Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Durante el tiempo de Pascua hemos celebrado solemnemente la presencia de
Jesús resucitado entre nosotros. Hoy cincuenta días después del domingo de Pascua,
el día de Pentecostés, acaba el tiempo pascual; hoy celebramos la venida del Espíritu
Santo sobre los Apóstoles en Jerusalén, y sobre todos los cristianos para que podamos
dar testimonio de Jesús.
Como explica el Antiguo Testamento,
la fiesta más importante del pueblo judío, nuestros hermanos mayores en la fe,
era la Pascua, donde celebraban la ocasión en que el Señor los había liberado de
la esclavitud de Egipto. Cincuenta días después de la Pascua, celebraban otra fiesta,
conocida como el Pentecostés del Antiguo Testamento, donde conmemoraban la ocasión
en que el Señor había entregado los diez mandamientos a su pueblo para que,
observándolos con constancia, pudiese dar testimonio de la bondad de Dios. Sin
duda, el profeta Jeremías participaba en esta fiesta y participando en ella
reflexionó sobre la importancia de los diez mandamientos; constataba que las fuerzas
humanas no bastaban para cumplir los diez mandamientos, porque con demasiada
frecuencia la fuerza del pecado derrota la buena intención de las personas. Luego
preguntó al Señor donde había que encontrar la fuerza para poder observar los
mandamientos. Y el Señor le respondió: “Mira, pondré mi ley en su interior, la escribiré
en el corazón de cada persona. Después yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo.”
Más adelante, el Señor completó la respuesta y dijo al profeta Ezequiel: “Os
daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en vosotros; pondré mi Espíritu
en vosotros y así podréis cumplir mis mandamientos.”
¿Quién es el Espíritu Santo? El Espíritu
Santo no es una fuerza; los cristianos no creemos en fuerzas ocultas ni en el
destino que querría dominar nuestra existencia. El Espíritu Santo tampoco es
una energía; los cristianos no creemos en energías extrañas como los adivinos
que salen en televisión. Como prefiguraban Jeremías y Ezequiel, el Espíritu
Santo es la presencia misma de Dios en el corazón de cada persona. El Espíritu
Santo es la presencia misma de Dios que escribe la ley del amor en nuestro corazón.
El Espíritu Santo es la misma presencia de Dios en nosotros que quiere cambiar
nuestro corazón de piedra, metáfora de nuestro egoísmo, con el corazón de carne,
signo de la ternura y misericordia que tiene que caracterizar a los cristianos.
Como dice san Pablo en la Carta a los Gálatas, el Espíritu Santo es la presencia
de Dios en nosotros que nos hace contemplar a Dios con el rostro del buen padre
que nos ama, y no como una divinidad lejana y despótica como creían los paganos.
Como dice Jesús en el libro de los Hechos de los Apóstoles, el Espíritu Santo es
la presencia de Dios en nosotros que nos llena de valentía para anunciar el Evangelio
por todo el mundo. La Sagrada Escritura ha descrito esta presencia divina en el
corazón del hombre con metáforas que trasmiten la irrupción de la vida, como
son las lenguas de fuego que se posaron sobre los apóstoles en Pentecostés, o el
espíritu que planeaba sobre las aguas antes de la creación.
El evangelio que hemos proclamado
pone en boca de Jesús resucitado la manera de experimentar en nuestra vida la actuación
del Espíritu Santo. Cuando sembramos la paz a nuestro alrededor, estamos dejando
que el Espíritu actúe en nuestra vida. Cuando damos testimonio del Evangelio,
como hacía Jesús mostrando las llagas de las manos y el costado, permitimos que
el Espíritu se manifieste en nuestra vida. Cuando tenemos la valentía de confesarnos
cristianos en un ambiente adverso, dejamos que el Espíritu ponga en nuestros labios
palabras de misericordia. Cuando perdonamos de corazón a los hermanos, hacemos
posible que el Espíritu teja el mundo con los hilos del amor. En esta
Eucaristía abramos el alma al Espíritu y dejemos que nos llene de su amor y de
su misericordia.
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