sábado, 28 de febrero de 2015

EL SACRIFICIO DE ISAAC

    Francesc Ramis Darder

El relato del sacrificio de Isaac ha sido sometido, como pocos, a la disección literaria y a la interpretación exegética (Gn 22,1-14.19). La mayoría de apreciaciones abarcan sin agotarlo algún aspecto del sentido último del pasaje. Pongamos tres ejemplos, entre otros muchos, de las explicaciones más conocidas. Muchos autores sitúan el quicio de la narración en la obediencia absoluta de Abrahán a la exigencia del Señor, pues el patriarca no desdeña el sacrificio de su único hijo para obedecer la orden de Dios. De ese modo y al decir de muchos comentaristas, cuando los israelitas escuchaban el relato comprendían que su vida dependía de la misericordia de Dios, y de ahí intuían la necesidad de guardar los mandamientos para complacer al Señor, como lo hiciera Abrahán. Aunque la exigencia de Dios fuera incomprensible para el intelecto humano, el hombre debía obedecer el mandato divino, pues Dios, señor de la Historia, tenía planes que permanecían ocultos a la perspicacia del ser humano.
     Otros exegetas descubren en la crónica la expresión literaria del repudio de los sacrificios humanos en el culto israelita; la posición difícilmente se sostiene, pues el ofrecimiento de víctimas humanas nunca formó parte de ningún ritual israelita. Algunos comentaristas detectan en el fondo de la narración el eco del antiguo relato etiológico de la fundación de un santuario donde se ofrecerían sacrificios animales; la costumbre del santuario israelita diferiría del ritual de los templos cananeos en los que se inmolaban víctimas humanas, desde esa perspectiva la función del relato estribaría en deslindar la naturalaza del culto hebreo de la praxis cananea, enmarcada en el ámbito idolátrico.
    Aunque la historia de la redacción de Gn 22,1-14.19 es larga y compleja, es posible extraer el hilo conductor del relato. Dios exige a Abrahán que tome a su hijo Isaac. Le ordena que lo lleve a la región de Moria y que allí lo ofrezca en holocausto sobre el monte que el mismo Señor le indicará. Abrahán, tras preparar la leña del holocausto, partió con Isaac hacia el lugar señalado. Abrahán dispuso el sacrificio de su hijo, pero, cuando estaba a punto de matarlo, el ángel del Señor impidió el degüello. Después, Abrahán tomó un carnero y lo ofreció en lugar de su hijo. El patriarca, finalmente, puso el lugar del sacrificio bajo advocación divina: “el monte del Señor provee” (Gn 22,14).
    El relato contiene todos los elementos propios del ritual de los holocaustos: leña, fuego, cuchillo, altar, víctima (Isaac, carnero), oferente (Abrahán) y referencia a Dios (subiremos para adorar al Señor); conviene recalcar que la disposición del sacrificio es la misma para Isaac que para el carnero. La técnica sacrifical es idónea para el holocausto. Abrahán toma los enseres y sube con la víctima (Isaac) al lugar del sacrificio. Abrahán erige el altar, prepara la leña y después ata a su hijo poniéndolo sobre el ara, encima de la leña. En ese punto irrumpe en el relato la intervención imprevista de Dios. El Señor, por medio de su ángel, veta el sacrificio y reconoce la obediencia del patriarca a la orden divina. Abrahán sin alterar los preparativos del sacrificio toma un carnero y lo ofrece en el altar; y, como sucedía en la fundación de un templo, pone el lugar sagrado bajo la advocación divina.
   La hondura teológica del relato demanda la precisión de algunos términos. El Monte Moria fue localizado por el Cronista en el Monte del Templo (2Cr 3,1), recogiendo, en torno al siglo IVa.C., una tradición anterior; de ese modo, lo que el Génesis denomina región de Moria (Gn 22,2) se convierte para el autor cronista en el Monte Moria y se identifica con el Monte del Templo de Jerusalén. La indicación espacial: “hacia el lugar (mqwm) que Dios le había indicado” (Gn 22,3), referida al “lugar” donde ha de ser sacrificado Isaac, alude al emplazamiento del templo, el “lugar” que el Señor ha elegido para los sacrificios que su pueblo debe ofrecerle (Dt 12,13.14.18; 16,2; Neh 1,9).
    Volvamos ahora por un instante la mirada hacia el relato concerniente a la vocación de Abrahán (Gn 12,1-3). La narración subraya la promesa que el Señor hizo solemnemente a Abrán: “Haré de ti un gran pueblo […] por ti serán benditas las naciones de la tierra” (Gn 12,1-3). El libro del Génesis subraya que Isaac es el único depositario del juramento divino, pues dijo el Señor al patriarca: “la descendencia que llevará tu nombre será la de Isaac” (Gn 15,4; 21,12). Podemos decir, en ese sentido, que la figura de Isaac representa la identidad del pueblo, pues del tronco de Isaac nace Jacob de quien surgen las tribus de Israel, símbolo de la globalidad del pueblo; por esa razón, la imperiosa muerte de Isaac sobre el altar del sacrificio simboliza la inminente desaparición de la comunidad hebrea.
