Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Al unísono con la explicación del cosmos,
la ciencia ahondó en la comprensión de la materia. La ciencia mesopotámica entendía
la realidad material como un todo continuo, sin fisuras. Sin embargo, lo
griegos, Leucipo y Demócrito (siglo V a.C.), intuyeron, desde la perspectiva
teórica, que la materia estaba constituida por átomos. Durante la edad media,
la teoría atomística cayó en el olvido, hasta que fue recuperada por Boyle
(1627-91) y Dalton (1766-1844). Desde entonces, los avances de la física y la química
han ido despejando la intimidad de la materia: perspectiva atómica de Thomson y
Rutherford; modelo estándar (Weinberg); mecánica cuántica (Heisenberg); teoría
de la relatividad (Einstein); teoría de cuerdas y supersimetría (Witten); hipótesis
del Big Bang (Lemaître, Hawking); antimateria (Dirac); teoría de la gran
unificación (Salam); naturaleza de la materia y la energía oscura (Perlmutter).
La sucesión de descubrimientos sugiere que
los resultados de la ciencia no constituyen un “un espejo perfecto de la
realidad natural”. La ciencia construye “modelos”, cada vez más precisos, pero
siempre provisionales, para entender el funcionamiento de la naturaleza. A modo
de ejemplo: Thomson (1903) supuso que el átomo estaba compuesto por una esfera
cargada de electricidad positiva donde se incrustaban los electrones de carga
negativa; poco después (1911), Rutherford sentenció que los electrones giraban
alrededor del núcleo. Las hipótesis de Thomson y Rutherford, tan diversas, no
constituían “un espejo de la realidad”, eran modelos, cada vez más precisos,
propuestos por la física para intentar comprender la realidad atómica. Lo mismo
había sucedido antaño con la ciencia mesopotámica, era un “modelo” trenzado por
los científicos para comprender la naturaleza. La Biblia, asentada en el mundo
oriental, tomó aquel modelo para describir la presencia de Dios en el origen
del mundo y en el corazón humano. La verdad propuesta por la Biblia no estriba
en la aceptación del modelo mesopotámico, tan provisional, sino en la
percepción, gracias al don de la fe, de la presencia divina sobre el cosmos y
en el hombre, descritos ambos por los modelos que propone la ciencia.
La sucesiva complejidad de la materia dio
lugar al origen de la Vida (Oparin, Miller, Urey), aparecida quizá en las
profundidades marinas y manifestada en las columnas de estromatolitos (Margulis).
La eclosión de la vida desencadenó el proceso evolutivo que dio lugar a procariotas, eucariotas, hongos, vegetales y animales. Aguzando la observación,
tanto la Biblia como la ciencia antigua percibieron la creciente complejidad de
los seres vivos. El Génesis percibe una gradación en la aparición de organismos
vivos; después de la vegetación, despuntan los animales acuáticos y las aves,
los cetáceos, ganados, reptiles, bestias salvajes, el hombre (Gn 1,1-28). Los
científicos griegos también percibieron una gradación en la complejidad de los
seres vivos (Heráclito, 536-470 a.C.); entre los modernos, fue creciendo la
perspectiva evolucionista (Malillet, 1656-1738), hasta llegar al evolucionismo
restringido de Buffon (1707-1788) y Linné (1707-1778).
A pesar de la intuición, hubo que aguardar
a Lamarck (1744-1829) para la confección de la primera teoría evolucionista con
fundamento científico, la hipótesis de la herencia de los caracteres
adquiridos. A modo de ejemplo; cuando una jirafa tiene que esforzarse por estirar
el cuello para alimentarse con hojas de árboles, el cuello tiende a alargarse; y,
sentencia Lamarck, los descendientes de la jirafa nacen con un cuello más
largo, heredado del esfuerzo de sus progenitores. La hipótesis de Lamarck no
era “un espejo de la naturaleza”, era un “modelo” para intentar comprender el proceso
de la evolución.
Y
como acontece con todo modelo, cayó en el olvido al aparecer la teoría de
Darwin (1809-1882), basada en la selección natural, expuesta en un libro
relevante: “Origen de las especies mediante la selección natural o la
conservación de las razas favorecida por la lucha por la vida”. Sigamos con el
ejemplo anterior. Un grupo de jirafas se alimenta de hojas de árboles. Con el
tiempo, las hojas escasean y solo pueden alcanzar las hojas los animales de cuello
largo; al poder alimentarse, las de cuello largo sobreviven, mientras las de
cuello corto mueren de hambre. Por tanto, concluiría Darwin, las jirafas de
cuello corto, al sorber la muerte, carecen de descendencia, con lo cual
desaparecen, mientras las de cuello largo engendran sucesores que heredan el
cuello de sus progenitores. Como en cada generación van desapareciendo las
jirafas de cuelo más corto, la especie se configura con animales de cuello
largo. La teoría de Darwin adquirió la confirmación científica con el
desarrollo de la paleontología (Waagen), la genética (Mendel), y la bioquímica
del ADN (Watson-Crick), hasta desembocar en el Neodarwinismo, la descripción
del genoma, y la Teoría sintética de la evolución (Dobzhansky, Huxley, Mayr,
Simpson).
