Francesc Ramis Darder
bibliayoriente.blogspot.com
JESÚS DE NAZARET
LA PRESENCIA ENCARNADA DE DIOS ENTRE NOSOTROS
“Dar testimonio de Jesús
y tener espíritu profético es lo mismo”.
(Ap 19,10).
La Carta a
los Hebreos comienza con estas palabras: “Muchas veces y de muchas maneras
habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas; ahora
en este momento final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó
heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo” (Hb 1,1).
El Señor que modela nuestra vida con amor apasionado habló a nuestros padres
por boca de los profetas, pero hoy se dirige a nosotros por medio de su Hijo.
El Dios de
la vida exige la justicia (Amós) y habla con ternura (Oseas); guarda nuestra
vida (Isaías) y la protege en los momentos más duros (Jeremías); nos regala su
espíritu (Ezequiel) y nos transforma con su palabra (Segundo Isaías); y,
finalmente, nos promete la victoria final (Daniel). Pero ¿cuál es el rostro de
este Dios que ama apasionadamente? El Antiguo Testamento es el río que
desemboca en el Nuevo Testamento. Jesús de Nazaret es el profeta definitivo,
pues contemplando el rostro de Jesús vemos la mirada de Dios que transforma
nuestra vida con amor apasionado.
Leeremos el
NT desde la perspectiva catequética. Es decir, contemplaremos la manera en que
Jesús manifiesta a los discípulos su identidad más íntima, y cómo después de la
resurrección se les revela como Señor.
1. Jesús de Nazaret: el Mesías esperado y
sorprendente.
“Jesús
salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo y por el camino
les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo? ... Pedro le respondió: Tú eres el Mesías”
(Mc 8,27-30). ¿Qué significa la palabra “Mesías”?
El término
hebreo “Mesías”, y su traducción griega “Cristo”, significa “ungido”. En el
Antiguo Testamento los “ungidos” por excelencia; es decir, los “Mesías” eran
los reyes de Israel.
El rey de
Israel gobernaba desde la perspectiva política, militar y legislativa, pero
gozaba de una prerrogativa propia: era un rey ungido. Cuando el monarca hebreo
era entronizado, un profeta derramaba sobre la cabeza del soberano aceite
consagrado, de ese modo el profeta Samuel ungió a David (1Sam 16,13). La unción
confería al rey atribuciones religiosas con las que devenía mediador entre Dios
y los hombres; pero, sobre todo, le comprometía a gobernar con los criterios de
Dios: eliminar la idolatría, defender a los pobres, servir al pueblo, y
consolidar el Templo.
Los reyes
de Israel y Judá fueron numerosos, pero el AT sólo alaba especialmente el
comportamiento de David (1Sam 16 - 2Sam 6), Ezequías (2Re 18,1-8), y Josías
(2Re 23,24-27). Los demás monarcas, en general, son censurados, pues aunque
desde la perspectiva humana ganaran batallas y edificaran palacios, se
preocuparon poco de sembrar entre el pueblo la misericordia divina.
Los abusos
de la realeza llevaron a Israel al desastre (2Re 23,31 - 25,26). El año 587 aC
Nabucodonosor destruyó Jerusalén y deportó parte de sus habitantes a Babilonia.
Al volver del exilio (538 aC) el pueblo fue administrado por sacerdotes. El
sumo sacerdote recibió la unción que antes pertenecía a los reyes (Lv 4,3.5.16),
y de ese modo se hizo responsable de dirigir el pueblo con los criterios de
Dios.
Los
profetas contemplaban el fracaso de reyes y sacerdotes para guiar al pueblo con
las normas divinas. En los ambientes proféticos surgió el más intenso anhelo
por la llegada de un auténtico ungido, de un verdadero “Mesías” que viviera y
enseñara el plan de Dios (cf. Sal 2). El deseo del Mesías definitivo era tan
intenso que algunos esperaban la llegada de dos Mesías: un “Mesías Sacerdote”
para regir la esfera religiosa, y un “Mesías Rey” para los asuntos palaciegos
(Ez 45,1-8; Zac 4,1-14).
Las
condiciones sociales eran duras en Palestina durante el siglo I. Todos
suspiraban la llegada inminente del Mesías; pero, y eso es muy importante, el
Mesías que la gente esperaba tenía unas características distintas al Mesías
anunciado por el AT.
