Francesc Ramis Darder
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El Imperio persa
sobresale por su magnitud, desde el Helesponto hasta la zona septentrional de
la India, adentrándose temporalmente en Egipto, y también por el cariz
heterogéneo de su población, estructurada en variopintas etnias y religiones. El
arco temporal de su historia, desde las conquistas de Ciro II (559-530 a.C.)
hasta su ocaso bajo la espada de Alejandro Magno (334-323 a.C.), descansaba
sobre dos aspectos políticos esenciales.
En primer lugar, la corona permaneció
en poder de la familia Aqueménida, cuyos soberanos, aureolados a imagen del
dios Ahuramazda, detentaban el poder central y absoluto sobre las instituciones
y la población del imperio; sin duda, la reforma de Darío I (522-486 a.C.) frenó
las tentaciones nacionalistas de las regiones sometidas, deseosas de abandonar
el férreo control del gobierno central.
En segundo término, la reforma
emprendida por Darío I estructuró la administración del imperio, a la vez que
permitió a los jerarcas de las zonas conquistadas mantener las tradiciones
locales, siempre bajo la supervisión aqueménida. No obstante, la debilidad del
imperio radicaba, por una parte, en el mismo carácter absoluto del soberano,
pues, como hemos visto, las conjuras palaciegas por la sucesión solían teñir de
sangre la corte imperial, y, por otra, la vastedad del imperio dificultaba el
control eficaz de todas las regiones.
Como sostenía la teología aqueménida, el
dios Ahuramazda manifestaba a través del soberano persa su empeño por mantener
el orden de la creación; por eso la divinidad dotaba al rey, como reflejan las
representaciones artísticas, de cualidades físicas y morales para gobernar
según los principios del orden dispuesto por dios. Ahuramazda había elegido al
rey para establecer el buen gobierno del imperio, la estabilidad del mundo y el
bienestar del hombre.
Así, toda la humanidad, y especialmente los súbditos del
imperio, debían obediencia y veneración tanto a dios como al monarca, soberano
absoluto y eje de la administración imperial. En ese sentido, los teólogos
subrayaban que Ahuramazda había encumbrado a Darío I para que impusiera “orden”
entre la “desorden” por el que había deambulado el imperio; el “desorden”, al
decir de la teología persa, procedía de la “mentira”, alusión a la “injusticia”
imperante en la corte, cuando Cambises abandonó Persépolis para adentrase en
Egipto (cf. Inscripción de Behistum).
Desde este horizonte, Darío I emerge como
el monarca, físicamente fuerte y moralmente recto, entronizado por dios para instaurar
el “orden” en el imperio “desordenado” por la “mentira”, eco de la “injusticia”
implantada por la corte de Cambises. La misión teológica de Darío y sus
sucesores estribaba en implantar la
justicia, manifestación del “orden” divino, en Persia y en las zonas
subyugadas. Desde esta óptica, aunque el soberano fuera un monarca absoluto, no
debía actuar como un déspota arbitrario, pues debía regir el imperio con las
normas de la justicia, manifestación del orden deseado por dios.
A modo de
contrapunto, la teología entendía la insubordinación contra el soberano como un
acto de idolatría, pues implicaba desdeñar la autoridad de Ahuramazda,
encarnada en la persona del rey, para rendir pleitesía a dioses falsos,
metáfora de la mentira, eco de la injusticia, que la rebeldía sembraba en la
corte y el imperio. En este sentido, Jerjes expresó su intención de retomar el
“orden” en el imperio, “desordenado” por conspiraciones e injusticias, a través
del culto a Ahuramazda, la divinidad que, por mediación del soberano,
establecía el “orden” del mundo.
Las regiones conquistadas eran las dádivas que
Ahuramazda concedía al soberano persa para que las engarzara en el “orden” de
la creación deseado por dios. Por eso, desde la óptica teológica, las embajadas
de los países sometidos debían acudir al palacio de Persépolis para entregar
pingües dádivas como agradecimiento a la autoridad que el soberano ejercía, en
nombre de dios, sobre la inmensidad del imperio; no en vano, la decoración de
la escalinata palacial, que desembocaba en la sala del trono, estaba decorada
con imágenes de naciones sometidas portando presentes para el rey, alegoría de la
autoridad divina.
