sábado, 28 de junio de 2014

¿CUÁNDO Y POR QUÉ SE ESCRIBIÓ EL LIBRO DE JUDIT?


                                                                             Francesc Ramis Darder


Cuando el historiador lee al libro de Judit, le vienen a la memoria los acontecimientos que trenzaron la etapa Macabea. A partir del año 198 a.C., Palestina formó parte del Imperio Seléucida. Un imperio que se extendía desde la frontera de Egipto hasta abarcar Mesopotamia. Aunque agrupaba numerosos pueblos, la ideología helenista empapaba las líneas de gobierno y el tejido social. El helenismo teñía con el pensamiento griego las costumbres de los pueblos orientales; de ese modo, los seléucidas iban imponiendo la moda y la religión griega en detrimento de la lengua y la religión propia de los pueblos orientales.

    El rey Antíoco IV Epífanes (175-164 a.C.) decidió unificar la estructura del imperio seléucida. Por esa razón estableció la unidad lingüística, cultural y religiosa de sus estados; es decir, tendía a sustituir la religión y la cultura propia de cada pueblo por el culto y el pensamiento helenístico. El pueblo judío sufrió el acoso de Antíoco. El soberano entronizó la estatua de Zeus Olímpico en el Templo Jerusalén; así, reemplazaba el culto hebreo por la religión de corte helenístico. Entre otras cuestiones, prohibió la circuncisión, penalizó la observancia del sábado y dificultó la práctica de las costumbres hebreas; de esa manera cercenaba la cultura y la idiosincrasia judía (1Mac 1,29-40).

    Los hebreos no permanecieron de brazos cruzados ante el despotismo de Antíoco. Encabezados por los hermanos macabeos (1Mac 2,1-14), muchos judíos se sublevaron contra las insidias de Antíoco. Lograron vencer a Antíoco IV y a sus sucesores, hasta proclamar la independencia del país del dominio seléucida. Gracias a la victoria macabea, el pueblo judío conservó su religión y su cultura. Si la comunidad hubiera claudicado ante los golpes de Antíoco, quizá hubiera sucumbido, como aconteció con otros pueblos orientales.

    Los acontecimientos que acabamos de mentar, sugieren el entramado del libro de Judit. El totalitarismo de Nabucodonosor y Holofernes contra los judíos evoca el despotismo de Antíoco IV contra la comunidad hebrea. El miedo de los dignatarios de Betulia (Ozías, Jabrís y Jarmís) sugiere el pánico que embargó a los judíos, temerosos del ocaso de la religión y la cultura judía bajo los puños de Antíoco IV. La valentía de Judit alude al coraje de los hermanos macabeos que, enamorados de Dios y de su pueblo, batieron a los seléucidas. La muerte de Holofernes por mano de Judit y la derrota del ejército asirio denotan el fin del dominio seléucida sobre la patria judía.

    Así pues, el libro de Judit constituye, entre otros temas, el reflejo teológico de los acontecimientos que trenzaron la victoria judía sobre la tiranía seléucida. A nuestro entender, fue escrito en hebreo o arameo a finales de la etapa macabea (150-140 a.C.), una vez asentada la independencia judía, para ofrecer a la comunidad una pauta de reflexión sobre los sucesos pasados. De esa manera, la comunidad ahondaba sobre dos cuestiones principales: reconocía el auxilio permanente con que Dios protege a su pueblo, a la vez que empeñaba la vida en defenderse, con el auxilio divino, del envite de cualquier enemigo.


    Vencida la opresión seléucida, los lectores ahondaron en el calado espiritual del libro. La violencia de Antíoco IV, oculta tras la furia de Nabucodonosor y Holofernes, había pasado; pero la comunidad continuaba sufriendo el acoso de la idolatría, la mayor amenaza contra la fe hebrea. No olvidemos que el Antiguo Testamento suele asociar la tiranía de las grandes potencias sobre la tierra israelita con la seducción idolátrica que cercena la fe judía (cf. Is 10,5-19; 47). Muchos hebreos, deslumbrados por la parafernalia helenista, descuidaban su religión y se asimilaban a la moda griega hasta abandonar la fe para adherirse a las creencias helenas. De ese modo, la fidelidad de Judit instaba a la comunidad hebrea, acosada por la idolatría, a luchar para defender la integridad de la fe, a pesar de las insidias idolátricas, ocultas bajo el lienzo de la invasión asiria.