Los
profetas anunciaban el advenimiento del Mesías que traería el proyecto de Dios.
En cambio, los hebreos del siglo I esperaban un Mesías con tres
características. Deseaban un Mesías poderoso para desbancar militarmente a los
romanos. Querían un Mesías económicamente fuerte para eliminar de un plumazo la
pobreza. Y ansiaban un Mesías deslumbrante, ante quien no restara más
alternativa que la adulación.
Jesús es el
Mesías anunciando por el AT, pero no es el Mesías poderoso, rico, y
deslumbrante que la gente esperaba. Jesús es el Mesías, pero ejerce su
ministerio actuando como el “Hijo del Hombre”. Aplicado a Jesús, el título
“Hijo del Hombre” indica que Jesús no libera desde la fuerza del poder, la
capacidad material de tener o la astucia de la apariencia; sino desde la
humildad, la actitud de servicio, y la vida compartida.
Jesús no
redime con el poder sino desde la entrega y el servicio: “El Hijo del Hombre
no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos”
(Mt 20,28). Jesús no salva desde la riqueza, sino compartiendo la vida con
todos: “Si quieres ser perfecto, ve a vender todo lo que tienes y dáselo a
los pobres ... luego ven y sígueme” (Mt 19,21). Jesús no libera mediante la
apariencia deslumbrante, sino desde el oprobio de la cruz: “... se humilló a
sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp
2,8).
Jesús de
Nazaret es el Mesías anunciado en la Antigua Alianza, pero matiza su mesianismo
con el título de “Hijo del Hombre”. Jesús es el Mesías que enseña a amar con
los criterios de Dios: servicio, humildad, y experiencia de vida compartida.
2. Jesús: el Hijo del Hombre que actúa como Siervo de
Yahvé.
La
expresión “Hijo del Hombre” designó, en sus orígenes, al hombre mismo
contemplado desde su caducidad (Job 25,6), después adquirió un significado
profundo. Veámoslo.
a. Durante el exilio de Babilonia (587-538 aC).
El exilio
fue un tiempo difícil y a la vez privilegiado para el pueblo hebreo. Lejos de
su patria, el pueblo se sentía débil e imploraba la ayuda de Dios. El Señor
suscitó entre los desterrados al profeta Ezequiel a quien llamaba “Hijo del
hombre” (Ez 2,1.3). El título “Hijo del Hombre” no señala sólo la caducidad
humana de Ezequiel, designa metafóricamente a Israel oprimido que súplica el
auxilio divino para sobrevivir.
b. Durante la persecución de Antíoco IV Epífanes
(175-163 aC).
El rey
Antíoco IV oprimió al pueblo judío y atacó con violencia su religión y sus
costumbres. Durante la persecución, un autor anónimo, escribió el libro de
Daniel para infundir esperanza en el pueblo desolado. La obra de Daniel, a
través de la alegoría histórica, narra el sufrimiento de Israel y testimonia la
resistencia del pueblo que confía en la ayuda del Señor.
En el
momento más cruel de la persecución (Dan 7), el libro describe a alguien
semejante a un “Hijo del Hombre” presentándose ante el “Anciano” (Dan 7,13). El
“Hijo del Hombre” simboliza a la comunidad fiel al Señor que no sucumbe a las
insidias del opresor (Dan 7,18), y el “Anciano” representa a Dios que otorga a
la comunidad fiel la victoria final (Dan 7,27).
La voz
“Hijo del Hombre”, durante la persecución de Antíoco IV, encarna a la comunidad
oprimida y fiel al Señor, a la que la perseverancia y la fe otorgan el triunfo
definitivo.
c. En la época de Jesús.
Además del
AT el pueblo hebreo redactó excelentes libros, entre ellos destaca “el
Apocalipsis de Henoc”. Leído en perspectiva catequética, el libro presenta al
Hijo del Hombre como un personaje misterioso que Dios guarda en el cielo para
enviarlo a la tierra en los últimos tiempos. El Hijo del Hombre actuaría desde
la humildad, el servicio y la vida compartida, y devendría juez, salvador y
protector de los justos.