A partir de la reforma de Darío I, los
reyes ponían esmero en vincular su identidad con el linaje de Aquemenes,
ancestro de la dinastía, y garante del auxilio de Ahuramazda. El monarca
reinante elegía al sucesor entre sus hijos. Sin duda, la poligamia daba lugar a
disputas entre las esposas y los miembros de la corte para la elección del
heredero; de ahí las frecuentes conjuras que acababan con la muerte de algunos
candidatos. El soberano elegía al sucesor en ceremonia pública. Con intención
de aureolar al príncipe se le imponía la “tiara erguida”, un peinado persa, y bebía
del “agua del rey”, seguramente agua recogida en la fuente reservada para el
monarca. Junto a compañeros de la nobleza, el príncipe era educado por los
magos, expertos en la cultura persa, el arte militar, y aspecto religioso. El
príncipe elegido tomaba posesión del trono en la ciudad de Pasagarda, la
residencia de Ciro II, fundador del imperio, mientras el ritual, de corte castrense,
acontecía en el templo de Anahita, diosa de la guerra. El nuevo monarca se
despojaba de su ropa para ponerse la vestimenta de Ciro, y comía alimento
propio del soldado en campaña, así amanecía como el nuevo Ciro, imagen del general
y rey ideal.
Seguramente, los altos funcionarios ponían el cargo a disposición
del monarca, como signo de acatamiento a la nueva autoridad, mientras el pueblo
quizá obtuviera alguna remisión de la carga impositiva.[1] El
monarca gobernaba con el apoyo de la familia aqueménida y la nobleza de
alcurnia, que ocupaban los altos cargos del ejército, la administración, y los
santuarios. Sin embargo, a partir de la reforma de Darío I, los nobles
perdieron la paridad con el monarca hasta convertirse en servidores y vasallos
del rey; aun así, gozaban, junto a la familia real, de la elitista educación
ofrecida por la corte que les capacitaba para administrar, bajo el control de
la corona, el imperio.
La dependencia del monarca propició la aparición de
complejas estructuras nobiliarias. A modo de ejemplo, los nobles más adictos al
soberano eran llamados “hijos de la casa real”, y los militares más adictos
portaban lanzas decoradas con manzanas de oro; el estamento noble más afín a la
corona emparentaba matrimonialmente con la familia real y recibía valiosos
regalos, como atestigua el llamado “Tesoro de Axos”, los bajorrelieves de
Persépolis o la cerámica de Susa.[2] El
aura divina que envolvía al rey coloreaba su funeral con el tinte tenebrista y
piadoso; a su muerte, se apagada el fuego sagrado que, eco del esplendor del
soberano, ardía en los templos, comenzaba un tiempo de luto hasta que el
cadáver era enterrado, a las órdenes del heredero, en las tumbas de Pérsepolis
(siglo IV a.C.) o en la necrópolis de Naqsh-i Rustam (siglo V a.C.).[3]
El territorio imperial estaba dividido en
satrapías, gobernadas por la nobleza persa, vinculada estrechamente a la
corona; la corte regía el destino del imperio desde las ciudades reales,
levantadas en Pasagarda y Persépolis. En líneas generales, las satrapías
guardan parejo orden administrativo. El sátrapa, asentado en el palacio que
había sido residencia del monarca de la zona conquistada, constituía la
autoridad militar y política; bajo su autoridad, destacaba el tesorero,
encargado del cobro de impuesto, y el administrador puesto al frente de los
archivos.
Una parte de los impuestos, abonados en especie o en metales nobles,
permanecía en la satrapía, pero un montante considerable acababa en las arcas
del gobierno central (Herodoro, 1,192). Excelentes vías de comunicación
vertebraban el imperio y facilitaban la relación entre las satrapías y la corte
central; esencial era la vía que unía Bactria, Carmania, Aracosia y la India, o
el camino que conducía de Sardes a Susa. La magnitud de la satrapía determinaba
la división en regiones menores, sometidas a la autoridad de un delegado del
sátrapa; a modo de ejemplo, una de las regiones de la satrapía de
Traseufratina, gobernada probablemente desde Damasco, era Jehud, administrada
desde Jerusalén.
Aun atento a la uniformidad administrativa, cada sátrapa
permitía a la población local practicar su religión y cultivar idiosincrasia,
mientras no entraran en confrontación con la autoridad persa; continuando con
el ejemplo, el templo de Jerusalén, erigido en la región de Jehud, pudo
continuar su tradición religiosa. No obstante, cuando una región se desmandaba
podía sufrir la devastación de su templo; así sucedió con el santuario de
Dídima o el de Atenas (Herodoto, 6,19; 8,53). Con suma habilidad, los persas
alentaron los cultos de Babilonia y Egipto, las regiones sometidas de mayor
extensión, para ganarse el favor del clero y la población local.