Pueden consultar también el siguiente artículo:
El libro de Juditintroducción general
Francesc Ramis Darder

sábado, 21 de junio de 2014

SABIDURÍA BABILÓNICA Y BÍBLICA

                                                                                         Francesc Ramis Darder


El Doliente y su Amigo constituye una meditación sobre la miseria humana. Comenzó a entretejerse en Babilonia (XI a.C.), pero las copias más antiguas proceden de la biblioteca de Asurbanipal. Las primeras letras de cada verso constituyen el acróstico que delata la identidad del compilador: Yo soy Saggil-kinam-ubbib, sacerdote, cantor, siervo de la asamblea divina y del gran rey. El poema constituye el diálogo entre un hombre hastiado de la vida, y su amigo que discute con él.

    Recuerda la disputa de Job con sus amigos. Job, harto de dolores, pregunta a sus compañeros la razón de su penar. Los amigos le hablan de la bondad de Dios con los justos, pero Job les pregunta: ¿Por qué siguen vivos los malvados, que envejecen y acrecen su poder? (Job 21,7; Jr 12,1; Ecl 8,14). La respuesta es pareja a la del Doliente a su amigo: "Quienes se olvidan de sus dioses prosperan […] los pecadores triunfan, mientras yo he fracasado" (Lin. 66-67).

    El Eclesiastés subyaga la identidad del hombre que no encuentra sentido a la vida. Proclama con hastío: A lo largo de la vida, he observado que en el puesto de la Ley está el delito; en el puesto de la justicia, la injusticia (Ecl 3,16). De modo análogo, clama el Doliente: He buscado orden en el mundo, pero todo está al revés (Lin 243-253). El Eclesiastés suplica el auxilio divino: Respóndeme, Señor, pues tu amor es bondadoso; por tu inmensa ternura vuélvete hacia mí (Ecl 69,17). De modo parejo, exclama el Doliente: Que la asamblea divina, que me abandonó, tenga misericordia de mí (Lin 287-297). Ahora bien, el Doliente, apegado al politeísmo, requiere el auxilio de la pluralidad de dioses, alejados del ser humano. Mientras el Eclesiastés demanda la bondad de Dios, capaz de colmar la vida de sentido; pues sentencia: Confía en Dios y guarda sus mandamientos, porque en esto consiste ser hombre (Ecl 12,13).

    Como sucede con el Diálogo, la Lamentación constituye un género literario común a la Escritura y al pensamiento mesopotámico. La Lamentación por la Ciudad de Ur aparece en una colección de tablillas descubiertas en Nippur.

    La Lamentación gime por la caída de la ciudad de Ur bajo la espada de Kindattu, rey de Elam (2004 a.C.). Señala con tristeza como hasta los mejores monarcas y las urbes esplendentes, tarde o temprano, sucumben. No obstante, una ciudad devastada puede levantarse de nuevo. Como sabemos, el eje de toda ciudad recaía en el templo, por eso quienes rehicieron Ur comenzaron reconstruyendo el santuario. Cuando lo alzaban, recitaban la Lamentación para recordar a los dioses, como sucedía entre los antiguos, que los constructores eran ajenos a quienes lo habían devastado.

    El libro de las Lamentaciones describe la destrucción de Jerusalén por la espada de Nabucodonosor: Ha hundido en tierra sus puertas […] el rey y sus príncipes están entre paganos (Lam 2,9). De modo análogo, señala la Lamentación por Ur: el dios Enlil ha huido de Nippur (urbe vecina de Ur) el viento pasa por la puerta de la ciudad (LUr 1,37). Ambos poemas lloran la caída de una urbe. No obstante, la debacle de Ur, lamenta la huída del dios Enlil, mientras la Lamentación gime por la huída del rey y los príncipes. Los moradores de Nippur, apegados al politeísmo, pensaban que cada ciudad estaba regida por un dios que pugnaba con los otros para mantener su prebenda; por eso, cuando caía la villa, la divinidad huía para que la poseyera otro dios, enemigo del anterior. Ahora bien, la Escritura afirma la unicidad de Yahvé; por eso, aunque Jerusalén haya caído, Dios continúa velando por ella (Is 54,8), mientras los nobles, culpables del desastre, abandonan la ciudad con el acíbar de la derrota (Jr 52).

    La Escritura recoge el calado de Diálogos y Lamentaciones, habituales en la cultura mesopotámica. Aún así, les confiere un valor teológico más hondo. Asentada en el monoteísmo, la Escritura no aboca al ser humano hacia la desesperación, le ofrece el horizonte hacia el que orientar la vida: la observancia de los mandamientos (Ecl 12,13), y el consuelo divino (Job 42,1-6).

