Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
Como hemos señalado, el
libro de los Hechos, continuación de Evangelio, expone como la Iglesia, morada
de los discípulos de Jesús, compromete su existencia en la predicación del
Evangelio por todo el mundo. Con este planteamiento, leemos el libro de los
Hechos aunando dos perspectivas complementarias. Por una parte, los Hechos
relatan como la Iglesia, animada por el Espíritu, va forjando su identidad como
comunidad de los discípulos de Jesús; y por otra, el libro describe como la
asamblea de discípulos va comprometiendo su existencia, impulsada también por
el Espíritu, en el anuncio del Evangelio entre las naciones. Así pues, a medida
que los cristianos van forjándose como discípulos de Jesús se fraguan como
misioneros del Evangelio. Analicemos ambos procesos que, como hemos señalado,
acontecen simultáneamente.
Cuando leemos el conjunto del libro de
los Hechos y observamos, con especial
atención, los episodios alusivos a primera comunidad cristiana (Hch 2,42-47;
4,32-35; 5,12-16), apreciamos que la Iglesia, sostenida por el Espíritu, emerge
sobre cuatro pilares: celebración de la fe, comunión fraterna, misión
evangelizadora, y tarea catequética.
a.Celebración de fe.
Durante la última cena,
Jesús tonó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio a los apóstoles diciendo:
“Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.
Después de la cena, hizo lo mismo con la copa diciendo: Esta es la copa de la
nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros” (Lc
22,19-20). La actuación de Jesús no fue un gesto aislado, pues, como hemos
leído, dijo a los apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19). Por eso
los apóstoles, como revela el libro de los Hechos, reiteraban entre los
discípulos del Resucitado, adheridos a la comunidad, el acontecimiento de la
Cena del Señor: “Todos (referencia a la comunidad cristiana) […] perseveraban
en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). La locución “fracción
del pan” alude, desde la perspectiva cristiana, a la celebración de la
Eucaristía (ver: 1Cor 10,16; 11,24). La Eucaristía no se celebraba en el Templo
de Jerusalén, sino en la casa particular de algún cristiano y, como sugieren
los Hechos, estaba vinculada a la comida festiva: “partían el pan en las casas
y compartían los alimentos con sencillez de corazón” (Hch 2,46; ver 1Cor
20-34).
Junto a la celebración eucarística, los
discípulos, en unión con los apóstoles, no dejaban de entonar oraciones (Hch
2,42.47). La tarea esencial de los Doce radicaba en la oración y el ministerio
de la palabra (Hch 6,4); por eso enseñaban el arte de la plegaria a los
discípulos que se adherían a la comunidad (Hch 4,24-30). Sin duda, la
celebración de la Eucaristía, acendrada en la plegaria, asentaba en los
cristianos la convicción de que eran discípulos de Jesús; es decir, les
acrisolaba en la certeza de que el Resucitado estaba presente en el seno de la
comunidad, a la vez que les alentaba a llevar una vida acorde con las pautas
del Evangelio.
b.Comunión fraterna
La presencia del
Resucitado, celebrada en la Eucaristía y palpada en la oración, determinaba la
comunión fraterna entre los cristianos (Hch 2,42). Como sentencia el relato, “todos
los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y
haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno”
(Hch 2,44-45). El relato añade que no había entre ellos necesitados, quienes
tenían hacienda la vendían y entregaban el montante a los apóstoles para que lo
repartieran entre los desamparados; a modo de ejemplo, José, llamado también
Bernabé, vendió un campo y puso el dinero a los pies de los apóstoles (Hch 4,36-37).
Conviene precisar que la decisión de compartir los bienes no era fácil; pues,
como atestigua el caso de Ananías y Safira, provocó también disensiones que el
apóstol Pedro tuvo que afrontar (Hch 5,21-11). Ahora bien, a pesar de las
dificultades, los cristianos aspiraron siempre a vivir en el ámbito de la
comunión fraterna.
Durante el siglo I, tanto judíos como
griegos fundaban asociaciones cívicas para propiciar la solidaridad entre sus
miembros. No obstante, los cristianos no se consideraban una simple asociación,
sino una comunión fraterna (Hch 2,42); o sea, además de compartir los bienes,
“el grupo de los creyentes pensaban y sentían lo mismo” (Hch 4,32). ¿De dónde
nacía entre los cristianos tan gran empeño por “tenerlo todo en común”? Cuando el
judío o el pagano abrazaban el cristianismo, descubrían en Jesús al único
salvador que confería sentido a sus vidas (Hch 4,12), y como discípulos del
Resucitado, experimentaban en la comunidad cristiana los parabienes del
Evangelio (Hch 4,32.34); por eso quienes lo habían recibido “todo” de Jesús, no
dudaban en ponerlo “todo” al servicio de la comunidad cristiana, presencia viva
del Señor.