Tres
diferencias separan el concepto de “Hijo del Hombre” propio de la época de
Daniel, de la connotación que tenía en la época de Jesús. El Hijo del Hombre no
designa ya una comunidad sino a un individuo concreto. El Hijo del Hombre no
vive en la Tierra, sino que permanece en el Cielo para intervenir al final de
la Historia. El Hijo del Hombre no experimentará ningún dolor al actuar como
salvador, juez y protector.
La
diferencia crucial es la tercera: el Hijo del Hombre no experimenta sufrimiento
alguno cuando actúa con humildad, presta servicio a todos, y comparte la vida
con los discípulos y los pobres.
d. El Hijo del Hombre en la comprensión de Jesús.
Jesús
explica a sus discípulos la manera en que Él es Hijo del Hombre: “... empezó
a enseñarles que el Hijo del Hombre tenía que padecer mucho, que sería
rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la
Ley; que lo matarían, y a los tres días resucitaría” (Mc 8,31), pero sus
discípulos no entienden nada (Mc 8,32).
Los
apóstoles, igual que la gente de su tiempo, pensaban que el Hijo del Hombre
sería capaz de amar sin que le supusiera ningún padecimiento; cuando lo cierto
es que amar significa mucho esfuerzo y grandes renuncias. Servir implica
arrodillarse para lavar los pies al hermano (Ju 13,1-20), y compartir implica
entregarse gratuitamente para el bien del prójimo (Mt 7,7-12).
Si Jesús se
presentase como el Hijo del Hombre según la opinión de su época, los discípulos
creerían que servir, compartir, y ser humilde no implica ningún esfuerzo. Jesús
es el Hijo del Hombre, pero afirma que la opción por el amor supone la entrega
y el sufrimiento para edificar el Reino de Dios (cf. Mc 8,31).
El estilo
en que Jesús vive como Hijo del Hombre se denomina en el lenguaje bíblico
“Siervo de Yahvé”. Desde la óptica catequética, el Siervo de Yahvé es el Hijo
del Hombre que trae la salvación viviendo la humildad, experimentado la vida
compartida, sirviendo a todos, y percibiendo en todo eso el cumplimiento de la
voluntad de Dios.
3. Jesús: el Siervo de Yahvé.
El AT
confiere el título de “Siervo” a los hombres elegidos por Dios para guiar a
Israel. Sin embargo la connotación específica del término aparece en el Segundo
Isaías. Recordemos que Is 40-55 afirma, básicamente, que Dios es Dios, no sólo
porque sea eterno u omnisciente, sino porque interviene en la Historia humana.
A lo largo
de Is 40-55, Dios interviene en el la historia de Israel mediante las figuras
de Ciro y el Siervo. Ciro es el mediador divino para la liberación del pueblo
exiliado (Is 41,1-5; 45,1-8); mientras el Siervo, a través de su vida entregada
por amor, consigue la pervivencia de la identidad israelita, simbolizada en la
reconstrucción de Jerusalén (Is 54,1 - 55,5). Cuatro poemas denominados
“Cánticos del Siervo” (Is 42,1-4; 49,1-6; 50,4-11; 52,13 - 53,12) describen su
entrega amorosa en favor de Israel deportado.
Jesús
asume la misión del Siervo descrito en la obra de Isaías. Jesús es la luz del
Mundo (Ju 8,12) y el liberador de los pobres (Lc 4,18-19). Como le sucedía al
Siervo descrito en los Cánticos; Jesús es despreciado y considerado un
malhechor (Lc 22,37), y entrega su vida hasta quedar desfigurado y morir en la
cruz (Mt 26,28), pero a los tres días resucita (Mt 28,1-9). La semejanza entre
el proceso de Jesús y el Siervo aparece bellamente expuesto en la Carta a los
Filipenses: “Dios lo exaltó y le dio el nombre que está sobre todo nombre
... para que toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios
Padre” (Flp 2,8-11).
Intentemos
sintetizar lo que hasta ahora hemos expuesto. Jesús es el Mesías anunciado por
el AT que matiza su mesianismo desde la perspectiva del Hijo del Hombre: la actuación
de Jesús manifiesta la humildad, el servicio y la vida compartida.
