Francesc Ramis Darder
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Cuando Nabucodonosor cercó
Jerusalén, Jeconías salió a su encuentro con la familia real y su corte para
rendirle pleitesía; pero Nabucodonosor los deportó a Babilonia, junto con los
pudientes, cerrajeros, artesanos y guerreros, llevándose también el tesoro del
templo y del palacio. Impuso como rey a Matanías, tío de Josías, a quien dio el
nombre de Sedecías (597-587 a.C.). La situación de Judá era compleja: Sedecías,
títere de Babilonia, estaba en manos de la nobleza (38,5.19); muchos judaítas,
especialmente los deportados, reconocían la realeza de Jeconías y desdeñaban la
autoridad de Sedecías (Ez 1,2); por si fuera poco, algunos nobles habían tomado
posesión de las tierras de los desterrados y, con la intención de afianzar la
propiedad, depositaban la legitimidad dinástica en Sedecías (Ez 11,14-15;
33,24).
Tales desavenencias, pensaba Jeremías,
atraerían la vara babilónica que golpearía la nación hasta extinguirla; por eso
la tarea del profeta se orientó hacia los deportados y hacia quienes
permanecían en Judá. El profeta remitió a los desterrados una carta lúcida:
“Construid casas y habitadlas […] engendrad hijos […] buscad la prosperidad del
país (Babilonia) […] porque su prosperidad será la vuestra” (29,4-7). A pesar
de la advertencia, los deportados se dejaban seducir por la voz de Ajab, hijo
de Colayas, y Sedecías, hijo Maasías, profetas de la corte, llevados a
Babilonia. El mismo Semayas envió una misiva a Jerusalén para quejarse ante el
sacerdote Sofonías de la conducta de Jeremías. El curso de la historia
determinó la sublevación de los deportados. Cuando una conjura del ejército y
la nobleza babilónica agitó la corte de Nabucodonosor (595-594 a.C.), parte de
la nobleza judaíta exiliada participó en la conspiración. No obstante, la
impostura fracasó: Nabucodonosor afianzó la corona, asó a los profetas rebeldes
(Colayas, Sedecías), metió en la cárcel a Jeconías y apretó la correa a los
desterrados. La comunidad deportada comenzó a percibir en las palabras de
Jeremías la clave para conservar la vida: “Construid casas y habitadlas”
(29,4-9).
Aprovechando la sublevación de la corte
babilónica, los estados de Siria-palestina, apoyados por el faraón Psamético II
(594-589 a.C.), intentaron sacudirse el yugo de Nabucodonosor. Los embajadores
de Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón se reunieron en Jerusalén, al amparo de
Sedecías, para tramar la asonada (594 a.C.). Los profetas de la corte,
especialmente Jananías, alentaban la revuelta y auguraban el regreso de los
deportados al cabo de dos años. La sagacidad de Jeremías desautorizó la vanidad
de la corte y definió la única postura sensata: “Someteos al rey de Babilonia
si queréis seguir con vida” (27,17). La historia confirmó el dictamen. Cuando
Nabucodonosor recuperó el poder, la coalición se deshizo; y Sedecías renovó la
pleitesía ante el emperador (29,3; 51,59).
La pugna entre Egipto y Babilonia
continuó. Tanto el faraón Psamético II como su hijo Jofra (589-570 a.C.)
perseguían el control de Siria-palestina; a modo de contrapunto, Nabucodonosor
fiscalizaba Siria-palestina para vigilar cualquier intentona egipcia. Al decir
de Jeremías, el futuro de Judá dependía de la cohesión interna del país,
asentada sobre la justicia, y del empeño por servir a Babilonia, opción triste
pero necesaria para poder sobrevivir (22,15; 27,17). Psamético II y su hijo
Jofra emprendieron la ofensiva contra Babilonia (598 a.C.); Judá, empujado por
Tiro y Amón, se adhirió a la revuelta. Nabucodonosor invadió Judá y sitió
Jerusalén (588 a.C). Con intención de confutar la revuelta, la corte ordenó la
manumisión de los esclavos para que participaran en la defensa de la ciudad.
Sin embargo, el avance egipcio determinó
que los babilonios aflojaran el cerco de Sión; entonces los amos volvieron a
subyugar a los esclavos. Jeremías denunció la injusticia y anunció la caída de
la ciudad; pues el cautiverio de los siervos mermaba las fuerzas defensivas y
propiciaba que colaboraran con el invasor (34,8-27). Aprovechando la tregua,
Jeremías visitó Anatot para asistir a un reparto familiar (37,12; 32,1-44).
Entonces Jirías, hijo de Jananías, profeta hostil, le acusó de pasarse a los
caldeos (37,13); después lo entregó a los jefes que le enceraron en casa del
escriba Jonatán (20,7-18).
Sedecías hizo llevar a Jeremías a palacio
para consultarle sobre la situación. El profeta denunció la mendacidad de los
consejeros y sentenció que el monarca caería en manos del rey de Babilonia
(37,19). Sedecías hizo custodiar al profeta en el patio de la guardia; desde
allí, Jeremías arengaba al pueblo: “el que se entregue a los caldeos seguirá
con vida” (38,2). La proclama encendía la ira de la nobleza (38,4). Los
cortesanos arrojaron a Jeremías en la cisterna del patio de la guardia; pero
Ebedmélec, el etíope, descubrió la traición y, a instancias de Sedecías, liberó
al profeta de la muerte.
Cuando el rey vuelve a consultarle, la
respuesta es dura: “Si te rindes a los generales del rey de Babilonia, salvarás
tu vida […] pero si no […] esta ciudad caerá en manos de los caldeos […] y tú
no escaparás” (38,17). Sedecías desoyó el consejo. Cuando las tropas
babilónicas asaltaron Sión, Sedecías y sus oficiales huyeron. Los caldeos les
detuvieron cerca de Jericó y los llevaron a Riblá. El emperador degolló a los
príncipes y a la aristocracia de Jerusalén, cegó al monarca y lo llevó a
Babilonia, donde murió. Los caldeos incendiaron el templo, el palacio y las
casas nobles. Abrieron brechas en las murallas de Jerusalén. Nabuzardán, jefe de
la guardia, deportó a Babilonia a los supervivientes y a los que se habían
pasado al ejército caldeo. Sólo dejó en Judá gente sencilla entre la que
repartió viñas y campos.
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