c.Misión evangelizadora
El fervor de la
Eucaristía y la comunión fraterna cincelaban la identidad de los cristianos
que, animados por el Espíritu, se lanzaban al anuncio del Evangelio. Los
misioneros predicaban el hondón del cristianismo; oigámoslo, a modo de ejemplo,
en palabras del apóstol Pablo: “Dios, según su promesa, suscitó en Israel un
Salvador, Jesús […] pero los habitantes de Jerusalén y sus jefes no
reconocieron a Jesús y […] sin haber hallado en él ningún delito […] pidieron a
Pilato que lo matase […] pero Dios lo resucitó de entre los muertos […] sabed,
pues, hermanos, que por él se os anuncia el perdón de los pecados. La salvación
que no habéis podido alcanzar con la Ley de Moisés, la alcanza a través de él
todo el que cree” (Hch 13,23-39). En definitiva, los discípulos proclamaban que
la presencia de Jesús resucitado llenaba de sentido la existencia humana, a la
vez que la vivencia del Evangelio hermanaba la comunidad con lazos de
fraternidad. El primer anuncio que los discípulos dirigían a judíos o paganos
para proponerles la verdad de Jesucristo recibe el nombre de “kerigma”; el
término, anclado en la lengua griega, subraya la valentía y la convicción de los
misioneros para proclamar la fuerza transformadora del Evangelio.
Los apóstoles, “dedicados a la oración y
al ministerio de la palabra” (Hch 6,1), priorizaban la tarea evangelizadora,
pues “realizaban muchos signos y
prodigios en medio del pueblo” (Hch 5,12); los apóstoles también iban al Templo
a predicar (Hch 5,21). A imitación de los apóstoles, los discípulos acudían al
Templo de Jerusalén (Hch 2,46), pues, como antiguos judíos, tenían costumbre de
ir el santuario: “Todos los creyentes se reunían en el Pórtico de Salomón” (Hch
5,12). El “Pórtico de Salomón” estaba en el patio mayor del Templo. Ahora bien,
para los discípulos evocaba la presencia de Jesús, pues “Jesús (cuando
predicaba) se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón” (Jn 10,23); así,
la presencia de los discípulos en el Pórtico constituía la manera de dar testimonio
de Jesús. Aunque nadie se atrevía a juntarse con ellos en público, “el pueblo,
sin embargo, los tenía en gran estima” (Hch 5,13; 2,47); y, como el testimonio
veraz siempre produce frutos (ver: Is 55,10-11), “una multitud de hombres y
mujeres se incorporó el número de los que creían en Jesús” (Hch 5,14).
Los discípulos se sabían mediadores de la actuación
salvadora de Jesús por eso no atribuían a sus propios méritos el crecimiento de
la comunidad, sino que lo adjudicaban a la voluntad del Resucitado: “El Señor
agregaba cada día a los que se iban salvando al grupo de los creyentes” (Hch
2,47). El mismo Jesús había confiado a los apóstoles la evangelización del
mundo: “Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta
los confines de la tierra” (Hch 1,8). Desde esta perspectiva, el libro de los
Hechos expone como los discípulos, atentos el mandato de Jesús y alentados por
el Espíritu, esparcen la semilla del Evangelio desde Jerusalén hasta Roma y
desde allí hacia el mundo entero.
d.Tarea catequética
El primer anuncio del
Evangelio atraía mucha gente a la comunidad cristiana, donde los nuevos
discípulos celebraban la presencia del Salvador en la Eucaristía y vivían la
comunión fraterna. No obstante, si los discípulos no ahondaban en el
conocimiento de Jesús y en la meditación de la Escritura, su conversión podría
reducirse a una cuestión sentimental o a una emoción pasajera. Por eso “todos
ellos (alusión a la comunidad cristiana) perseveraban en la enseñanza de los
apóstoles” (Hch 2,42), pues “los apóstoles daban testimonio con gran energía de
la resurrección de Jesús, el Señor, y todos gozaban de gran estima” (Hch 4,33).
Como es obvio, la enseñanza de los apóstoles no se limitaba al aspecto teórico,
pues “todos (eco de la comunidad cristiana) estaban impresionados, porque eran
muchos los prodigios y señales realizados por los apóstoles” (Hch 2,43); de ese
modo, los apóstoles instruían a la comunidad con la fuerza de la palabra de
Dios y el testimonio de su conducta evangélica.
Como hemos dicho, el primer anuncio cristiano
recibe el nombre de “kerigma”, mientras la reflexión posterior para profundizar
en el mensaje recibido se denomina “catequesis”. Aunque la dimensión
catequética aparece tras la mención de la “perseverancia en la enseñanza de los
apóstoles” (Hch 2,42), los Hechos explicitan diversas situaciones en que la
comunidad profundiza mediante la catequesis en el conocimiento del Evangelio. En
el clima de la plegaria, Pedro y Juan catequizan a la asamblea mostrando que la
vida de Jesús estaba desde siempre en manos de Dios (Hch 4,23-31). Ananías,
cristiano de Damasco, debió instruir a Pablo después de su encuentro con el
Señor en el camino (Hch 9,10-19). Pedro catequizó a la comunidad de Jerusalén
sobre la necesidad, atestiguada por la voluntad divina, de bautizar a los
paganos (Hch 11,1-18). El envío de discípulos eminentes para anunciar el
decreto de la Asamblea de Jerusalén fue una ocasión de instrucción catequética
para las comunidades (Hch 15,22-30). El estilo catequético aparece de nuevo en
el discurso de despedida que Pablo dirige a los responsables de la comunidad de
Éfeso (Hch 20,17-38); y, sin duda, en las palabras que el apóstol dirigía a
quienes le visitaban cuando estaba preso en Roma (Hch 28,30-31).
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