Seguidamente, Jesús perfila su actuación como Hijo del Hombre desde la óptica
del Siervo de Yahvé presentado por Isaías: Jesús entrega realmente su vida por
amor, sufre para salvarnos, y padece practicando la humildad, el servicio y la
vida compartida. Pero todavía falta lo más importante, Jesús mostrará a sus
discípulos su intimidad con Dios.
4. Jesús de Nazaret: El Señor
La
transfiguración permitió a Pedro, Santiago y Juan, sondear la intimidad de
Jesús con Dios (Lc 9,28-36); pero sólo la experiencia de la resurrección y la
ascensión (Lc 24,36-53), junto al don del Espíritu Santo (Ac 2,1-13) permitirá
a los apóstoles confesar que Jesús es el Señor. Después de recibir el Espíritu,
Pedro dirige un discurso al pueblo que concluye con estas palabras: “Así
pues, que todos los israelitas tengan la certeza de que Dios ha constituido
Señor y Mesías a este Jesús que vosotros crucificasteis” (Ac 2,36).
Ciertamente, “nadie puede decir: Jesús es Señor, sino está movido por el
Espíritu Santo” (1Cor 12,3).
¿De dónde
procede el título “Señor” que la primera comunidad cristiana, impulsada por el
Espíritu Santo, otorga a Jesús?
La
comunidad judía de Alejandría (Egipto) tradujo el AT hebreo al griego entre los
siglos III y II aC. en la llamada “Traducción de los Setenta”. Cuando el
traductor hallaba el término hebreo “Yahvé” que significa Dios, solía
traducirlo con la palabra griega “Kurios” equivalente a la voz “Señor”. El
texto del AT más utilizado por los cristianos no fue el hebreo, sino el griego;
pues la Iglesia, al ser intrínsecamente misionera, necesitaba exponer la
Palabra en una lengua comprendida por todos como era entonces el griego. Así
como la Traducción de los Setenta denomina a Dios “Señor”; el NT, redactado en griego, llama a
Jesús “Señor”, apreciando en Jesús de Nazaret la plenitud de la actuación
divina en la Historia iniciada ya en el AT.
Yahvé, el
“Señor” en la traducción griega del AT, modelaba a Israel mediante cinco etapas
privilegiadas: Liberación (Ex 1-15), acompañamiento (Gen 12-50), creación (Gen
1,1 - 2,3; Is 43,1-7), perdón (Os 1-3), y vida para siempre (Sab 3,1-5). Jesús,
el “Señor”, forja a la comunidad mediante las mismas cinco etapas, y a través
de la Iglesia anuncia a la humanidad entera la paternidad de Dios y la certeza
del Reino.
a. Jesús libera.
Yahvé
liberó a Israel de la esclavitud de Egipto (Ex 1-15); también Jesús ha venido “...
a proclamar la liberación a los cautivos y dar vista a los ciegos, a liberar a
los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18b-19). La
liberación concedida por Jesús aparece principalmente en los milagros. ¿Qué es
un milagro?
Fijémonos
en el texto de “Los Diez Leprosos” (Lc 17,11-19). Jesús encuentra diez
leprosos y les dice “id a presentaros a los sacerdotes”. Los israelitas
llamaban lepra a toda mancha de la piel (Lv 13). Los sacerdotes la
diagnosticaban, y por eso Jesús los manda al sacerdote. Los leprosos vivían
miserablemente en descampado (Lv 13,45), y esperaban al Mesías para que les
curara de su dolencia (Lc 7,18-23).
“Mientras
iban de camino quedaron purificados de la lepra, uno de ellos notando que
estaba curado...”. Nueve han sido “purificados” pero sólo uno ha sido “curado”.
La “purificación” indica el cambio externo por el que las manchas de la piel
desaparecen. Los nueve “purificados” ven en Jesús sólo a alguien capaz de
cambiarles exteriormente. En cambio, la “curación” denota una transformación
interior que se manifiesta externamente. Las manchas desaparecen, como en los
otros nueve, pero a través de la volatilización de las manchas el hombre curado
percibe en Jesús la actuación divina: ese es el auténtico milagro.