     Para ampliar información, pueden consultar mi libro "Los sabios, testigos del Dios de la vida":
http://bibliayoriente.blogspot.com.es/2013/01/los-sabios-testigos-del-dios-de-la-vida.html

lunes, 16 de junio de 2014

MOISÉS Y LA LEYENDA DE SARGÓN DE AKKAD



                                                                                  Francesc Ramis Darder


A principios del siglo XX, los arqueólogos desenterraron las tablillas concernientes a la Leyenda de Sargón I (ca. 2371-2316 a.C.), soberano del Imperio de Acad. Como sucedía en las cortes orientales, los escribas palaciegos envolvieron el origen del monarca en las telas del misterio. Al decir de la leyenda, Sargón era hijo de una sacerdotisa y un peregrino. Su madre no deseaba que la gente conociera el nacimiento de su hijo, por eso tejió una cesta donde puso la criatura. Después la depositó en las aguas del Eúfrates para que la llevaran hasta los dominios de Aqqi, jardinero real. Aqqi salvó al niño de la turbulencia de las aguas y lo adoptó como hijo. Con el auxilio de la diosa Istar, el niño creció hasta convertirse en Sargón I.

   La leyenda evoca el relato del nacimiento de Moisés. Su madre, Yoquébed, perteneciente a la tribu de Leví, estaba casada con Amrán, también de la tribu de Leví (Ex 2,1; 6,20). Los levitas conformaban la tribu sacerdotal de Israel, pero solo los varones ejercían el oficio cultual. Aunque Yoquébed no sea sacerdotisa, pertenecía a la tribu sacerdotal y estaba casada con un sacerdote, Amrán. En analogía con Yoquébed, también la madre de Sargón pertenecía al estamento clerical, pues era sacerdotisa.

    Ambas madres temían por sus hijos. La de Sargón no quería que nadie supiera de la criatura, mientras la de Moisés quería salvar a su hijo de las garras del faraón, que había prescrito la muerte de los niños hebreos (Ex 1,16). La sacerdotisa salvó a Sargón de la ignominia depositándolo en una cesta entre los juncos del Eúfrates, hasta que lo encontró Aqqi. Yoquébeb, la esposa de Amrán, salvó la vida de Moisés poniéndolo en una cesta a orillas del Río hasta que lo encontró la hija del faraón. Así como Aqqi adoptó a Sargón como hijo, la princesa adoptó a Moisés. Ambas criaturas poseyeron la mayor grandeza. Sargón alcanzó la cima del Imperio de Acad, mientras Moisés liberó a los israelitas esclavizados en Egipto y los condujo hacia la Tierra Prometida (Ex 2,1-10).


    Aunque ambos relatos presenten analogías, existe una diferencia. El objetivo de la Leyenda de Sargón estriba en magnificar la grandeza del monarca. Mientras el relato de Moisés sugiere la magnificencia de Yahvé; el Dios atento al penar de su pueblo que dirigió la vida de Moisés para encargarle la misión de liberar a la comunidad subyugada. Cuando los relatos de la Escritura encumbran a los personajes, lo hacen para resaltar la grandeza de Yahvé y su empeño por auxiliar al pueblo hebreo (1Sm 3,1-4,1). ¡Esa es la grandeza de la Escritura!

jueves, 12 de junio de 2014

¿QUÉ ES LA LEY DE SANTIDAD: Lv 17-26?

                                                                  Francesc Ramis Darder


La teología sacerdotal afirma que Dios es el único santo, mientras el ser humano alcanza la santidad sólo por analogía con la santidad de Dios._ La teología contenida en la ley de Santidad desea acercar al hombre a la santidad mediante el cumplimiento de los preceptos divinos. Los sacerdotes que emitían las leyes legislaban en los santuarios, pero su legislación no se ceñía sólo al entorno civil, sino que abarcaba principalmente el ámbito cultual. La recopilación de las leyes promulgadas por los sacerdotes y contenidas en Lv 17-26 constituyen la ley de Santidad.

    La redacción de la Ley atravesó un proceso complejo._ A tenor de la opinión de los comentaristas, al principio habría un conjunto de leyes antiguas nacidas en los santuarios y promulgadas por los sacerdotes que fueron agrupándose temáticamente. Más tarde, durante el exilio de Babilonia (587-538 aC), los círculos sacerdotales de Jerusalén recopilaron las leyes situándolas en el marco de la promulgación sacral: Dios proclamaba las leyes y Moisés las trasmitía al pueblo._ Los sacerdotes intercalaron en el cuerpo legal algunas exhortaciones (Lv 18,24-30; 20,22-24; 2,18), un conjunto de bendiciones y maldiciones (Lv 26,3-38) y la referencia a la alianza de Dios con su pueblo (Lv 26,39-46).