No cabe duda
de que los persas supieron aprovechar en beneficio propio las estructuras
administrativas de las regiones sometidas; por eso alentaron el matrimonio
entre dirigentes persas y esposas de la elite de los pueblos vencidos.[4]
Ahora bien, aunque respetaran las lenguas vernáculos, impusieron el arameo como
legua vehicular de la administración y, como hemos señalado, adoptaron la
grafía cuneiforme para escribir el idioma persa con que lo que aureolaban el
prestigio internacional de la corona. El arte persa marcó su impronta en los
países conquistados; así lo atestigua la acuñación de moneda local con motivos
persas, y en las joyas egipcias o en las copas babilónicas cargadas de motivos
persas.
A pesar de la uniformidad administrativa, la autoridad persa se valió
de una administración especial en las zonas habitadas por nómadas; así los
árabes, encargados de rutas caravaneras, ofrecían dádivas de incienso como
tributo, los nómadas trashumantes de los Zagros entregaban parte del ganado, o
los escitas, establecidos en el cauce inferior del Oxos, se alistaban en el
ejército.[5]
Como toda economía antigua, la persa se
fundaba en la actividad agropecuaria; por esa razón, y al compás de los
antiguos reyes mesopotámicos, los reyes persas desarrollaron la política
hidráulica. La corona ejercía su autoridad sobre la distribución del agua a
través de canales y embalses; así los soberanos persas controlaban los canales
de Babilonia, establecieron canales en la zona septentrional de la meseta
irania, y Darió I construyó embalses.[6] La
corona poseía vastas tierras de labor, controlaba el comercio, o administraba
la minería con el recurso de jornaleros y esclavos; como señalan los archivos
de Persépolis, eran significativas las tierras propiedad de las mujeres de la
corte.
La nobleza también participaba en el control económico del imperio; así
lo atestigua la correspondencia de Arsames, sátrapa de Egipto, o los archivos
de la familia Murashu, saga dedicada al préstamo y al arrendamiento de tierras.
Tanto la corte como las empresas mercantiles arrendaban tierras a colonos. La
corona también concedía tierras a los soldados mientras no estaban en campaña
para su cultivo; los colonos pagaban un arriendo, y se comprometían a
participar en las tareas militares. El arriendo de tierras a soldados determinó
que el ejército reclutara tropas de todas las regiones del imperio, a saber,
caballería, infantería, carros de guerra, zapadores, arqueros, e intendencia;
el numeroso ejército persa contaba también con mercenarios de origen griego, a
la vez que algunos generales de los pueblos vencidos se incorporaban a ejército
persa, un caso significativo se dio con Udjahorresnet, almirante egipcio que se
adhirió a los persas después de la conquista de Cambises.
Al parecer existía un
ejército central, y otros ejércitos acantonados en las regiones conquistadas.
Las numerosas fortalezas aseguraban la seguridad de las vías de comunicación y
garantizaban el control de los pueblos sometidos; alguna vez, los persas
emprendieron deportaciones de castigo en las zonas rebeldes. A modo de
síntesis, cabe afirmar que la región irania, eje del imperio, experimentó un
gran desarrollo durante la etapa aqueménida; las grandes capitales, Pasagarda y
Pérsépolis, eran centros administrativos; las obras hidráulicas favorecieron el
asentamiento de la población, anteriormente sedentaria, y acrecieron la
riqueza; la multitud de regiones conquistadas aportaba grandes beneficios; la
estructura militar y las vías de comunicación consolidaban el imperio; la
percepción teológica de la realeza y su vinculación ideológica a Aquemenes propiciaban
la continuidad de la dinastía; sin duda, como sostenían los antiguos, durante
la etapa de mayor relevancia, la región evoca el esplendor del paraíso.[7]
[1]
Sobre la elección, entronización, y educación del heredero: Arriano, Anábasis,
6.29.3; Diodoro Sículo 11.71.1, 17.94.4-5; Estrabón, 15.3.18; Heráclidas de
Cumas, Apud Ateneo,12.51ª; Herodoto 6,59; Plutarco, Vida de Artajerjes, 3
[2]
.Sobre el funcionamiento y situación estamental de la corte aqueménida:
Herodoto 1,134; 3,84.97.118-119.144; 7,41; 8,90; Jenofonte, Anábasis, 4,4.
[3]
Sobre el ceremonial funerario: Arriano, Anábasis 6.24.4-7; Diodoro Sículo,
17,94.4-5; 18.16-18.28.1.
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