El
verdadero milagro no consiste en el cese de la enfermedad, sino en descubrir a
través de la curación presencia de Dios que cura. En el AT Dios es el que cura
a Israel “Yo soy Yahvé el que te cura” (Ex 15,26). El hombre curado se
prosterna ante la manifestación de la divinidad. Para el leproso curado
acontece el milagro, mediante la eliminación de la lepra capta en Jesús la
presencia de Dios que cura.
b. Jesús acompaña.
Jesús atrae
a las multitudes (Mc 3,7-11) y a los discípulos (Mc 2,23), entre quienes elige
a los Doce (Mc 3,13-18), intima con Pedro, Santiago y Juan (Mc 9,2) mientras
las mujeres le siguen desde Galilea hasta la cruz y la sepultura (Mc 15,40).
Jesús habla
a las multitudes mediante parábolas entresacadas del lenguaje popular: “Sucede
con el Reino de los Cielos lo que con un grano de mostaza que un hombre toma y
siembra en su campo. Es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece
es mayor que las hortalizas y se hace como un árbol, hasta el punto que las
aves del cielo anidan en sus ramas” (Mt 13,31-32).
La parábola
compara dos entidades de magnitud muy diversa; en nuestro caso, la pequeñez del
grano de mostaza, con el árbol que engendra. La parábola propone, desde la
comparación, una opción y ofrece una enseñanza. La opción cristiana consiste en
plantar el grano de mostaza, símbolo del Reino de Dios, para que brote en la
tierra el Amor. La enseñanza muestra que de la tarea cristiana, a veces pequeña
como el grano de mostaza, siempre germina el Reino de Dios.
Jesús no se limitó a acompañar a las
multitudes y a los discípulos en Palestina, sino que prometió su presencia
permanente: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final
de este mundo” (Mt 28,20).
c. Jesús crea.
El NT asume
como el AT la noción según la que Dios es el creador de todo (Gen 1,1 - 2,3), pero añade que lo hizo todo por Cristo:
“... para nosotros no hay más que un Dios:
el Padre de quien proceden todas las cosas y para quien nosotros
existimos; y un Señor, Jesucristo, por quien han sido creadas todas las cosas y
por quien también nosotros existimos” (1Cor 8,6). La nueva creación empieza
en Cristo: “Si alguien vive en Cristo, es una nueva criatura” (2Cor
5,17).
La tierra
era caótica y vacía (Gen 1,2), pero la Palabra de Dios la convirtió en un
Cosmos ordenado (Gen 1,1 - 2,3). Sólo la relación con Cristo transforma la
existencia humana. El encuentro de Jesús con la samaritana convierte a aquella
mujer en criatura nueva (Ju 4,1-42). Detengámonos un momento en el diálogo
entre Jesús y la samaritana.
Judíos y
samaritanos por razones religiosas y raciales se odiaban mutuamente. Para
recalcar la importancia del encuentro entre Jesús y la mujer, el texto precisa
el lugar y la hora: “cerca del terreno que Jacob dio a su hijo José ...
estaba el pozo de Jacob ... era cerca de mediodía” (Ju 4,5-6). Ambos tienen
sed; por una parte la samaritana saca agua, y por otra Jesús le pide de beber.
Junto al
pozo se encuentran la sed de la mujer y la sed de Jesús. Dios tiene sed de que
el hombre tenga sed de Él. Junto al pozo brota en el corazón de la mujer la
experiencia central de la vida: el encuentro personal con Jesús. Ella y los
samaritanos afirman “... estamos convencidos de que Él (Jesús) es
verdaderamente el salvador del Mundo” (Ju 4,42).
El
resultado del encuentro personal con Cristo implica conocer a Dios en Espíritu
y en Verdad (Ju 4, 3-24). Adorar a Dios en Verdad supone ser discípulo de Jesús
y servidor de los hermanos. Adorar al Padre en Espíritu significa saber que la
paga del amor es conocer la paternidad de Dios (Rom 8,5; Gal 4,6), y disfrutar
de los dones del Espíritu: “amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad,
bondad, fe, mansedumbre, y dominio de sí mismo” (Gal 5,22-23).
La mujer y
los samaritanos han sido creados de nuevo porque Jesús ha dado a su existencia
un sentido nuevo. Han transformado el ancestral odio entre judíos y samaritanos
en el reconocimiento de Jesús, un judío, como verdadero salvador.
d. Jesús perdona.
