jueves, 25 de febrero de 2016

PARÁBOLA DE LA HIGUERA ESTÉRIL


                                                             Francesc Ramis Darder
                                                            bibliayoriente.blogspot.com


La Cuaresma es el tiempo litúrgico en que recorremos la senda de la conversión para poder celebrar con hondura la resurrección del Señor, la Pascua. Por eso la celebración eucarística recoge los dos aspectos de la liturgia cuaresmal; por una parte, insiste en la importancia de la conversión, y, por otra, dirige nuestra mirada hacia la gloria del domingo de Pascua. El domingo pasado leíamos el evangelio de la transfiguración del Señor que orientaba nuestros ojos hacia la gloria de la resurrección; a modo de contraluz, el evangelio de hoy, la ‘parábola de la higuera estéril’, devuelve nuestra atención hacia el compromiso de la conversión; hacia el compromiso de la vivencia de la misericordia.

Cuando Jesús predicaba, algunos le contaron la crueldad de Pilato contra los galileos. Al decir de la historia, Poncio Pilato fue un gobernador romano muy cruel. Cuando los habitantes de Galilea, situada al norte de Israel, protestaron contra la arbitrariedad romana, Pilato los reprimió con dureza. Como insinúa el Evangelio, Pilato se presentó en Galilea mientras los judíos estaban ofreciendo sacrificios; entonces detuvo a varios, los hizo ejecutar, y mezcló su sangre con la de los sacrificios que estaban ofreciendo.

    Quienes relataron el suceso a Jesús, pensaban que la muerte de los galileos constituía, en último término, el castigo divino contra la maldad de aquellos hombres; interiormente pensarían que si aquellos galileos se hubieran convertido, no les habría alcanzado el castigo divino que los arrojó a la muerte. Quienes dialogan con Jesús suponen que la propuesta de conversión no va con ellos, que quizá se consideran buenos, va para los otros, los galileos, que deberían ser malvados, por eso murieron. Conviene precisar que los judíos ortodoxos despreciaban a los judíos galileos, pues, según decían, practicaban la religión con cierta ligereza. Indignado de la actitud soberbia, Jesús dice a sus interlocutores: “si no os convertís, todos pereceréis igual”; es decir, Jesús declara que propuesta de conversión se dirige a todos por igual.

    Ahondando en la cuestión, Jesús expone el luctuoso suceso de la torre de Siloé; cuando su derrumbe acabó con dieciocho personas. Al decir de Jesús, la muerte no procede del castigo divino contra la supuesta maldad de aquellos hombres; como si los difuntos hubieren purgado sus pecados con la muerte, mientras los supervivientes debieran la vida a su buena conducta. Valiéndose del ejemplo, Jesús reitera que la propuesta de conversión se dirige a todos sin distinción; sentencia: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.      

   La palabra “conversión” significa literalmente “girar la dirección de nuestra mirada”; es decir, señala la decisión de abandonar la seducción del pecado para recorrer la senda de los mandamientos. Ahora bien, la conversión no es solo un ejercicio psicológico, ni las fuerzas humanas bastan para alcanzarla; pues la conversión, el empeño por vivir según el Evangelio, solo se consigue con la fuerza que Dios mismo nos ofrece. La conversión consiste en permitir que la misericordia de Dios empape nuestra vida hasta trasformarnos en testigos veraces del Evangelio; ahí entra en juego el significado de la parábola que hemos leído, ‘la higuera estéril’.

    La higuera sin fruto constituye una metáfora de nuestra vida; a menudo cargada de hojas, alegoría de falsas apariencias, pero carente de frutos, símbolo de la práctica de la misericordia. Así como la higuera sin frutos destruye el terreno, como señala el Evangelio, la aparente vida cristiana sin frutos, metáfora de una vida sin misericordia, constituye un escándalo para la sociedad humana. La imagen del viñador simboliza la identidad de Jesús; mientras la disposición del viñador para entrecavar y abonar la higuera refleja la actitud misericordiosa de Jesús hacia nosotros, representados por la higuera sin frutos. Aún sabiendo que somos un árbol sin frutos, Jesús vierte sobre nosotros su misericordia, oculta tras la decisión de cavar y abonar la higuera, con la confianza en que lleguemos a dar frutos de misericordia.

    Surge ahora una pregunta: ¿cómo podemos abrir el corazón al Señor para que vierta su misericordia en nuestra vida y nos abra la puerta de la conversión? El Evangelio de Lucas, llamado ‘Evangelio de la misericordia de Dios’, propone dos actitudes que deben darse conjuntamente. La primera es la oración confiada. Como decía Teresa de Jesús, “orar es hablar de amor con quien sabemos que nos ama”; parafraseando la frase, podríamos decir: “orar es implorar la misericordia de manos del Dios de la misericordia”. La segunda es la opción por los pobres. No en vano, el Evangelio de Lucas sitúa el Padrenuestro (Lc 11,1-4), la oración por excelencia, después de subrayar la actitud servicial de María, la hermana de Lázaro (Lc 10,38-42); pues la actitud servicial hacia el prójimo, eco de la vivencia de la misericordia, confiere autenticidad a nuestra plegaria.

    La conversión no se reduce a un ejercicio ascético; consiste en dejar que la misericordia de Jesús empape nuestra vida hasta trasformarnos en testigos de la misericordia de Dios en la sociedad humana. Seguramente, los fariseos que hablaban con Jesús hacían un esfuerzo notable para alcanzar la perfección, pero les faltaba lo esencia: dejarse abrazar por la misericordia de Dios. En esta Eucaristía pidamos al Señor que nos convierta en testigos de su misericordia para que el mundo descubra, a través de nuestra conducta, el rostro misericordioso de Dios.



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