lunes, 25 de abril de 2016

JESÚS Y SUS DISCÍPULOS

                                      Francesc Ramis Darder
                                     bibliayoriente.blogspot.com



Después de recibir el bautismo de Juan y superar las tenciones del diablo en el desierto (Mc 1,1-13), Jesús fue a predicar a Galilea, decía: “Convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1,14-15). Pasando junto al lago de Galilea, llamó a los primeros discípulos: Simón, Andrés, Santiago y Juan (Mc 1,16-20). Cuando llegó con los discípulos a Cafarnaún, en la ribera del lado, realizó las primeras curaciones; después de orar y acompañado por los discípulos “se fue a predicar en las sinagogas por toda Galilea, expulsando demonios” (Mc 1,39). Curó enfermos y perdonó pecados; vio a Leví, hijo de Alfeo, al que hizo seguidor suyo (Mc 2,1-3,6); con sus palabras y gestos, Jesús alentaba que “le siguiera una gran muchedumbre” (Mc 3,7).

    Constatando la multitud de seguidores, Jesús designó doce a los que llamó apóstoles: Simón, a quien dio el sobrenombre de Pedro; Santiago, el hijo de Zebedeo, y su hermano Juan, a quienes llamó Boanerges, es decir, hijos del trueno; Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el hijo de Alfeo, Tadeo, Simón el Canaeo y Judas Iscariote, el que lo entregó. Jesús eligió a los doce por tres razones: “para que estuvieran con él, para enviarlos a predicar el evangelio con poder de expulsar demonios” (Mc 3,13-19). Conviene precisar que la primera razón radica en que los discípulos ‘estén con Jesús’; y a consecuencia de la amistad con Jesús nace el compromiso por ‘predicar el evangelio’ y el ‘empeño por expulsar demonios’, alegoría de la existencia comprometida en la edificación del Reino de Dios. Un grupo de mujeres también seguía los pasos de Jesús: María, su madre, María la Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de José, Salomé, y, como señala el evangelio “otras muchas que habían subido con él a Jerusalén” (Mc 15,40-41).

   La predicación y los milagros de Jesús acreditaban la irrupción del Reino de Dios en la sociedad de su tiempo; así lo proclama ante los fariseos: “Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12,28). La hondura de la plegaria, anclada en el Padrenuesto (Mt 6,9-13), y la vivencia de la Bienaventuranzas (Mt 5,1-12) acendraban la espiritualidad de los seguidores de Jesús, llenaban de consuelo el alma del pueblo y el corazón de los pobres, pero atraían, cada vez, las insidias de los poderosos. La predicación de Jesús adquiría el tono catequético de las parábolas (Mc 4,1-34), y sus milagros provocaban la admiración de la gente (Mc 4,35-6,5). Alentados por Jesús, los discípulos recorrían de dos en dos las aldeas para predicar la conversión y expulsar demonios (Mc 6,6-13). Por aquel tiempo,    Herodes Antipas hizo decapitar a Juan Bautista (Mc 6,14-29); sin duda, el acontecimiento causó un impacto profundo en el alma de Jesús.

    Como señala el evangelio, Jesús multiplicó los panes, caminó sobre las aguas, hizo muchas curaciones (Mc 6,30-57); y, como no podía ser otro modo, embistió contra la falsa religiosidad de los fariseos (Mc 7,1-16). Instruyó a los discípulos, ayudó a la mujer pagana, curó un sordomudo, multiplicó por segunda vez los panes, y devolvió la vista a un ciego (Mc 7,16-8,26). Al norte de Galilea, en Cesarea de Filipo, el apóstol Pedro reconoció la identidad profunda de Jesús; le dijo: “Tú eres el Mesías” (Mc 8,27-30). Dándose cuenta de la animadversión de los opulentos, Jesús anunció a los discípulos su pasión y resurrección (Mc 8,31-33). Más adelante, Jesús se transfiguró ante Pedro, Santiago y Juan; mientras una voz del cielo, metáfora de la identidad del Padre, desvelaba la identidad de Jesús: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo” (Mc 9,7).

    Conocedor de la inquina que provocaba entre los poderosos, Jesús, después en curar a un epiléptico, volvió a revelar a los discípulos su pronta pasión y resurrección (Mc 9,14-32). Ya de camino hacia Jerusalén, instruyó a los discípulos, les advirtió contra el escándalo, comentó con ellos las costumbres de su tiempo, les advirtió contra el peligro de la riqueza, volvió a anunciarles su muerte y resurrección, y curó al ciego Bartimeo (Mc 9,33-10,52).

