(An)” y el “Cielo (Ki)”. Cuando “Cielo” y “Tierra” comenzaron a separarse,
surgió entre ambos el “aire (Lil)”. Varias porciones de “aire” fueron
concentrándose hasta conformar el sol, la luna, los planetas y las estrellas.
Cuando los astros, emisores de luz y calor, quedaron anclados en la parte
inferior de la bóveda celeste, apreció sobre la tierra, por obra de los dioses,
el ser humano junto a los animales y vegetales.
La
Epopeya de Atra-Hasis describe el origen del hombre. Expone como los dioses,
cansados del trabajo que realizan en la tierra, deciden crear al hombre para que
haga su faena. Modelan al ser humano con arcilla amasada con la sangre de un
dios degollado, Tiamat; así pues, el hombre nace de la mezcla de sangre divina
y barro terrestre, y aparece esclavizado al capricho de los dioses como
sustituto de su labor sobre la tierra. La ciencia mesopotámica entendía que el ser
vivo en sentido pleno era el humano; los animales tenían un aspecto vital subordinado
al servicio del hombre, mientras los vegetales carecían de vida propia, eran
frutos de la tierra.
En definitiva, la idea del cosmos,
elaborada por la ciencia mesopotámica, mostraba una entidad encantada y amalgamada
con los dioses que regían su funcionamiento. El cosmos era la entidad ordenada
que permitía la existencia del hombre,
siervo de las divinidades; más allá del cosmos y en contraposición con él,
rugía el caos, eco del el “mar primigenio”, el ámbito donde no era posible la
vida humana ni el desarrollo social.
2.Interpretación bíblica
de la ciencia mesopotámica
En consonancia con la
ciencia oriental, anclada en la tradición sumeria, la Biblia percibe un Cosmos
pequeño. La Tierra constituía una superficie plana. Conformaba un continente
sostenido sobre columnas que al temblar provocaban terremotos (Sal 75,4; Job 9,6).
Los pilares de la tierra se sostenían, a su vez, sobre el abismo de un mar
situado bajo la superficie terrestre (Sal 24,2). Debajo de la tierra y entre
las columnas que la sostenían, destacaba un habitáculo llamado “Sheol” (Gn
37,35); el ámbito donde descansaban las sombras de los difuntos. Bajo la
superficie de la tierra destacaba un inmenso depósito de agua que alimentaba
los mares, las fuentes, y los ríos (Prov 8,28). Los extremos de la superficie
terrestre veían erguirse altas montañas, las columnas del cielo (Job 26,11),
que sostenían una campana transparente: el firmamento (Gn 1,6-10). Sobre la
superficie del firmamento reposaba una gran masa de agua, “las aguas de encima
del firmamento” (Gn 1,7); y a lo largo del mismo existían las “compuertas del
cielo” (Is 24,18) que, al abrirse por orden de Dios, desencadenaban la lluvia
(Mal 3,10).
El firmamento separaba las aguas de la
superficie de la tierra (mares, lagos, ríos, fuentes) de las aguas situadas
sobre el firmamento que ocasionaban la lluvia (Gn 1,6); y, además, sostenía el
sol, la luna, y las estrellas (Gn 1,14-18). Como señala la Escritura, el sol y
la luna, no son dioses; penden del firmamento “para separar el día de la noche,
y servir de señales para distinguir las estaciones, los días y los años” (Gn
1,14); también desempeñan la tarea de “alumbrar la tierra” (Gn 1,15). El sol
durante el día y la luna por la noche recorrían la campana del firmamento. Las
aguas emplazadas sobre el firmamento estaban a su vez recubiertas por otra
superficie sólida que envolvía todo el Cosmos (Gn 1,6). Más allá de esta
segunda cubierta; o sea, más allá del Cosmos, despuntaba la morada divina, el
trono del Señor, inaccesible para el ser humano (Ez 1,22.26; 10,1).
La
superficie terrestre veía crecer las plantas; pues, a la orden de Dios, y a
tenor de la mentalidad antigua, “la tierra hizo brotar hierba verde que engendraba
semilla según su especie, y árboles que dan fruto” (Gn 1,12). Después, el Señor
determinó que bulleran las aguas de seres vivientes, y que los pájaros volaran
sobre la tierra”; a continuación, creó los grandes cetáceos; acto seguido, dio
origen a los animales terrestres, y finalmente, al ser humano (Gn 1,11-27).
Cuando comparamos la visión bíblica del Cosmos
con la representación mesopotámica, apreciamos la semejanza estructural; en
ambas, el cosmos tiene tres partes (firmamento, tierra, sheol), y contemplan al
hombre sobre la superficie terrestre, rodeado de animales y vegetales. Sin
duda, cuando los autores bíblicos compusieron los relatos de creación, tenían
presente la perspectiva con que la ciencia oriental entendía el Universo. Sin
embargo, contemplaron la ciencia mesopotámica desde los parámetros de la fe
israelita.
Mientras la tradición mesopotámica es
politeísta, la perspectiva bíblica señala la existencia de un solo Dios que
crea el Cosmos entero (Gn 1,1-31). La Escritura aplica el término “crear” tan
solo a la actuación divina; el hombre construye o fabrica, pero solo Dios crea.
Cuando la Biblia sentencia que Dios es el creador de todo, certifica que en el
hondón del universo y en el alma de cada persona no anida el vacío, sino la
actuación divina que desea el bien del cosmos y del ser humano (Is 40,28;
41,20). Como hemos expuesto, los dioses mesopotámicos se identifican con las
entidades cósmicas, Sol o Luna; en cambio el Dios bíblico, aunque haya creado
el Cosmos, no se confunde con la realidad creada (Is 40,12-26; 44,6). Las
divinidades orientales modelaban al hombre para someterlo a su capricho. En
cambio, la Escritura enfatiza como Dios crea al hombre a su imagen y semejanza
(Gn 1,26) para que oriente, según el designio divino, el destino del Cosmos:
“llenad la tierra y sometedla; dominad sobre […] todos los animales que se
mueven en la tierra” (Gn 1,28). En último término, la tradición mesopotámica
entendía que el Cosmos “se sostenía sobre el mar primigenio”, pero según la
Escritura “está sostenido en las manos de Dios” (Sal 8); mediante esta
metáfora, la Biblia desvela que bajo el aspecto del Cosmos “late el proyecto de
Dios en favor del ser humano” (Rom 8,18-23).
Así pues, los autores bíblicos recogieron las
características que la ciencia mesopotámica confería al Universo y al ser
humano; pero los contemplaron desde la óptica de la religión israelita, percibieron que en el hondón del Cosmos y en
el corazón del hombre palpita el proyecto divino en bien de la humanidad. El
cosmos, la vida y el hombre brotaban del designio divino y adquirían un
sentido, pues el hombre, creado a “imagen y semejanza de Dios” (Gn 1,26), debía
cuidar del cosmos (Gn 1,28) hasta el día final en que amaneciera “el cielo
nuevo y la tierra nueva” (Ap 21,1), metáfora de la humanidad asentada en la
plena comunión con Dios.
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