La
narración de Zaqueo muestra la forma en que Jesús confiere el perdón (Lc 19,
1-10). Zaqueo era jefe de cobradores de impuestos y muy rico. El sistema
impositivo era desorbitado y los recaudadores se enriquecían extorsionando al
pueblo, por eso recibían el desprecio de las gentes y eran considerados
pecadores. Zaqueo deseaba conocer a Jesús, pero el gentío y su baja estatura se
lo impedían, pero es Jesús quien se adelanta a mirarle y le dirige la palabra.
El verbo
griego que traducimos con la palabra “mirar”, significa “mirar en lo más hondo
del corazón”. Jesús no se limita a observar, su mirada transforma de raíz a la
persona. Jesús no contempla sólo el mal que Zaqueo ha hecho sino el bien que
todavía puede realizar. Jesús le dice: “Baja en seguida, porque hoy tengo
que alojarme en tu casa” (Lc 19,5).
La mirada y
la palabra de Jesús devuelven a Zaqueo la dignidad, pues “... se pone en pie
ante el Señor ...” (Lc 19,8). Sólo el perdón, manifestado en la mirada y la
voz de Jesús, devuelven a Zaqueo la dignidad perdida. Quien se sabe perdonado
puede gritar con el salmista “mi refugio es el Señor y proclamaré sus
maravillas” (Sal 73,28). Por eso Zaqueo llama a Jesús “Señor” (Lc 19,8),
Jesús no es un personaje curioso que atraviesa la ciudad, sino el único en
quien vale la pena depositar la vida.
Zaqueo
cuando ha experimentado el perdón deviene una persona convertida: “Señor, la
mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si engañé a alguno, le devolveré
cuatro veces más” (Lc 19,8). La conversión radica en cambiar de vida para
proclamar las maravillas que Dios hace por nosotros (cf Sal 73,28). Zaqueo hace
mucho más de lo mandado en el AT: “aquello que ha sido robado debe
devolverse con el recargo de una quinta parte” (Lv 5, 21-25), pues quien
recibe verdaderamente el perdón no pone límites al amor.
La mirada y
la palabra junto al deseo de alojarse en casa del cobrador, han otorgado el
perdón a Zaqueo. El perdón le ha restituido la dignidad y le ha permitido ver
en Jesús al único Señor de su vida. Una vez perdonado, Zaqueo se convierte y
retorna al prójimo la misericordia recibida del Señor.
e. Jesús otorga la vida para siempre.
El relato
de la pasión que narra el evangelio de Lucas muestra la lucha interna de Jesús.
El Señor sufre el dolor de la cruz sabiéndose en las manos del Padre que le
otorgará la victoria final. “¡Ha resucitado!” es la Buena Nueva que anuncian
los dos hombres con vestidos refulgentes a las mujeres que acuden al sepulcro (
Lc 24,6).
Jesús
muestra una bondad que transforma a sus verdugos y a quienes lo condenan:
Pilato lo proclama inocente tres veces (Lc 23,4.14.22), así como las mujeres y
el pueblo (Lc 23,27-28), el buen ladrón (Lc 23,41), y el centurión (Lc 23,47).
En la
narración de la crucifixión aparece el episodio del “Buen Ladrón” (Lc
23,32-33.39-43) que describe la última acción de Jesús en favor de los débiles:
el Señor vierte su misericordia, convertida en esperanza, en el corazón del
ladrón a quien promete el Paraíso. Toda la vida de Jesús es la manifestación de
la misericordia de Dios entre los hombres. El Buen Ladrón se dirige a Jesús con
una plegaria caracterizada por la humildad, la gratuidad y el sufrimiento.
El mismo
reconoce que padece la cruz a causa de su propia culpa: “Lo nuestro es
justo, pues estamos recibiendo lo que merecen nuestros actos” (Lc 23,41).
La situación denota la humildad: la actitud de ser realista ante los avatares
de la vida. No culpa de su situación a otra persona, él mismo asume la propia
responsabilidad.