    Ley de Santidad (Lv 17-26) gira alrededor de un principio teológico crucial: “Sed santos, porque yo el Señor vuestro Dios, soy santo” (Lv 19,2)._ La repetición del fundamento teológico desea acercar el ser humano a la santidad divina mediante el cumplimiento de los mandamientos; por eso la ley recorre los diversos ámbitos sociales y cultuales._

     La ley enfatiza el cumplimiento de los mandamientos afirmando que la fidelidad a los preceptos engendra la vida plena del hombre: “Observaréis, pues, mis mandamientos y mis leyes, que dan vida a quien los cumple” (Lv 18,5). Y advierte también que el incumplimiento de los preceptos  provoca la destrucción de la sociedad: “Guardad todas mis leyes ... para que no os vomite la tierra a la que os voy a conducir para que habitéis en ella” (Lv 20,22). Por tanto, el objetivo de la ley estriba en proporcionar al ser humano la capacidad de vivir en plenitud, y prevenirle de las consecuencias nefastas que conlleva descuidar el cumplimiento de los mandamientos.

  

martes, 3 de junio de 2014

¿QUIÉN ES EL SIERVO DE YAHVÉ?


                                                                                Francesc Ramis Darder


El AT llama “Siervo de Yahvé” al hombre elegido por Dios para conducir a Israel según los preceptos divinos: Moisés (Ex 14, 31), David (2 Sam 7, 8), Josué (Jos 24, 29), etc. Pero la connotación específica aparece en cuatro “Cánticos del Siervo” contenidos en el libro de Isaías.

    Los capítulos 40-55 de la obra de Isaías afirman, básicamente, que Dios es Dios, no porque sea eterno u omnisciente, sino porque interviene en la Historia humana. En contraposición a Dios, los ídolos carecen de divinidad no sólo por haber sido elaborados por artesanos, sino porque son incapaces de actuar en la Historia.

    A lo largo de Is 40-55, Dios interviene en la historia de Israel mediante dos personajes: Ciro y el Siervo. Ciro es el mediador divino en la liberación del pueblo deportado en Babilonia (Is 41, 1-5; 45, 1-8). El Siervo es un personaje que entrega su vida por amor y fidelidad a los designios divinos para la supervivencia de Israel, simbolizada en la reconstrucción de Jerusalén (54, 1 - 55, 5).

    Los cuatro “Cánticos del Siervo” (Is 42, 1-4; 49, 1-6; 50, 4-11; 52, 13 - 53, 12)  describen la entrega amorosa del Siervo en favor de su pueblo. El Siervo presenta cinco cualidades. 1ª Deviene luz de las naciones y libera a los oprimidos (42, 7; 49, 6).  2ª Entrega su vida hasta quedar desfigurado (52, 14-15). 3ª Los hombres desprecian la entrega del Siervo (53, 2b-3). 4ª Más tarde, quienes le despreciaban descubren que su sacrificio no ha sido vano, sino que gracias al Siervo reciben el perdón y triunfan los planes del Señor (53, 4-10).  5ª Dios valora la entrega del Siervo (52, 13; 53, 1-2a) y le concede un puesto de honor pues “cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores” (53, 11-12).

    Jesús asume plenamente la misión del Siervo descrito en la obra de Isaías. Jesús es la luz del Mundo (Ju 8, 12) y el liberador de los pobres (Lc 4, 18-19), estando entre sus discípulos como servidor (Lc 22, 27). Los hombres desprecian su compromiso radical y lo consideran un malhechor (Lc 22, 37). Entrega su vida hasta quedar desfigurado y morir en la cruz (Mt 26, 28), pero a los tres días resucita (Mt 28, 1-9). Por todo eso “Dios lo exaltó y le dio el nombre que está sobre todo nombre ... para que toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 8-11).

    Jesús es el Mesías anunciado por el AT que matiza su mesianismo desde la perspectiva del Hijo del Hombre: su actuación manifiesta la humildad, el servicio y la vida compartida. Seguidamente, Jesús perfila su actuación como Hijo del Hombre desde la óptica del Siervo de Yahvé presentado por Isaías: entrega realmente su vida por amor, sufre para salvarnos, y padece practicando la humildad, el servicio y la vida compartida. En la persona de Jesús resplandece la identidad del Siervo de Yahvé, anunciada en el Antiguo Testamento.