    A medida que Jesús radicaliza su mensaje, los falsos admiradores, que oían su palabra sin practicarla, comienzan a abandonarle (Jn 6,66), mientras los fariseos, saduceos y partidarios de Herodes planean matarle (Mc 3,6). Sin embargo, Jesús no se arredra; entra en Jerusalén donde critica el boato del templo y la hipocresía farisea (Mc 11). Valiéndose de la parábola de los labradores homicidas, denuncia la falsía de los dirigentes (Mc 12,1-12); arremete contra el tributo exigido por los romanos (Mc 12,13-17); anuncia la resurrección de los muertos (Mc 12,18-27); y, evocando la Escritura, recuerda el mandamiento esencial: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas […] y […] amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-31). A continuación, denuncia el egoísmo fariseo y encomia la humildad de una viuda (Mc 12,38-44); después, anunciando el fin de los tiempos, alienta la fidelidad de los discípulos (Mc 13).

    Cuando faltaban dos días para la fiesta de la pascua y los panes sin levadura, los dirigentes judíos determinaron matar a Jesús (Mc 14,1-2). Mientras una mujer ungía a Jesús, Judas Iscariote acordaba con los dirigentes su entrega, a cambio de dinero (Mc 14,5-11). El primer día de la fiesta de los panes sin levadura, cuando se sacrificaba el cordero pascual, Jesús dispuso la celebración de la cena con sus discípulos (Mc 14,12-16). Durante la cena, anunció la traición de Judas, instituyó la Eucaristía, lavó los pies a los discípulos y les instruyó en la vivencia del Evangelio (Mc 14,17-25; Jn 13-17).

    Acabada la cena y tras cantar los himnos, Jesús y sus discípulos salieron hacia el monte de los Olivos; de camino, anunció las negaciones de Pedro (Mc 14,26-31). Llegados al monte, Jesús se retiró a un lugar llamado Getsemaní para orar; fue un momento de angustia en que puso su vida en manos del Padre: “¡Abba, Padre! […] no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mc 14,36). Ahora bien, los discípulos en vez acompañarle en la angustia, se durmieron entre las rocas; sin duda, el desinterés de los íntimos hizo mella en Jesús (Mc 14,32-42). De ponto, apareció Judas con guardia armada, detuvieron a Jesús y lo llevaron al Sanedrín que lo declaró reo de muerte; mientras Jesús comparecía ante el sanedrín, Pedro renegaba de él (Mc 14,43-72).

    El Sanedrín necesitaba la aquiescencia romana para sentenciar la pena de muerte, por eso condujo a Jesús ante Poncio Pilato. El gobernador no encontró delito en Jesús; por eso intentó canjear su vida por la de Barrabás, un asesino, e incluso recabó la opinión de Herodes Antipas (Mc 15,1-20; Lc 23,8-12). Sin embargo, el miedo y la presión de la autoridad judía quebraron la entereza de Pilato. Asustado y lavándose las manos, entregó a Jesús al suplicio de la cruz. Según la costumbre romana, Jesús fue azotado y después crucificado, entre dos ladrones. Camino del calvario, Simón de Cirene ayudó a llevar la cruz de Jesús. Antes de morir, Jesús exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). Cuando murió, el centurión que custodiaba el patíbulo dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39); algunas mujeres, metáfora del discípulo fiel, contemplaban su muerte (Mc 15,40).


    Muerto Jesús, José de Arimatea se presentó ante Pilato para recoger el cadáver. Lo envolvió en una sábana y lo puso en un sepulcro; María Magdalena y María la madre de José observaban dónde lo ponía (Mc 15,42-47). Pasado el sábado, el primer día de la semana, muy de madrugada, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé fueron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Cuando llegaron, la piedra que cerraba la tumba había sido retirada; entraron en el sepulcro, y un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca, les dijo: “Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí” (Mc 16,6). Después de resucitar, Jesús se apareció a María Magdalena, a dos discípulos que iban hacia la aldea de Emaús, y, por último, se apareció a los once diciéndoles: “Id por todo el mundo y proclamad el evangelio” (Mc 16,9-18). Después de hablarles, el Señor Jesús ascendió al cielo y se sentó a la diestra de Dios; los discípulos, por su parte, salieron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba con ellos, confirmando la palabra con los signos que la acompañaban (Mc 16,19-20).             

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