Francesc Ramis Darder
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La fiesta del Bautismo del Señor, que hoy celebramos,
concluye el ciclo de Navidad y Epifanía que hemos vivido con gozo. Durante el tiempo
de Navidad hemos celebrado un acontecimiento central de la fe. Dios por amor se
ha hecho hombre entre nosotros para enseñarnos a amar; así lo hemos repetido en
el evangelio de Juan: “El que es la Palabra se ha hecho hombre y ha plantado entre
nosotros su tabernáculo” (Jn 1,14). El tiempo de Navidad empezó con la misa de la
noche. El evangelio que leímos explicaba cómo los pastores iban al pesebre para
adorar al Señor. En tiempos de Jesús, el oficio de pastor lo ejercían los
pobres y la gente marginal. Así pues, el día de Navidad celebrábamos que Dios
se ha hecho hombre, pero también veíamos cómo este Dios hecho hombre se revelaba,
en primer lugar, a los pobres, representados por los pastores. El día de Epifanía,
la segunda gran fiesta de Navidad, contemplábamos cómo el Dios hecho hombre se
revelaba a todas las naciones, representadas por los sabios de Oriente. Hoy, fiesta
del Bautismo del Señor, broche del tiempo navideño, contemplamos cómo el Dios hecho
hombre, Jesucristo, se revela a los pecadores, es decir, a todos nosotros, representados
por los hebreos que acudían al Jordán para recibir el bautismo de Juan.
Cuando Juan Bautista
predicaba, el país de los judíos sufría una época adversa; tan adversa que la
gente suspiraba por la llegada del Mesías. Preocupado por la angustia de su pueblo,
Juan se estableció en el desierto de Judea donde predicaba el bautismo de
conversión a fin de que el pueblo preparase su vida para recibir al Mesías
esperado. Todos los que se sentían pecadores iban al Jordán y recibían el bautismo
para obtener el perdón de los pecados.
La primera
actuación de Jesús, ya como persona adulta, fue ir a recibir el bautismo de Juan.
Ahora bien, Jesús no era un pecador; así lo recalca la carta a los cristianos
hebreos: “Jesús es en todo igual a nosotros, exceptuando el pecado” (Hb 4,15). Pues,
si Jesús no tenía pecado, ¿por qué se puso en la fila de los pecadores para recibir
el bautismo de conversión? La respuesta la da el mismo Jesús en el evangelio: “No
he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2,17). Jesús viene a
proclamar a los cautivos la libertad, a los ciegos el retorno de la luz, a poner
en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor; por ello
Jesús se pone en la fila de los pecadores, para manifestar que su opción radica
en estar junto a los que más necesitan la ayuda de Dios para rehacer su vida.
Recordemos que Dios no nos ama porque seamos buenos, sino a fin de que podamos
ser del todo buenos.
En las religiones
antiguas, los dioses parecían tener en cuenta solo a los triunfadores; así las
divinidades griegas intimaban con los poderosos, ya fuesen Aquiles o Héctor. En
cambio, Jesús, la presencia encarnada de Dios entre nosotros, se une a la miseria
humana, representada por nuestro pecado, para transformarnos en testigos de la
misericordia divina en el mundo. Como dice el evangelio, la decisión de Jesús abrió
el cielo a los pecadores; es decir, nos abrió el cielo a todos nosotros. Del cielo
bajó el Espíritu Santo con la suavidad con que lo haría una paloma y se oyó la
voz del Padre que decía de Jesús: “Eres mi Hijo, mi amado; en ti me he complacido”
(Lc 3,22).
En el bautismo del
Señor se manifiesta la trinidad entera; el Hijo que recibe el bautismo de Juan;
el Espíritu que baja del cielo; y el Padre que habla desde las alturas. Subrayando
el énfasis de la manifestación divina, el evangelio remarca la profundidad del amor
de Dios hacia la humanidad entera. En esta Eucaristía, acerquémonos al Señor; Él
está a nuestro lado para revelarnos su amor y manifestarnos su misericordia.
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