Al verse
tal como es, nace en su corazón la capacidad de comprender a Jesús, y dice: “éste
no ha hecho nada malo” (Lc 23,41). Cuando la muchedumbre se burla de
Cristo, sólo él, prototipo de hombre humilde, reconoce la bondad de Jesús. ¿Qué
mal había hecho Jesús? Sólo “los ancianos del pueblo, los jefes de los
sacerdotes y los maestros de la Ley” (Lc 22,66) presentan ante Pilato
acusaciones contra él (Lc 23,1). Jesús no hizo nada malo. Su vida fue una
denuncia contra todos los que, desde su condición de poder, obran mal; y por eso, estos mismos, lo han condenado a
muerte.
Desde el
sufrimiento en la cruz, la plegaria del ladrón llama a la puerta de la bondad
de Cristo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey” (Lc 23,42).
Jesús entrega su vida por todos los hombres en la cima del Calvario. Los dos
ladrones padecen la cruz y, como los israelitas en Egipto, gritan su dolor;
pero Jesús muere en la cruz por ellos y, sin que ellos lo sepan, inaugura el
Reino de Dios, la nueva tierra prometida.
Dios, en el
AT, acogía en sus manos al justo que sufría la persecución de los impíos como
dice el libro de la Sabiduría: “La vida de los justos está en las manos de
Dios, y ningún tormento la alcanzará” (Sab 3,1). Igualmente, el buen ladrón
redimido por Jesús, es acogido a una vida nueva para siempre con Él: “Te
aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). El buen ladrón
alcanza la vida para siempre en las buenas manos de Dios; la vida nueva, esa es
la meta de todo cristiano.
5. Breve síntesis final.
Dios a lo
largo del AT interviene especialmente en la historia de su pueblo propiciando
la liberación. Los profetas son los mediadores privilegiados para manifestar la
voluntad del Señor, pues no se cansó de acompañar a su pueblo mediante su voz
enardecida y exigente. Ellos recordaron a Israel el camino que conduce al
encuentro con Dios: la exigencia de la justicia y la vivencia de la ternura; la
seguridad de saberse en manos de Dios y la certeza de que el Señor no falla
nunca; la confianza de que Dios vierte constantemente en la vida humana la
fuerza de su palabra y el vigor de su espíritu; y, la convicción de que el
Señor concede a la comunidad fiel la victoria final.
El Señor
que en tiempos antiguos habló por los profetas, se dirige hoy a nuestra vida
desde la Buena Noticia del Evangelio. El rostro de Dios que tantas veces se
halla escondido entre las páginas del AT, se manifiesta en la mirada de Jesús.
Él es el Mesías prometido que ejerce su ministerio actuando como el Hijo del
Hombre, y entregándose por nosotros como
el Siervo de Yahvé.
Jesús no
limita su mensaje a un modelo ético brillante, sino que nos quiere para sí.
Tras la resurrección y el don del Espíritu Santo, los discípulos perciben
plenamente la intimidad de Jesús. Él es la presencia encarnada de Dios entre
nosotros que modela nuestra vida amándonos con un amor apasionado.
6. Lectio Divina: Lectura de la Biblia en grupo.
a. Damos comienzo al encuentro con una oración
comunitaria. Rezamos el Salmo 1 pidiendo al Señor que conduzca nuestra vida por
el camino de su Reino.
b. Leamos el texto de la Bienaventuranzas despacio
(Mt 5,1-11). Fijémonos en el escenario en el que Jesús predica, y apreciemos el
significado de cada bienaventuranza ayudándonos con las notas de la Biblia.
c. ¿Que me dice el texto?
Preguntémonos en silencio: ¿quiénes son los destinatarios de las
bienaventuranzas?, ¿qué significa en mi vida la opción por los pobres?, ¿qué
representa Jesús en mi vida? Comentemos en grupo nuestras respuestas.
d. ¿Qué le respondo a la vida?
Volvamos a
leer el texto y meditémoslo después en silencio. Preguntémonos: ¿cómo puedo
vivir la misericordia?, ¿de qué modo puedo comprometerme en favor de la paz y
la justicia?; ¿de qué manera puedo ser más transparente? es decir ¿cómo puedo
ser limpio de corazón?, ¿dónde he de manifestar mi solidaridad?
e. Concluyamos con una oración dando gracias al Señor
por que es Él quien forja nuestra vida con ternura y misericordia. Recemos
despacio la plegaria con la que concluye la Sagrada Escritura (Ap 22,20), y
pidamos a Jesús que llene nuestra vida de sentido.