    El carnero es un animal utilizado en el culto sacrificial (cf. Lv 8,22; Nm 7,15; Ez 46,4), pero también constituye, entre otros indicios, una metáfora del rey y los príncipes. Así lo expone la profecía de Ezequiel en varios pasajes: el relato concerniente a la derrota de Gog, identifica a los guerreros valientes y a los príncipes con los carneros (Ez 39,18); en el seno de alegoría del cedro (Ez 31), la mención del carnero alude a Nabucodonosor a quien llama: “carnero de las naciones” (Ez 31,11); en el ámbito de la alegoría sobre el faraón, la alusión al carnero remite a los héroes valientes (Ez 32,21); en el cañamazo de la alegoría del águila, la presencia del carnero remite a los grandes del país, refiriéndose al rey y a los príncipes, la corte de Jeconías que marchó al exilio (Ez 17,12-18). La visión de Daniel concerniente al carnero y al macho cabrío (Dn 8) asocia el carnero con los reyes de Macedonia y Persia (Dn 8,6-7; 8,20). El Canto triunfal de Moisés equipara a los príncipes de Edom y los fuertes de Moab con carneros desfallecidos (Ex 15,15). Finalmente, aunque exista un problema de crítica textual, el contenido de 2Re 24,15 menciona a los carneros para mentar a los nobles del país que acompañaron a la familia real al exilio babilónico.
    El análisis terminológico ha sugerido la simbología del relato. Zorobael y su corte acompañado de Josué y la estirpe sacerdotal cruzan los umbrales de Sión. Entonces el rey, Zorobael, desaparece de la escena política para dar paso a la prestancia sacerdotal de Josué. Cómo decíamos antes, el ocaso de la corona y el alba del altar se debió a razones políticas, pero provocó una densa pregunta teológica: ¿Por qué el Señor ha quebrado la promesa que hizo a David y la ha traspasado, en cierto modo, al sacerdote? La tiniebla del quebranto suscita las cuestiones más profundas, como si las preguntas no fueran otra cosa que la mejor forma de oración que nos ha sido concedida. Quienes vivían en Judá no podían responder a la pregunta, sólo podían escarbar en el sentido religioso de los hechos; y precisamente de ahí, del anhelo de encontrar el sentido del suceso, compusieron, recogiendo tradiciones antiguas, el relato del sacrificio de Isaac.
    Abrahán, en el relato sacrificial, desempeña el papel del sacerdote, evoca, en ese sentido, la identidad de Josué. Isaac constituye la metáfora del pueblo. El carnero es la viva imagen del rey, Zorobabel. El monte, el lugar donde Abrahán sacrifica, alude al monte del Templo de Jerusalén, la región de Moria. El altar es el símbolo del ara del Santuario de Sión. Debemos recalcar que el protagonista decisivo es el Señor, él es quien exige a Abrahán la ofrenda y quien detiene, por medio del ángel, la mano del patriarca. El quicio simbólico del relato estriba en que Abrahán, metáfora del sacerdote Josué, por indicación de Dios, salva la integridad del pueblo, representado por Isaac, propiciando la desaparición del rey, Zorobabel, oculto tras la simbología del carnero. De ese modo, Abrahán, metáfora del sacerdocio de Josué, sacrifica el carnero, símbolo de la autoridad dinástica de Zorobabel, para que pueda sobrevivir el pueblo, representado tras el rostro de Isaac; todo eso sucede durante los primeros avatares que trenzaron la simbiosis entre quienes volvieron del exilio y quienes habían permanecido en Judá.
    A tenor del planteamiento de la reflexión teológica, quienes alcanzaron volvieron del exilio percibieron, desde la óptica teológica, que tras la muerte de Zorobabel y la ascensión de Josué latía la intervención de Dios en la historia para salvar a su pueblo de la extinción que quizá le aguardaba en el territorio de Yehud. Con toda certeza, la llegada de los exiliados encendió el conflicto entre las ruinas de Jerusalén. La enconada contienda enfrentó, sin duda, a quienes habían permanecido en Judá con quienes habían vuelto del exilio. La acritud de las disputas alentaba la intervención de los persas para acallar la revuelta. La subsistencia del pueblo estaba en peligro. Entonces quienes habían vuelto del exilio percibieron que la desaparición de la monarquía a favor del sacerdocio era la única forma de salvaguardar la subsistencia del pueblo en la tierra judaíta, pues sólo de ese modo las autoridades persas dejarían de temer cualquier explosión nacionalista que pudiera ensombrecer su poderío.
     El relato del sacrificio de Isaac narra, desde la perspectiva metafórica, la experiencia creyente que acabamos de explicar. Quienes habían vuelto del exilio entendieron, desde la perspectiva teológica, que tras los avatares políticos de la desaparición de Zorobabel y de la ascensión de Josué palpitaba la intervención de Dios en la historia: el Señor había propiciado la desaparición de la corona a favor de la pujanza del ephot cómo forma de perpetuar la identidad del pueblo hebreo en la tierra recién recobrada tras las penurias del exilio.

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