La teoría evolutiva abraza también nuestra
especie; el mismo Darwin quiso exponerla en su obra “La descendencia del hombre
y la selección en relación al sexo”. Sin embargo, ha sido la paleontología
quien he intentado deslindar los mojones de la evolución humana. Nuestro linaje
se apartó de la línea de los chimpancés hacia entre 4,5-7 millones de años. A
continuación, brotó el Ardipithecus ramidus; más tarde las diferentes especies
de Australopithecus (bahrelghazali, afarensis, africanus, anamensis); después, amanecieron
los géneros Paranthropus, y Homo (ergaster, habilis, rudolfensis, erectus,
antecessor), hasta aparecer nuestra especie: Homo sapiens sapiens (Carbonell);
nuestra especie convivió con otras del género Homo.
Cuando Darwin publicó su autobiografía,
sentenció: “Parece no haber más propósito en […] la acción de la selección
natural que en la dirección en que sopla el viento”. De ese modo, sostenía que
el proceso evolutivo no se dirige hacia un objetivo pre-establecido, como
pudiera ser la aparición del Homo sapiens; sino que se desarrolla, como dirá
más tarde Monod, al azar de la naturaleza y al empeño por subsistir que caracteriza
a todo ser vivo. La extinción de los dinosaurios y la eclosión de los mamíferos
parecen confirmar el azar por el que zigzaguea el proceso evolutivo; pues quizá
si un meteorito, hace 65 millones de años, no hubiera impactado contra la
Tierra y provocado la extinción de los dinosaurios, tal vez los mamíferos no
hubieran evolucionado en la línea que originó el género Homo. Conviene precisar
que el papel de la paleontología no estriba en determinar el “objetivo final”
al que apunta la evolución, sino en establecer “modelos teóricos” para explicar
el proceso evolutivo; aun así, los fósiles registran la complejidad creciente
de los seres vivos: no es lo mismo una bacteria que un león, aunque las bioquímica
de ambos respondan a procesos parejos.
Un intento por dotar a la teoría evolutiva de un “objetivo final”
lo constituye la hipótesis del “Diseño inteligente”; supone que en los procesos
atómicos o evolutivos actúan “fuerzas misteriosas”, “demiurgos”, “energías
divinas” que dirigen, independientemente del modelo científico, la senda de la
evolución. A nuestro entender, el Diseño inteligente introduce en la propuesta
científica, basada básicamente en la selección natural, un componente ajeno a
la ciencia, “fuerzas misteriosas”. El creyente estudia los “modelos evolutivos”
que propone la ciencia, sin mezclarlos con cuestiones no científicas; pero, y
eso es decisivo, a la luz de la Escritura emprende la lectura creyente de la
propuesta científica para intuir, desde la fe, la actuación divina en el Cosmos
y en el Hombre.
La Biblia impele al creyente a profundizar en
la comprensión del proceso evolutivo, propuesto por la ciencia, para
interpretarlo desde la óptica de la fe. Como subraya la Escritura, el Señor es
el creador de todo (Is 41,20; Rm 4,17); es decir, Dios está en el origen del
Cosmos y en el hondón del ser humano. Pero también “el Señor determina desde
sus orígenes el curso de la historia” (Is 41,4); o sea, el proceso evolutivo
del mundo y del hombre reposan, desde el horizonte creyente, en el designio
divino, hasta el día final en que advenga el “cielo nuevo y la tierra nueva”
(Ap 21), metáfora de la humanidad que ha alcanzado la plenitud en Cristo
resucitado (Col 1,15-20).
Un
pionero en la reflexión sobre la relación entre Escritura y Ciencia, Teilhard
de Chardin, meditó en su obra, “El Medio Divino”, sobre el sentido de la
evolución, contemplada desde la óptica bíblica. Al decir del autor, la
evolución de la materia desembocó en la “biosfera”, conjunto de seres vivos que
pueblan la Tierra; entre los seres vivos, el proceso evolutivo engendró la
“noosfera”, alusiva al ser humano dotado de conciencia y libertad; la nooefera
evoluciona hacia el “Punto Omega”, eco de la plenitud humana; para el creyente,
el punto omega constituye la metáfora de Cristo, mientras el Cosmos es el
“medio divino”, el ámbito de la revelación de Dios al ser humano.
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